miércoles, 16 de diciembre de 2009
LLAM - HADA
Sonó el teléfono. Dejé el libro de Vargas Llosa sobre el sofá y fui a contestar. “Buenos días, ¿es usted Alejandro Molinari?”, dijo una voz femenina, como de veintidós años, cabello oscuro, pechos generosos, falda negra con abertura en el lado derecho, piernas cruzadas y cigarrillo con filtro entre las manos. “Depende -respondí- si es para decirme que gané una camioneta todo terreno ¡no soy!”. La chica hizo una mueca, apagó el cigarrillo sobre el cenicero, colgó y siguió comiendo el sándwich de pollo que se preparó en su departamento antes de salir para el trabajo. Regresé a la lectura de la nueva novela de Adolfo Vargas Llosa.
Apenas me había sentado cuando volvió a sonar el teléfono. Pensé que era la misma chica del sándwich con pechugas generosas e ignoré la llamada. Seguí con la lectura. Sonó mi celular, lo busqué en la chamarra que había dejado sobre la silla cuando regresé del trabajo. Vi que era M (baste la inicial para no revelar identidades). “¿Por qué no me contestas? Te estoy marque y marque”, dijo, y guardó el silencio clásico en ella cuando quiere aparentar enojo. Yo aparenté tolerancia y le conté la historia de la pechugona. Ella, con la misma voz de abeja a punto de clavar el aguijón, me dijo: “¿Cómo es posible que no puedas diferenciar entre mi voz y la de una cualquiera?” y colgó. Como si fuese una fruta prohibida desgajó con coraje la hoja donde recién había escrito unos versos dedicados a mí. Aventó la hoja en el cesto de basura y luego, como si fuese una niña, la escupió.
Volvió a sonar el teléfono. Aventé el libro al suelo y corrí a contestar. Pensé que era M, pero ¡no! Era la chica del sándwich. “Buenos días, ¿es usted Alejandro Molinari?”. Decidí cambiar la estrategia y respondí: “Sí, yo soy, ¿en que puedo servirla?”. “Felicidades, don Alejandro. Le comunico que ha sido elegido para disfrutar de un viaje al Caribe todo pagado”, dijo ella, abrió una lata de pepsi y le metió un popote con franjas blancas y rojas.
Entonces le pregunté si veía el programa de Chabelo. Ella se sorprendió tantito, dejó el sándwich al lado de la computadora y tomó un sorbo de la pepsi. Le pregunté si no podía catafixiarme el premio. “Sucede que estoy recién operado y no puedo viajar”.
Expliqué que dos noches antes una compañera suya me había ofrecido un viaje al África, con todos los gastos pagados, pero decliné por aquello de que en plena sabana me topara con un león o con un ñu. “Su compañera -dije- fue muy amable y me catafixió el viaje por la novela Crónica de una vida anunciada, del escritor tuxtleco Adolfo Vargas”.
La niña de los pechos generosos volvió a poner el popote entre sus labios y dio otro sorbo al refresco. “No -me dijo- nosotros somos una empresa seria y no podemos modificar el premio. Debe entender que es usted un privilegiado. Únicamente dos chiapanecos, entre millones, obtuvieron este privilegio”.
Le pregunté el nombre del otro agraciado, pero la muchacha de ojos verdes pistache, mordió un lápiz (ya había terminado el sándwich) y me dijo: “No, cómo cree. Eso es un dato confidencial”.
Supuse que lo mismo repetía en cada llamada (imaginé que la pobre pechugona debía hacer cientos de llamadas al día, pobre). Decliné el ofrecimiento, agradecí y colgué.
Sonó mi celular. Era M. En cuanto contesté oí su voz, en el mismo tono de pantera a punto de desollar a una oveja: “Ni se te vaya ocurrir decirme que no, me acaban de hablar de una compañía de viajes diciéndome que nos ganamos (así me lo dijo) un viaje al África con todos los gastos pagados”. ¡Era demasiado! Fui discreto, ¡no le dije que no!, simplemente colgué. Retomé la lectura de la novela.
No está mal la novelilla de Adolfo. Cuenta la historia de una mujer que trabaja como telefonista en una empresa que defrauda a cientos de incautos con el manido cuento de que ganaron camionetas nuevas o viajes con todo pagado.