jueves, 1 de febrero de 2024

CARTA A MARIANA, CON UNA CASA

Querida Mariana: ayer recordé la casa de los abuelos maternos de mi amigo Jorge Pérez. Estaba en la avenida Cuauhtémoc, en la Ciudad de México. ¿Qué colonia? No lo sé bien. Tal vez era la Narvarte o la del Valle. No lo sé. Cerca estuvo la casa de Doña Rome, la casa de huéspedes donde vivieron muchos estudiantes comitecos, digo cerca, porque las distancias en aquella ciudad son enormes, así que, digamos, estaban por el rumbo y podía llegarse caminando de un lugar a otro. Jorge también fue huésped en casa de sus abuelos, ahí lo recibieron, y ahí nos recibía a los de la palomilla que también estábamos radicando en el entonces Distrito Federal: Quique, Miguel y yo. Ayer recordé la casa, porque el otro día platiqué con mi amigo el arquitecto José Alberto y él me dijo que, en efecto, el balcón en una residencia es un elemento arquitectónico de excelencia, en tiempo de pandemia el balcón se volvió una ventana que permitía respirar con la mirada. Quienes permanecieron en encierro durante la pandemia y no tuvieron más horizonte que las paredes se estresaron más que aquéllos que salían al balcón y lograban ver, a distancia, lo que sucedía en la calle. En encierro siempre pensé en la casa donde vivió mi amiga Eva Morante, en los años setenta, casa que fue de Don Enrique Trujillo, papá de Doña Olguita, y que está a una cuadra del templo de Santo Domingo. Ese balcón es grande, generoso, lleno de luz y de aire. El balcón de la casa de los abuelos de Jorge no era tan generoso en amplitud, pero sí era generoso a la hora de recibir la luz de la avenida Cuauhtémoc. En varias ocasiones estuvimos en casa de los abuelos de Jorge todos lo de la palomilla. En fines de semana, cuando sus abuelos iban a la casa que tenían en Cuernavaca, llegábamos a echar traguito; cuando los abuelos se quedaban en su residencia de avenida Cuauhtémoc, Jorge pedía las llaves de la casa de Cuernavaca e íbamos a echar traguito, botados al lado de la alberca, recibiendo el bendito clima de aquella ciudad que, decíamos, se parecía mucho al de nuestro pueblo. Pero, en dos o tres ocasiones fui solo a casa de los abuelos de Jorge, caminaba desde la calle Campeche, en la colonia Roma, donde vivía en un departamento de mis primos Alfredo y Adrián Bermúdez. Ayer recordé una ocasión especial. Llegué a la casa, saludé a su abuelo, Don César Caralampio (siempre escondía el nombre de Caralampio detrás de una intrigante C), caminé en medio de muebles de baño y losetas (ese era su negocio) y subí los peldaños de una escalinata fastuosa. Esa escalinata sólo la había visto en películas mexicanas, en residencias lujosas. Recuerdo que era amplísima, y daba vuelta hasta llegar al segundo piso donde estaban las habitaciones. El cuarto asignado a Jorge daba a la avenida y tenía un balcón. Era un lujo que él gozara de ese privilegio, le bastaba asomarse para ver las palmeras del camellón y el tránsito de vehículos y de personas de un lado a otro. La síntesis de un México tumultuoso lo tenía al alcance de la mano. Jorge me recibió, estaba hincado, cortaba una cartulina ilustración, hacía un trabajo para la escuela, estaba inscrito en la carrera de arquitectura, en unidad Azcapotzalco, de la UAM. Fuimos alumnos fundadores de la UAM, ni él ni yo nos titulamos ahí. Me asomé al balcón y vi la majestuosa avenida Cuauhtémoc, verla desde arriba me dio una perspectiva diferente, no estaba a ras de piso, estaba por encima. Jorge me dio una tijera y me preguntó: ¿sabés cortar?, dije que sí, que había pasado con diez la materia de manualidades en el kínder, él rio y me dio unos papeles donde había dibujado figuras geométricas, me senté sobre el barandal del balcón y, con mucho cuidado, recorté las figuras. Jorge tomó un disco, lo colocó en el tocadiscos portátil, color rojo y, por primera vez, y para siempre, escuché “Tin man”, con el grupo América, era uno de los éxitos del año, “sometimes late when things are real…”, todo era muy real, todo era un sueño incumplido, el horizonte abría sus manos de tierra y esperaba abrazarnos, era el año 1974, habíamos dejado temporalmente Comitán, vivíamos en la gran ciudad. Estuve seguro que la emisora local, la XEUI, no tocaba Tin man, ¡no!, me sentí importante, parte de otro mundo. No sabía que luego, poco a poco, la nostalgia sería compañera eterna y cada vez más extrañaría a mi pueblo, la pequeña comunidad que nos esperaba, que siempre nos ha esperado. Posdata: en 1974, gracias a mi amigo Jorge, me convertí en un émulo de Cristóbal Colón, no sólo descubrí la Ciudad de México, sino fui descubridor de América, desde el torreón de la casa de sus abuelos. ¡Tzatz Comitán!