miércoles, 3 de enero de 2024
CAMINATA AL AMANECER
¿Adónde iba el tío Camilo todas las mañanas?
Iba al panteón.
Se levantaba a las cinco, salía al patio a orinar, luego se vestía, tomaba la chamarra de cuero y salía con rumbo al panteón.
Se topaba en el camino con mujeres que iban a misa, al mercado; muchachos con mochilas, haciendo llamadas por celular.
Los autos que pasaban lo hacían en forma veloz, los automovilistas siempre llevan prisa, van retrasados a lo que sea, el trabajo, una cita amorosa (sí, hay hombres y mujeres que se citan muy temprano).
Disfrutaba la caminata que hacía a buen paso.
Muchos lo saludaban: buen día, Don Camilo. Que así sea, respondía él y agachaba la cabeza en señal de respeto.
Al llegar al panteón hallaba a algunas personas barriendo tumbas, colocando agua y flores en los floreros permanentes. Los saludos aparecían de nuevo.
Dos eran las presencias infaltables: él y Doña Amparito, quien, todas las mañanas llegaba a rezar ante la tumba de su esposo, a colocar flores frente a su fotografía, a ponerle (ahora con el celular) la canción de Pedro Infante que era su favorita.
“Deja que salga la luna / deja que se meta el sol…”
¿Visitaba alguna tumba?
No, tío Camilo caminaba por el pasillo central hasta llegar al fondo, donde estaba la pared limítrofe, la pared con ladrillo sin repellar.
Como si fuera un competidor olímpico (sin serlo, porque caminaba a paso cansino), extendía el brazo derecho y con las palmas de sus dedos tocaba la pared, daba media vuelta y hacía el recorrido de regreso para el desayuno en casa.
En su camino de regreso el movimiento de la ciudad se había intensificado.
El alboroto de los pájaros abandonando las frondas había sido sustituido por un concierto atroz de claxonazos, mentadas de madre, el ¡golpe, golpe! de los cargadores, las ofertas de los vendedores, desde el que ofrecía piña dulce hasta el que cargaba cubetas de plástico, de todos tamaños.
Empujaba la puerta de casa, entraba silbando (ya contagiado por la canción de Pedrito) y al sentarse cantaba en voz alta: “deja que salga la luna / deja que se meta el sol…”.
Ausencia, la sirvienta, le servía la taza con café caliente y el plato con huevos con chorizo, frijoles refritos, chiles pempenchile, queso de Ocosingo y una tostada de manteca.
El tío ponía la mano en la cintura de Ausencia y la bajaba por las nalgas.
Él, imitando la voz de Pedrito, decía: “acá está tu Tizoc, María”.
Ausencia, sin estar ausente, sonreía y, sin hacerlo a propósito, caminaba de regreso a la cocina, contoneándose como si fuera María Félix, pero no en la película Tizoc, sino en una calle de París.
Alguien, en una ocasión, le preguntó por qué iba al panteón, y tío Camilo dijo que le gustaba llegar a un lugar donde la gente reposaba en un ambiente lleno de vida, porque, dijo, el camposanto es como un jardín donde la vida vuela como mariposa.
Además, opinaba su compadre Joaquín, mi compa se fortalece al regresar vivo del panteón.
Cuando el tío Camilo murió, Ausencia cumplió su última voluntad, fue incinerado y sus cenizas las regaron en un árbol sembrado junto a la tumba del esposo de Doña Amparito.
Así aseguró que, mientras la viuda viviera, todas las mañanas escucharía la canción de Pedrito, que ya también se había vuelto su favorita.