martes, 5 de octubre de 2021

CARTA A MARIANA, CON UNA CINTA SUCIA

Querida Mariana: ayer me sentí triste. Fue apenas un rato. No le di cuerda. Procuro que la tristeza no haga nido en mi árbol. ¿De dónde llegó esa víbora gris? Nunca supe. Mi día caminaba tranquilo, pero, sin darme cuenta, mi pie topó con una piedra. Esa piedra era la tristeza. Como si fuera de esas que ponen en los saunas subió la baba e inundó mi mente y mi corazón. Sentí una opresión, fue una cinta sucia que cubrió mi cielo. Pero, como digo, me sacudí esa niebla y jalé la luz. Mi camino se iluminó. Volví a tener sosiego, calma. ¿Cómo asomó ese rostro en mi ventana? No lo sé. Nunca lo sabré. Hay, como dice el poeta, heraldos negros que no se sabe de dónde llegan. Tal vez fue porque la pandemia nos oscureció la vida. Muchos amigos han fallecido, otros luchan contra el contagio. Tal vez fue porque ya no vuelan tantos papalotes en el cielo. O porque ayer mi Paty hizo cuentas y dijo que la Pigo, la perrita, tiene once años de vivir con nosotros. ¿Sabés que hay una tabla inexplicable que hace conversiones de edades y dice que un año de vida de un perrito es igual que siete años de un humano? Según esa tabla la Pigo tiene setenta y siete años. Tal vez eso fue el pie que hizo que tropezara. Yo estaba tranquilo, había cerrado un libro de Julio Cortázar que revisaba, cuando mi Paty me dijo lo que te conté. Yo llevo viviendo sesenta y cuatro años conmigo y de pronto llega una perrita que, según esas cuentas que no comprendo, ahora rebasa mi edad y tiene setenta y siete años. La Pigo ha vivido once años con nosotros. Es una perrita linda, frágil. Ella estaba acostumbrada a que mi Paty y yo salíamos de casa antes de las siete de la mañana para ir al trabajo de lunes a sábado. A esa hora, la Pigo entraba a la recámara de mi mamá y subía a la cama. La perrita estaba acostumbrada a recibirnos a las dos y media o cuarto para las tres de la tarde, hora de regreso del trabajo. Un día, la Pigo se sorprendió porque no salimos y al día siguiente tampoco lo hicimos y así, de día en día, llevamos confinados en casa más de dieciocho meses. Si a nosotros nos ha resultado difícil entender esta situación, vemos que la Pigo lleva dieciocho meses de confusión. Nos sigue a cada instante. Intuye, pensamos, que algo extraordinario sucede, pero no sabe qué. Bueno, nosotros tampoco sabemos bien a bien qué sucede. Todo es tan incierto. Tal vez me llegó esa niebla, porque un día antes había leído unas páginas tristes de “Canción de infancia”, novela de Le Clézio. En esas páginas que leí, Jean-Marie Gustave cuenta lo que vivió en la guerra, en Bretaña. En una línea, alguien dice, con nostalgia: “Un día pasará todo”. Apenas cuatro palabras que son como un abracadabra para la esperanza. Le Clézio habla de tiempos de la década del cuarenta del siglo XX, del tiempo de la gran guerra. En la década del siglo XXI, en medio de la pandemia, que ha trastocado la vida de todo el mundo, ese eco infinito aparece en medio de la montaña: “Un día pasará todo”, así como han pasado las epidemias y pandemias anteriores, así como han terminado las guerras. El día que la Pigo vea que mi Paty y yo abrimos la puerta de la recámara y la puerta de la cochera y regresamos a las dos y media sabrá que todo volvió a la normalidad. Sí, un día pasará todo. Repito lo que dijo Fito Páez, músico argentino: “Siempre que llovió ¡paró!” Un día pasará todo. Sí, pero ¿cuándo? Nadie lo sabe. Todo mundo lo pide, pero no todo mundo hace lo correcto para evitar la cadena de contagio. Posdata: no le di chance a la tristeza, así como hundió sus garras en mi cuerpo, así lo tomé de la cola y, aunque dolió, lo retiré de mi espíritu. Pronuncié las palabras mágicas y vi desaparecerla como arena en un reloj de grieta. La tristeza es lo más triste del mundo, hace que una cinta sucia amarre todos los objetos del entorno. Todo toma un color gris, gris oscuro, helado.