miércoles, 2 de diciembre de 2009

CONCIERTO PARA UNA SOLA VOZ



Me senté afuera del quirófano. Esperaría al doctor. Tomé un cuaderno y un lápiz, comencé a dibujar un boceto para una cajita. Dos niños jugaban en el patio del Sanatorio Fraternidad, de Comitán. En una esquina del patio hay un hermoso amontonamiento de muchas plantas. Ahí se entretienen las mariposas, los pájaros (Paty y yo vimos llegar uno de color tornasol y otro de color naranja) y -oh, maravilla de maravillas- un colibrí.
En ese pequeño espacio verde hay plantas que dan racimos de flores amarillas. Estas flores tienen mucha “miel”, por esto el colibrí mueve sus alas con tanta alegría; por esto el cielo sonríe más azul con esa viruela Van Gogh.
Terminé el apunte rápido del colibrí y dejé el cuaderno en la silla de junto. Levanté la vista y leí el letrero de: “Quirófano”. ¡Apareció el prodigio que siempre brinca entre los ladrillos en el instante menos pensado! ¡Oí un grillo! Eran las doce del día. No sé si estos animalitos tengan un horario -como sí lo tienen los gallos-, pero no creo que anden croando como diminutas ranas mágicas todo el día. Sin embargo, éste, a las doce del día, andaba entusiasmado aventándose todo un concierto de Brandemburgo. Me acerqué a la puerta y lo oí con más nitidez. Cantaba como si fueran las doce de la noche, porque el interior estaba oscuro.
Los humanos tenemos la capacidad de cantar a cualquier hora y en cualquier lugar (bueno, con la posible limitante de hacerlo con toda intensidad adentro de un templo vacío a las cuatro de la madrugada). Pero, ¿qué hacemos los humanos en espacios donde todo está oscuro? No sé qué hacen ustedes, pero yo ¡silbo! De niño silbaba, cuando salía de mi cuarto a la media noche, y caminaba por el corredor para ir a la cocina por un vaso con agua, por ejemplo. Era un silbido que apenas se escuchaba, era como una tira de viento rasgada por el temor de toparme con un fantasma o (¡peor!) con un “espíritu”. Nunca me dio por cantar a todo pulmón como sí lo hizo el grillito del quirófano. Debe ser que los grillos no conocen eso que nosotros llamamos temor.
A veces la vida nos manda por caminos que sólo son de una vía. No hay más que “apechugar”. Cuando, tres días más tarde, debí entrar al quirófano para que me operaran con una cirugía tradicional, quise silbar, tantito, pero quise silbar. Por fortuna, la presencia de los dos médicos ángeles que me operaron llenó de luz mis oscuridades. No me sentí como el niño que caminaba a medianoche; me sentí como el niño que salía al patio luminoso y abría los brazos para recibir la lluvia fina de gotas que salía de la manguera con que mi papá regaba las plantas, al mediodía.
Antes de que el médico anestesiólogo me pusiera a “dormir”, cerré tantito los ojos y me concentré en los sonidos más livianos, los que siempre están escondidos detrás de los sonidos estruendosos y ¡lo oí! Ahí, debajo de una mesa con instrumentos quirúrgicos, o debajo de un aparato para medir la frecuencia cardiaca, estaba el grillo del quirófano, como diciéndome que también en las oscuridades es posible cantar. Entonces boté mis ganas de silbar y navegué en su río armonioso. Algo como el Grillo Mayor del Universo estaba a mi lado. Yo, ni siquiera tenía por qué abrir la boca para cantar.