martes, 19 de diciembre de 2023

CARTA A MARIANA, CON CHIRIMÍA NATURAL

Querida Mariana: la chirimía es un instrumento musical propio de la región. La chirimía es un instrumento de viento. El otro día estuve en La Pila y sentí el abrazo del viento, en mi cuerpo y en mi espíritu. Ah, ¡el viento! El niño travieso que levanta faldas a las muchachas, veo a las chicas deteniendo, con ambas manos, la falda que abandona su inmovilidad y quiere volverse nube, ave. Las chicas pudorosas se cubren, aplanan la falda contra sus muslos. Ah, no dejan que la mano del viento haga la delicia que sintió Marilyn Monroe cuando se paró sobre el enrejado; no dejan que la culebrilla de viento acaricie sus piernas, sus muslos, sus entrepiernas; no dejan que el viento sea la cinta donde las humedades brinquen la cuerda. El viento, que es como una oración en medio del aire. El viento, que no sólo levanta faldas, también levanta techos, despeina palmeras y frondas, pone a bailar el polvo. Hay temporadas en Comitán que aparecen las llamadas “culebras de viento” (en otras regiones le llaman culebras de agua). Los comitecos las bautizaron como culebras de viento, porque los mayores fueron sabios, saben que el origen de esa culebra aparece cuando el Dios del Viento se divierte, quiere hacer desmadre, jugar al trompo con el aire. El Internet dice que la chirimía se adoptó en estas tierras a partir de la Colonia. ¿De verdad? A mí me da la impresión que es un instrumento inventado por los mayas, imitando el canto de los cenzontles, de las chachalacas, de los tapires. Pero la historia es la historia y contra ella no puede la niña intuitiva. A mí me encantan los instrumentos de viento, desde la sencilla hoja de árbol que se pone el artista frente a los labios y sopla, hasta el más selecto instrumento que, en una sala de concierto, produce el sonido con la simple modulación del aire. Estuve en La Pila una mañana fresca, casi fría, con una ligera llovizna. Vos sabés que no me gusta mojarme; no obstante, esa mañana bajé de mi auto, como si fuese un autómata, porque el viento corría como niña alegre, divertida. Me paré frente a los chorros de agua y disfruté la carrera del viento, sus saltos de viejo entretenido. Las frondas de los árboles se mecían de un lado a otro, como si estuviesen trepadas en un columpio y fueran mecidas con un movimiento rotundo. Ya viste que la casa donde antes se hacían los bailes de feria ya se quedó sin copete, ya no tiene techo. En la parte superior de la fachada ha crecido la maleza (seca en la temporada de frío), pero al fondo, con un escenario lleno de verdes, una serie de higueras bailaba una polka, unos pasos a la derecha y otros a la izquierda. Ah, qué divertidas, incansables. Lo mismo sucedía con los tulipanes (ocho) y con dos laureles y la enormísima ceiba (árbol sagrado de los mayas). No era sólo el movimiento, era lo que el viento provocaba en medio del aire: el sonido, un sonido como de una inmensa chirimía. No podía quedarme adentro del auto, bajé, cerré los ojos y disfruté de ese concierto. Jamás la Ollin Yoliztli recibió tales acordes, tales sonidos de gruta a mitad del cielo; esto sólo se da en instantes en la cañada sagrada de La Pila, en la antesala del bendito templo de Tata Lampo. Conté ocho tulipanes y agregué la ceiba para obtener el mágico número 9, el prodigioso nueve de Balún Canán. Los demás árboles son invitados a la fiesta permanente. Posdata: en los chorros había una camioneta con un hombre. El hombre (qué pericia) tenía amarrados dos enormes tambos en la cabecera de la góndola. Bajó cuatro botes (de esos de pintura, de 19 litros) y una manguera transparente. Colocó la manguera en uno de los chorros, detuvo la manguera con una piedra al final de la caña de cemento y, como hacen los que se quedan sin gasolina, succionó por la manguera. ¡Milagro de la física! Las demás cañas se secaron y sólo la de la manguera tuvo un generoso chorro de agua. El hombre llenó un bote y luego otro y otro y otro. En uno de los tambos tenía enchufado la mitad de un garrafón que le sirvió como embudo. Llenó doce botes, con ello llenó su tambo y luego hizo lo mismo con el otro. Según mis cuentas de sexto de primaria, en cada tambo tuvo ciento diez litros, para dar un total de 220 litros para llevar a casa. Pensé que el hombre continúa con la tradición de los burreros de los años sesenta del siglo XX. Ahora, la física estuvo de su lado y la tecnología también, porque en lugar de burros llevó el agua con una camioneta. Vi que después de llenar los tambos, llenó los botes. Me dijo que en el trayecto algo se pierde, pero cada bote significa diez litros adicionales. Digo que el viento y el aire llenaron los pulmones de mi espíritu esa mañana fría. El hombre, también usó el viento. Se puso entre los labios la manguera, como si fuera una chirimía, y en lugar de aventar aire ¡succionó!, y el agua hizo ya la bendición del sonido espectacular al llenar un bote de plástico. ¡Tzatz Comitán!