domingo, 14 de noviembre de 2021

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXXVIII)

Crecí en medio de flores, cajas de refrescos y cartones de cerveza; crecí al lado de muchos billetes que eran propiedad de los comitecos. La casa era grande, tenía un patio central, un sitio, cuatro corredores con pilares de madera (tal vez de cedro) y muchas habitaciones, varias de éstas tenían decenas de cajas de refrescos y cartones de cerveza. Mi papá era distribuidor de la Coca Cola y de la Cerveza Carta Blanca. Yo manejaba mi carro de pedales, color gris claro, casi casi como el que manejaba Santo, el Enmascarado de Plata. En mi recorrido veía flores a un lado y cajas y cajones en el otro lado. La venta de refrescos nos daba el sustento y las flores aliviaban el espíritu. La vida siempre es así. Lo importante, dicen los que saben, es hacer un balance preciso entre ambas sustancias. En la novela “Rayuela”, de Julio Cortázar, hay, entre muchas imágenes inolvidables, una que siempre me remite a mi infancia. En la novela, Horacio Oliveira, argentino que recién llega a Buenos Aires desde Francia, vive en un departamento frente al departamento de Manolo Traveler, quien es amigo de Horacio y radica en su país de origen. Para comunicarse, ambos tienden un tablón de una ventana a otra, que está por encima de la calle. Es una imagen surrealista. Siempre que la leo siento el vértigo que provoca la altura. Horacio necesita clavos, se los pide a Traveler y éste hace un atado para aventarlos y entre por la ventana. Al final deciden tender tablones que unen a la mitad para que una chica de nombre Talita se monte a caballo sobre el tablón y avance poco a poco para darle los clavos a Horacio. Al leer el capítulo siento el vacío y el riesgo de que los tablones no resistan el peso de Talita. Un lector racional sabe que la solución era más simple, bajar, cruzar la calle, tocar y recibir el paquete, pero esta racionalidad impide entrar al fantástico mundo de la literatura. Aunque, como han dicho algunos teóricos, la literatura tiene su mejor materia prima en la realidad, porque no sé qué pensarían los comitecos en los años sesenta cuando veían un camión de ocho toneladas estacionado frente a mi casa de infancia y advertían que los empleados tendían dos tablones que se sustentaban sobre la redila del camión por un lado y por el barandal del balcón por el otro lado. El barandal tenía la altura justa. Parecía que lo habían hecho a propósito para tal fin. El puente quedaba al aire sobre la banqueta, la persona que caminaba por ahí, lo hacía mientras un empleado pasaba, desde el camión, una caja de madera con veinticuatro refrescos mientras otro la recibía para colocarla en la bodega que estaba en ese cuarto que daba a la calle. Así hasta que el total de cajas pasaba de un lado a otro; al final el empleado de la bodega comenzaba a pasar las cajas con envases vacíos. Al final, el camión que había llegado con botellas llenas regresaba a Tuxtla con botellas vacías. Así cada semana. Nunca hubo una cinta de seguridad que impidiera el paso de peatones. En más de una ocasión vi a alguien caminar por esa banqueta, subir la mirada, ver lo que arriba pasaba y continuar con su caminata, pasando por debajo de ese riesgo latente. Nunca, gracias a Dios, sucedió un accidente, siempre estuvo la mano de Dios ayudando a pasar las cajas de los camiones a la bodega de casa. Esta práctica concluyó cuando nos pasamos a vivir a la casa que mandaron a construir mis papás. Ahí hubo una cochera amplia en largo y ancho. El camión con el producto entraba hasta el fondo, donde estaba instalada la bodega y el vaciado del camión era más seguro, por supuesto, menos literario. En estos tiempos ese puente por encima de los peatones sería prácticamente imposible. La autoridad de tránsito impediría que un camión se estacionara durante horas frente a la casa, en una calle central, y la autoridad de protección civil de inmediato evitaría que tal riesgo se presentara. Hablo de los años sesenta, la vida era más tranquila en Comitán. No obstante, cuando recuerdo la escena de “Rayuela” y la hago coincidir con mi experiencia, una culebrita fría recorre todo mi cuerpo. ¿Y si al pasar un peatón se hubiera quebrado el tablón y la caja llena de envases de cristal se hubiera ido al vacío cayendo sobre su cabeza?