Era una palabra que sonaba como un latigazo. Corté un pedazo de la nota en donde llevaba la cuenta de la mesa, y escribí la palabra: ¡CHASCAS! Era un latigazo.
El día que abandoné Barra Oxidada, Azucena abrió un veliz que conservaba debajo del camastro, sacó un libro que olía a viejo y me lo dio, ¡era un diccionario! Ya en el departamento quemé muchos papeles del inventario, porque tenían palabras que ya estaban incluidas en el diccionario.
Recuerdo mi emoción cuando un bebedor, con un puñetazo sobre la mesa, soltó la palabra ELÍXIR. Había dicho que el tequila era eso. La palabra tintineó en mis oídos y en mi corazón. Un día descubrí que esa palabra estaba en el diccionario, así que tomé el papel y lo quemé. Tener las mismas palabras en el diccionario y en el Inventario era como tener un álbum con figuritas repetidas.
La primera vez que encontré una palabra repetida (la palabra era ALBA y ésta se la había oído a un viejo pescador) cogí el papel, lo arrugué y lo tiré al cesto, pero me arrepentí al ver el papel arrugado. Arrugar la palabra había sido como enjaular un pájaro. Fui hasta el cesto y levanté el papel, lo puse en mi escritorio y lo alisé con mis manos. Esa noche anoté en mi diario algunas ideas en las que luego debía reflexionar: "La palabra hablada tiene más aliento que la palabra escrita. La palabra escrita es un cadáver que resucita hasta que alguien abre el libro".
Decidí que debía eliminar los papeles con un ritual: en el centro de una cubeta llena de agua colocaba el papel sobre una tabla empapada en alcohol, pronunciaba la palabra y le prendía fuego. Pensaba que así la palabra consumida abría un espacio para la llegada de otra palabra, tal vez una tan brillante como ¡CHASCAS!
(Continuará)