domingo, 8 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON EL MUNDO EN EL PUEBLO

Querida Mariana: el mundo es muy grande, me apabulla. Para entenderlo lo imagino como una ciudad pequeña, lo traigo a Comitán. ¡El mundo entero en Comitán! Así lo camino y, poco a poco, lo conozco. Acá cabe todo, todo lo que cabe en el mundo. Es un mundo imaginario, pero real. Esta imagen me permite entender la grandeza a partir de lo mínimo, como si fuera una de esas bolas de cristal que contienen edificios. Coloco frente a mi casa los grandes edificios de Nueva York, los de Dubai. En la noche veo cientos de ventanas iluminadas y sé que ahí hay personas que toman café, una cerveza, cenan, ven televisión, platican. Un poco lo que hacemos acá. Platican en lenguas diferentes. Me encanta oírlos. No entiendo lo que dicen, pero lo mismo me sucede cuando escucho a los cardenales y a los tzulíos, no los entiendo, pero algo le dicen a mi espíritu. Veo pirámides, volcanes, lagos, hipódromos, santuarios de tigres y locales donde la gente se reúne para divertirse: salones de baile, boliches, billares. Ah, me encanta oír los sonidos, las risas, los abrazos que se dan. Me encanta oír el desplazamiento de la bola en la duela antes de chocar contra los pinos y derribarlos; el golpe del taco sobre la bola que choca a otra en la carambola. Me basta salir de casa, cerrar la puerta y pasar por la tienda de doña Lupita para encontrar juntito una playa donde la gente se asolea, juega voleibol o nada en el mar. Allá hay una niña que levanta estrellas. ¡Qué prodigio! Camino y veo las pistas donde corren autos a más de doscientos kilómetros por hora, los aeropuertos donde aterrizan aviones que llegan desde Teherán, desde Berna. A la hora que paso frente al aeropuerto de Nueva York recuerdo que le prometí protectores de oídos a la tía Arminda para que no le afecte el sonido de los jets cuando aterrizan. Ella, que vivió de niña en el rancho, escuchando el canto de pajaritos, gallos y guajolotes. ¿Imaginás esta bendición? Las grandes ciudades del mundo están al lado de nuestros barrios: Florencia al lado de los chorros de La Pila; París junto al Tanque de los Caballos, oh, la la; Praga frente a la casa del maestro Temo Alcázar; Buenos Aires en el barrio de los Román. Dice el dicho que todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar. Acomodo todo el mundo en esta fantástica maqueta. Mi ciudad supera a la gigantesca maqueta de Nueva York, que ahora todo mundo conoce por la serie de Netflix, donde el gran Scorsese platica con la escritora Fran Lebowitz, mujer inteligentísima, poseedora de una irreverente ironía. El mundo es inabarcable. Por esa capacidad de globo expansivo es preciso atraparlo y traer a casa el aroma de los ríos, de los sembradíos de lavanda, de los pueblos a orillas de volcanes, de bosques donde juegan duendes. Coloco en el vecindario, porque es mi gusto, las casas de famosos escritores. Al volver a casa en la tarde veo a la Poniatowska tomando un café al aire libre. Allá va la española Rosa Montero, chaparrita incansable. ¿Ya viste quién está en aquel departamento? Pucha, el Premio Nobel Mario Vargas Llosa. ¡Adiós, Mario! (de tú, porque así tratamos a los artistas, porque son como amigos íntimos). Pobre Mario, se jodió. Dejó a su mujer Patricia por andar de cola caliente con la Presley y ahora ésta ya lo botó. Rocío dice que se lo tiene bien merecido, pero mirá, se ve tan solo acomodando libros en los estantes de su estudio. ¡Adiós, Mario! Mirá, ni nos peló. Ahora sale Juan Villoro de su casa, ¡pucha!, qué tipo tan alto. Por Guadalupe vive la García Bergua y la Irene Vallejo tiene su casita en el barrio de Yalchivol. ¿Fabio Morábito? Sí, tiene una casa bien bonita en lo alto de Quijá, desde ahí ve a sus pies todo el valle de Comitán. Posdata: el mundo es amplísimo, inabarcable. Para tener un acercamiento mínimo es preciso poner en práctica la recomendación de Mahoma: traer la montaña a casa. Lo que hago podría parecer un exceso, pero me gusta imaginar, jugar mi maqueta de Lego. Pero basta ver películas y leer novelas y cuentos para acercar el mundo. Bueno, tengo dos amigos que no se andan con remilgos. Cuando tienen nostalgia del mundo, suben a aviones y viajan a Japón, a China, a Chile, a Canadá, a París y las demás ciudades bonitas. Como no me gusta salir de casa y no tengo dinero, prefiero traer el Louvre al barrio. Me refresco con el agua de las Cataratas del Iguazú y oigo el rugido del puma en el zoológico de Tuxtla Gutiérrez, que está al lado del parque de San Sebastián. Pongo sobre la mesa todos los platillos del mundo, desde los que sirven en restaurantes de postín, como el Julio Verne de la Torre Eiffel, hasta el de la más modesta fonda. Como cuando niño acomodo las vías para que circule el tren Bala y, con la cara repegada al cristal de la ventana, veo el Monte Fuji y los cerezos. Comitán es apenas más grande que un grano de arroz, pero le caben mil ríos, cuatro desiertos y mil supercarreteras. ¡Tzatz Comitán!