viernes, 7 de diciembre de 2007

Una lección de vida

Conocí a Jorge Antonio en el Colegio Mariano N. Ruiz. Yo daba clases en la secundaria y él ejercía el cargo de Coordinador. Los alumnos lo bautizaron como "Cordi" y los maestros no nos quedamos atrás. A todas horas se oía en los pasillos: "Cordi por aquí, Cordi por allá".
Con el trato nos hicimos amigos (placer que a ambos nos procuró la vida). Una mañana de viernes entró a mi oficina y me invitó para una "fiestecita" al día siguiente.
Muy puntual llegué al barrio de La Pilita Seca al otro día. En el patio de la casa que rentaba, patio lleno de luz, con piso de ladrillo, estaba colocada la mesa tradicional, el mantel blanquísimo y diez o doce sillas plegadizas de madera pintadas con un color azul ya deslavado.
Poco a poco fueron llegando los invitados, algunos vecinos o parientes de Jorge y algunos compañeros de trabajo. Trini -su esposa- sirvió las primeras cervezas y platos con botanitas. En medio del patio resonaban las carcajadas del chisme que jugueteaba de un lado a otro de la mesa. Jorge se acercó a mí, colocó sus manos sobre mi hombro y, con seriedad inusual, me dijo: "Profe, venga, le quiero enseñar algo". Me paré, di el último trago a la cerveza y dejé el envase vacío sobre la mesa.
Jorge me condujo a la puerta de salida, me llevó a mitad de la calle y casi me obligó a pararme a su lado y me dijo: "Miresté".
Desde el lugar en donde estábamos se veía la calle en bajada, la extensión verde y húmeda de La Ciénega y los cerros chaparros que se levantan en el rumbo de Cash. Bastaba alzar tantito la vista para perder el horizonte y toparse con el azul infinito. Vi lo que Jorge me indicaba y sin saber qué decir me quedé callado, tal vez bebiendo con más ansia que la cerveza ese instante que no volvería jamás. Jorge rompió el silencio, me jaló un poco más hacia la izquierda e hizo un movimiento con su brazo derecho, un movimiento de abanico que quiso abarcar todo: "Este es mi jardín, profe", dijo y calló. Yo volví mi mirada hacia él y lo vi serio, más serio que jamás lo había visto en la vida, y supe que no era broma ni ocurrencia de bolo lo que me decía. Jorge sabía que lo que su vista abarcaba ¡era suyo! Pensé que Jorge era tan rico como mi tío Manuel Bermúdez, o más, sin necesidad de tener ningún título de propiedad. Yo no dije nada. Regresamos a la mesa y Jorge me sirvió otra cerveza y la tarde volvió a tomar su ritmo natural. Las carcajadas de todos volvieron a treparse a un árbol de durazno que estaba sembrado casi casi a la entrada de la casa.
Hoy, cuando, desde mi ventana, veo el jardín botánico de la Universidad orlado al fondo por la imagen del Popocatépetl cierro los ojos y pienso: "Este es mi jardín" y me acuerdo de mi amigo y de la maravillosa lección de vida que me dio.

NOTA: (LA FOTO LA TOMÉ PRESTADA DE LA PÁGINA ELECTRÓNICA DEL AYUNTAMIENTO DE COMITÁN).