sábado, 23 de diciembre de 2023

CARTA A MARIANA, CON UN TOQUIDO

Querida Mariana: los que saben dicen que Rosario Castellanos, en su novela “Balún Canán”, comparte un juego que era tradicional en el pueblo y que se llamaba “Colores”. No sé si vos sabés cómo va el juego. Rosario cuenta que uno de los jugadores era el “ángel de la bola de oro”, mientras que otro representaba al “diablo de las siete cuerdas”, mientras los demás niños elegían el color que los identificaría. Pucha, apenas he escrito un ligero detalle del juego y ya tenemos muchos elementos para comentar, comenzando con el ángel de la bola de oro, que el malcriado de Antolino pluralizaba la palabra bola, convirtiendo algo sencillo e inocente en algo prosaico. ¿Por qué diablo de las siete cuerdas? ¿Qué simbología tenía el número siete? A mí siempre me fascinó la idea de que alguien eligiera un color que lo representara. La simple elección era todo un catálogo de personalidad. Por ahí vos y yo hemos leído la novelita del famoso Murakami que se llama “Los años de peregrinación del chico sin color”. Si este compa hubiese estado en Comitán no habría participado en el juego de Colores, habría sido como un chico invisible. En fin, muchos niños y niñas de los años sesenta jugaron “Colores”, y, por supuesto, Rosario lo jugó en los años treinta. El juego era sencillo, pero dentro de su sencillez estaba encerrado algo dramático, porque el juego iniciaba con el sonido de un toquido: “toc, toc”, los niños con color preguntaban: ¿quién es?, y el del toquido respondía: el diablo de las siete cuerdas. Ay, nanita. Nadie quería irse con ese ser maligno. Pero el juego seguía con la pregunta, ya con voz temerosa: qué quería. Y el cabrón diablo respondía: ¡un color! ¿Qué color?, preguntaban los colores, rogando a Dios que no dijera el color que ellos tenían. El diablo de las siete cuerdas decía un color y el niño o niña que había elegido ese color caminaba y se ponía detrás de él. Luego le tocaba al ángel de las bolas de oro, ay, perdón, de la bola de oro y hacía lo mismo: toc, toc y el color elegido se paraba detrás de él. Los que saben dicen que había diferentes versiones del juego, en algunos lugares se llamaba frutas u objetos. Entonces los niños, en lugar de ser amarillo, rojo, negro o azul, eran naranja, aguacate, lima, uva; o cuando eran objetos podían ser peine, radio, cuchara, pelota. En estos tiempos en el caso de objetos podrían ser celular, videojuego o dildo (¡niño, qué malcriado!). Todo era un juego. El juego iniciaba con un ¡toc, toc!; es decir, la representación del bien y del mal llegaban ante una puerta imaginaria y tocaban: ¡toc, toc! La capacidad de juego es maravillosa. No había puerta, no había necesidad, porque la imaginación daba para construir una puerta y mucho más. ¿Qué sucedía con el niño que representaba al bien: al ángel de la bola de oro? ¿Qué sucedía con el otro, con el que representaba al mal: el diablo de las siete cuerdas? ¿Y qué pasaba con los que se iban con el ángel y con los que les tocaba el diablo? Dios es generoso, a mí siempre me tocó ir a la fila del ángel, tal vez porque me iluminó. Yo siempre elegía el color blanco, pensaba que, por lógica, el diablo no pronunciaría el color blanco. ¡La lógica siempre funcionó! El diablo de las siete cuerdas, el cabrón, siempre decía los colores tétricos o argüenderos: negro, rojo, amarillo, los colores que la memoria colectiva relaciona con la cueva del maligno. El blanco siempre ha estado relacionado con el ángel, así que a mí me tocó estar del lado del bien. Toda mi vida he sido muy impresionable, a mí, en la infancia, me provocaba temor la sola mención del chamuco; me daba miedo pasar por la imagen religiosa donde aparecía el infierno, con los diablos y sus tridentes y las lenguas de fuego que consumían eternamente a los que se habían portado mal en la tierra, ahí, en calderos, se tatemaban los fieles infieles. ¿Por qué no se achicharraban como la piel de cerdo? ¿Por qué permanecían asándose eternamente? Las imágenes del mal (ahora sé que las usan para sembrar terror) eran apocalípticas y sembraban miedo. Nunca vi una imagen del cielo donde los bien portados estuvieran gozando de las delicias de la casa de Dios. ¿En dónde estaban los buenos? Sólo imágenes maléficas del infierno aparecían en los libros de religión. ¡Toc, toc! El diablo y el ángel se paraban a mitad del patio de la casa, levantaban la mano derecha y golpeaban el aire, nosotros sabíamos que estábamos en casa, pero la casa no era resguardo, porque cuando ellos tocaban la puerta imaginaria, uno de nosotros, ¡el más valiente!, extendía la mano derecha, movía el pomo de la puerta imaginaria, ¡y abría! Frente a él aparecía el cabrón diablo (nunca supe por qué él tocaba primero) y se daba el diálogo que apunté líneas arriba, el tipo decía el nombre de un color y el niño o niña que había elegido ese color aparecía detrás de un compañero y, casi temblando, caminaba para colocarse detrás del demonio. Era un juego, todos los niños comitecos lo jugaban, reían, temblaban. Pero, como siempre, el juego terminaba y todos regresábamos a casa. No quiero imaginar el terror que aparecía, como lija, en el cuerpo de aquellos niños y niñas que habían estado en la fila del diablo de las siete cuerdas, al llegar a la casa de noche, al caminar por los corredores oscuros, donde los árboles aventaban sus sombras malignas sobre las paredes, moviendo sus ramas como manos monstruosas. El niño había estado en la fila de los malignos, era ya parte del grupo de malos, del grupo donde los cuerpos (así se veía en las imágenes) se achicharran en calderos hirvientes por toda la eternidad. Quien creó el juego supo que detrás de la puerta siempre está la incógnita. Cuando estás en casa leyendo o viendo una película o platicando con tu novio, hay un instante que todo se fragmenta, cuando tu mamá te llama o cuando suena el celular o cuando, ¡oh, Dios mío!, cuando tocan a la puerta. Por fortuna, en este tiempo hay cámaras de vigilancia y sabés quién toca: el del agua, los testigos de Jehová, la vendedora de Avón, el que entrega el recibo de la luz… ¿Pero qué sucedía en el Comitán de los años sesenta? Bueno, en ese tiempo, las puertas de casa permanecían abiertas, porque la delincuencia no era cosa de todos los días, ni de todas las horas, como es ahora. Pero, llegaba la hora donde la vida exigía cerrar puertas y la gente se asomaba por un ventanillo. ¡Toc, toc! El diablo, cuentan, sigue apareciendo. A veces es lobo con piel de oveja. Cuentan que muchos delincuentes se visten con uniformes de alguna institución pública, tocan en la puerta y comentan que deben ingresar para checar las instalaciones. Algunas personas les permiten el acceso y ahí les roban sus pertenencias. Siempre ha existido el mal y el bien detrás de la puerta. No siempre se tiene la capacidad de identificar al ángel o al diablo de las siete cuerdas. Hay millones de historias que cuentan cómo alguien le abrió la puerta a otro, creyendo que le abría la puerta al ángel, y en poco tiempo se dio cuenta (ya muy tarde) que, en realidad, le había dado acceso al demonio de las siete cuerdas. Yo vi, en el juego de niño, que había compañeros que pedían con emoción representar al diablo de las siete cuerdas. Nunca me habría prestado a eso, porque me conozco, soy muy impresionable, no habría dormido en muchas noches, habría ido al otro día a pedir al sacerdote católico que me hiciera un exorcismo para quitarme el chamuco. Hoy, los niños ya no juegan el juego de “Colores”. Los video juegos no dan tiempo, la sociedad ya no permite la convivencia de antes. Además, no todo mundo toca las puertas como lo hacíamos en los años sesenta, nosotros tocábamos la puerta con la mano, con el puño: ¡toc, toc!, o usábamos los “llamadores”, unas maravillosas manitas de bronce. Ahora, con el dedo índice, tocamos el timbre o lo hacemos en forma más práctica cuando llegamos a casa de un amigo, le hablamos por celular: ¡ya estoy acá!, o simplemente nos paramos frente a la puerta y vemos hacia la cámara, para que quien está adentro nos vea en la pantalla y nos reconozca, accione el interruptor y la puerta se abra en forma automática. Posdata: el mundo es otro. En apenas cincuenta años, el mundo ha cambiado mucho. Pero hay esencias que no se han modificado, el ángel sigue en algunos espacios (por fortuna) y el diablo de las siete cuerdas está en cada esquina, cada vez jala más gente, porque muchas personas eligen colores relacionados con el mal: negro, gris, rojo. El mundo del bien y del mal sigue tocando la puerta: ¡toc, toc! El gran misterio detrás de cada puerta. ¡Tzatz Comitán!