domingo, 6 de diciembre de 2009

MEMÍN PINGUÍN JUGABA EN "EL CALLEJÓN DEL SAPO"


En un cuento de Joyce aparece un callejón sin salida. Los tiempos han cambiado tanto que, incluso, los callejones ya no tienen la magia de antes.
Mis abuelos maternos vivían en la ciudad de México, en Tacubaya. Recuerdo un barrio donde los carros casi no pasaban. Al lado de la casa de mis abuelos había un callejón (éste sí tenía salida, pero yo nunca supe hacia donde conducía). El suelo era de tierra compactada y no medía más de tres metros de ancho, sin banquetas. Por ahí caminaban perros y personas. No recuerdo haber visto jamás un amontonamiento de basura; por el contrario, siempre olía a tierra mojada porque los vecinos del callejón lo barrían temprano.
Mis abuelos jamás me platicaron de algún atraco o un acto violento. El callejón era como una línea de luz.
Uno de los cuartos de la casa "daba" al callejón. Cuando me quedaba a dormir en casa de mis abuelos me tocaba dormir en ese cuarto. Los pasos de la gente se escuchaban con nitidez. Bueno, en realidad, todos los sonidos, incluso el del silencio, se escuchaban como si estuviesen sucediendo adentro de la casa.
Una vez desperté y vi que el cuarto estaba iluminado. Vencí los temores que siempre me acompañaron de niño, me levanté y fui a la ventana que abría al callejón. Hice un lado la cortina y una saeta de luz plateada recortó el piso del cuarto. Había luna llena. Aún no era tarde porque mucha gente caminaba por el callejón. Desde mi lugar de privilegio presencié ¡la vida! Unos niños jugaban algo tirados en el suelo, más allá una pareja platicaba y, cerca de la esquina, un grupo de personas cenaba tamales alrededor de una vaporera.
Recuerdo los sonidos del callejón y las luces. Las luces siempre estaban acompañadas de una cierta niebla. Ahora que escribo esto pienso que esta niebla debió provocarla la suciedad de los cristales. No recuerdo que mi abuelita haya limpiado alguna vez los cristales por fuera. Todas las mañanas se llenaban con el polvo que levantaba la gente al barrer.
Un día mis abuelos dejaron de vivir en la ciudad de México. Mi abuelo fue a vivir de manera permanente con uno de mis tíos a Baja California, y mi abuela se dedicó a estar "por temporadas" con los hijos y sobrinos. A mi casa llegaba dos o tres meses y yo disfrutaba mucho su permanencia. Mi abuela, adentro de su maleta, llevaba dos o tres velas, cada una de éstas la prendía al inicio del mes (mi mamá aún tiene esta costumbre). Si llevaba tres velas significaba que se quedaría en casa tres meses. A veces yo hacía trampa y le metía dos o tres velas más. Mi abuela descubría la trampa, sonreía y la aceptaba. ¡Se quedaba dos o tres meses más! Yo era feliz.
¿Quién sabe qué sucedió con la casa de Tacubaya? ¿Qué sucedió con el callejón? Tal vez los cristales de la ventana se llenaron de polvo hasta el grado de que se convirtieron en algo así como ladrillos y la ventana fue una pared.
Tal vez ahora ese barrio es un eje y encima del callejón pasa un "segundo piso".