viernes, 4 de diciembre de 2009

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO BALCÓN TIENE ALGO DE AVE



Querida Mariana: ¿Te gustan los balcones?
A veces entro al Internet y busco imágenes de balcones. Me encantan los balcones peruanos, son como filigranas de madera y cristal cortado.
La puerta es como la boca de la casa y las ventanas son como sus ojos coquetos. ¿Qué son los balcones en el rostro limpio de la casa? ¿Son como esos hoyitos que se forman al lado de los labios de las niñas bonitas cuando ríen? ¿O son, acaso, algo que tiene que ver con el espíritu concentrado en el patio?
No todos los pueblos del mundo tienen balcones. En Comitán ¡sí tenemos! Por esto, los comitecos crecemos viendo esos como nidos de pájaros adosados a las fachadas de nuestras casas; por esto nuestra personalidad tiene algo de voyerista.
Nuestros balcones están hechos con hierro forjado o maderas preciosas (en casas de ricos) o con madera de pino (en casas más modestas). Me gustan los balcones modestos. La mayoría ya perdió la simetría entre sus barrotes. Algunos están quebrados, por el vendaval de una mano de comiteco jodón o por la sierra de la polilla. Me gustan estos balcones porque son como la boca de mi tía Eduviges cuando se carcajea por algo gracioso que digo.
Los barrotes de los balcones comitecos ayudaban a los niños de mis tiempos a mirar el interior de las casas (las ventanas son envidiosas. Los niños deben brincar como canguros enanos y la visión tarda el tiempo que ellos tardan suspendidos en el aire; es decir, un segundo).
A mí no me interesaba curiosear en los interiores de las salas o de los cuartos, a mí me gustaba columpiarme para convertirme en Tarzán (el cabrón del Mario decía que más bien “en Chita”).
El ritual era más o menos sencillo. Alzaba mis brazos y, con mis manos, cogía barrotes equidistantes (en ese momento convertidos ya en lianas de alguna Selva Africana); luego, subía ambos pies a la pared (y, bueno, hay que admitir que Mario no estaba muy lejano de la imagen real). En este momento iniciaba la verdadera aventura, porque al estar colgado así imaginaba estar suspendido de la rama enorme de un árbol que, como un puente inacabado, se tendía sobre un río infestado de cocodrilos gigantes que abrían sus fauces queriendo tragarme.
Mi juego tardaba el tiempo que mis fuerzas alcanzaban (no más de un minuto). Ponía mis pies en la banqueta y soltaba los barrotes. ¡Ahí acaba el juego! Yo me sentía realizado. Esto era como si hubiese yo logrado subir al Everest.
Mario siempre se burlaba de mí. Decía que mis juegos eran tontos (lo decía con otra palabra). Por esto, cuando lo invitaba a jugar a la casa casi nunca aceptaba.
Desde entonces, los balcones son, para mí, puertas a la imaginación.
Cuando alguien observa la calle desde un balcón lo veo como si estuviera en el cabús de un tren, o en la proa de un yate, o en la cabina de un Boeing y yo puedo convertirme en un revolucionario, en un delfín o en un ovni. El otro día supe que un ladrón en el vecindario había robado la “c” de un balcón por lo que al otro día éste amaneció siendo un simple balón, cuando los niños de la cuadra regresaron de la escuela “lo descolgaron” y jugaron una “cascarita”. En el espacio del balcón quedó algo como un hueco de esos que aparecen en las caras de los tuertos.
P.d. Hace cuatro días me paré en la banqueta frente a una casa con balcones, una que está a media cuadra del parque central. Estaba a punto de imaginar algún juego cuando decidí (por una vez en la vida) sofrenar a mi animal imaginativo. Por una vez en la vida quise estar en contacto con la realidad. El dueño de la casa se acercó al balcón, corrió la cortina y husmeó la calle. Yo bajé la mirada. Él abrió las puertas y colocó sus manos sobre el barandal. Levanté la mirada y lo saludé. El sonrió, me preguntó cómo estaba y yo dije que estaba bien. ¿Y Usted?, dije en reciprocidad. “¡Hace buen tiempo!”, gritó y se puso en cuclillas. Algo como una bandera blanca apareció en el fondo, era una parvada de palomas que pasó volando por encima de la cabeza de él. Las palomas formaron una figura de flecha a la hora que pasaron frente a mí. No pregunté qué misión iba a cumplir ese comando. El señor se paró y me dijo que, por favor, yo no abriera la boca para decir lo que había visto. Y yo sigo con la boca cerrada.