miércoles, 9 de diciembre de 2009

DIBUJO PARA TARDE LLUVIOSA



A veces pienso en el dibujo que dibujó Antoine de Saint-Exupèry, en “El Principito”. Los adultos no se asustaron al ver ese dibujo. “Es un simple sombrero”, dijeron. Pero no era un sombrero, era una serpiente boa que digería un elefante.
Estoy tranquilo en mi casa, dibujo el boceto para una cajita, la perrita duerme sobre el sofá y el gato lo hace sobre el toldo del carro, en la cochera. Mi mamá prepara las verduras al vapor; las nubes -como el gato- duermen por encima del techo de la casa. Todo es como una sábana armoniosa. Los ruidos están escondidos, por esto escucho el segundero del reloj. Oigo cómo una semilla se abre camino por en medio de la tierra, en una maceta del patio. ¡Un día de estos la semilla se convertirá en una flor! Las semillas son como esos gusanos horribles que luego se convierten en mariposas.
Pienso en la boa y en el elefante. Recuerdo que la boa tragó al elefante por completo. Lo jaló de la trompa y así, como si la boa fuese una de esas aspiradoras Koblenz, se lo tragó completo. Recuerdo que la trompa quedó en el extremo final de la boa, por esto cuando la serpiente quiere reptar hacia adelante y el elefante avanzar de frente no se mueven ni un centímetro. Si el elefante camina la serpiente se deja arrastrar y viceversa. Recuerdo que el elefante tiene una mirada nerviosa, como de canario enjaulado.
Yo no era adulto, pero cuando vi el dibujo de Antoine, por primera vez, tampoco me asusté. Se sabe que las serpientes viven de tragar animales y uno que otro humano. Los dentistas no me asustan, sé que su oficio es quitar muelas con instrumental de tortura.
Elijo un color para el boceto, a veces es rojo o amarillo. Cuando mojo el pincel en el agua, ahí es donde pienso en el dibujo de Antoine. Tal vez lo hago porque las serpientes tienen horma de manguera o porque la trompa del elefante tiene la misma horma (sólo que la manguera de la serpiente es como para jardín y la del elefante ¡para camión de bomberos!).
Recuerdo que la serpiente tiene una mirada de duda, como si pensara: “Ya me lo tragué, pero mi mamá nunca me explicó cuál era el siguiente paso”. La serpiente nunca imaginó que tragar un elefante es cosa seria.
Cuando pienso en el dibujo de Antoine sufro, tantito, pero sufro. Pobre boa. Qué incómodo para ella tener que vivir con un elefante en la panza. Entonces recuerdo la primera vez que fui a un circo y fui al patio donde estaban los elefantes. “¿Qué es eso?”, le pregunté a mi mamá y ella me dijo: “Es la popó de los elefantes”. Yo abrí los ojos, tal vez, como los abrió la serpiente cuando el elefante cagó una montaña de mierda por primera vez. Y digo primera vez porque ésta es la que nos impacta. Luego todo se convierte en costumbre.
Sufro por la boa y también sufro por el elefante. Tal vez sufro más por este último animal. Si bien es cierto que la piel de la boa se distendió hasta hacerse casi transparente, el elefante no mira por dónde camina. Hace tantos años que está enjaulado. Pienso: ¿cuántos años le quedarán de vida? ¿Su prodigiosa memoria lo auxiliará para encontrar el camino del cementerio de los elefantes?
Entonces elijo un color azul y pinto las plumas de un pájaro. Cuando hago esto recuerdo de nuevo el dibujo y pienso en la pobre boa. Si ya murió el elefante, ¿cómo le hace para irlo arrastrando?
Nunca me asustó ese dibujo, siempre lo vi con un aire de saudade, como armonía de una milonga, como patio de juegos sin niños, como una marimba en fiesta de pueblo lleno de polvo y tierra.