lunes, 10 de diciembre de 2007

Con perdón de don Gabo (3 y último)

Por tercera ocasión en mi vida traté de leer completo "Cien Años de Soledad". ¡No pude! Ahora lo único que puedo decir es que: "lector que crece torcido jamás su lectura endereza". Juro que lo intenté, pero tal vez algo muy intenso ya enraizó en mi mente, algo que bloquea mi lectura de esos Cien. Volvió a ocurrirme exactamente lo mismo.
Ahora tengo el libro sobre mi buró, pero ya no me inquieta. Es un descanso saber que un día de estos iré a la casa de mi compa Pepe y se lo regresaré, él lo colocará en su librero y cuando yo regrese a mi casa todo será como antes.
Tal vez, a final de cuentas, no esté yo tan equivocado. Hace como diez días (como si el destino me hubiera querido dar una prueba de fe) vi en la televisión una plática que dio Gabriel García Márquez (no sé cuántos años hace de esa plática) al lado de Fidel Castro en Cuba. Ahí escuché a Gabo decir que en México intentó muchas veces presentar guiones para cine pero siempre le fueron rechazados. El productor de cine le dijo que sus guiones "no jalaban al público" y por eso no los aceptaban. El deslumbre me llegó cuando el propio Gabo dijo, con una gran emoción, que un día tomó todos esos guiones y "escribí Cien Años de Soledad". ¡Claro!, pensé, acá está la clave. Resulta que la afamada novela no es más que un tejido hecho con retazos. Claro, Gabo es un hábil tejedor, no por algo es Nóbel de Literatura, sus costuras casi no se notan, pero la novela no estuvo pensada como una estructura única. Tal vez esto es lo que me provoca un gran fastidio.
Me quedo con los cuentos de García Márquez.
Si algún día alguien me regala la novela no me inquietaré. Me emociona que me regalen libros. Lo aceptaré con la misma algarabía con que acepto el don diario de la vida y del desafío, y del libro separaré la primera parte (la que siempre me deslumbra) y quemaré todo el resto. Tal vez así logre hacer un conjuro y le desee a Gabo "cien años de grata compañía".

DIOS TAMBIÉN RESUELVE CRUCIGRAMAS (22)
-¡Tenés la misma mirada de los santos! -dijo y repitió: "¿Cuánto cobrás por milagro?" Le calculé unos veinticuatro años. Según su dicho jamás se le había acercado un hombre. Se llamaba Marina. Trabajaba en el taller de su mamá haciendo artesanías con la cáscara del coco. Yo quise explicarle que no había hecho nada en el caso de Azucena, pero ella, con mucho trabajo, metió la mano entre sus senos y sacó un pañuelo que desanudó para dejar ante mi vista un fajo de billetes.
-¿Alcanza? -dijo.
¡Vaya que alcanzaba! Me alcanzó para el boleto de ida, para cuatro noches de hotel y para dar el depósito y dos meses adelantados del departamento que alquilé en la ciudad.
La tomé del brazo (más bien la abracé hasta donde alcancé) y la ayudé a subir los tres escalones. Entré al salón y saqué una silla que recargué sobre la pared. Le ordené que se sentará.
-Cierra los ojos, Marina, y no los abras hasta que te diga -cerró los ojos y yo, caminando de puntillas, entré al salón para terminar de clavar la pata del camastro.
Después de dos horas la encontré con los ojos pegados de tanto sudor.
-Abre los ojos, Marina, y no veas otra cosa que el mar, sólo el mar -cuando abrió los ojos fue como si saliera de un cuarto oscuro. Poco a poco abandonó la niebla. Cuando la luz volvió a su mirada, entré al salón y trapeé el piso.
Después de un tiempo, un largo tiempo, oí que Juan llegaba en su triciclo y bajaba el bloque de hielo. Dejé el trapeador sobre una silla y busqué las monedas para el pago. Oí que alguien hablaba y recordé a Marina. Desde la puerta oí que Juan decía:
-¿Y usted, doñita, es de por acá?

(Continuará)