viernes, 26 de noviembre de 2021
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA
Los elementos son sencillos: una división con tablas, una serie de piedras, un letrero y partes de una casita de muñecas.
Las tablas sirven como muro divisorio, entre un terreno particular y la calle. Hace años, en Comitán era común este tipo de división. La estructura era casi simple, un esqueleto con polines y travesaños donde se detenían las tablas. Acá, donde están los ojos de la madera (shubiques, se llaman en Comitán) se ve la serie de clavos que fijan la tabla sobre el travesaño. Hoy, los métodos constructivos han cambiado. Por lo regular, los muros divisorios los hacen con materiales más duraderos, que garanticen la seguridad del propietario. Antes, estos tablones indicaban que existía una propiedad privada y pocos, muy pocos, se atrevían a brincarlos. Ahora, la inseguridad, que llaman galopante, obliga a levantar muros divisorios con ladrillos, varillas y cemento. Las paredes que delimitan la propiedad privada y la calle son altísimas y, en muchas ocasiones, tienen remates de orugas con alambre de púas. Podría parecer un mero juego de palabras, pero ¡no!, hemos perdido ojos y con esa mirada hemos perdido texturas, imágenes y capacidad de imaginación, porque los niños de antes se paraban frente a una división de tablas y buscaban figuras. Cualquier lector puede ver acá, en la primera tabla el rostro de un animal con dos ojos y nariz elefantiásica; cualquiera ve, en el tablón de en medio, la figura de un mítico cíclope. Basta detenerse un instante para hallar las formas contenidas en las tablas. Ahora nadie se para frente a una pared para buscar imágenes, porque los muros “los aplanan”; es decir, todo lo hacen plano, sin formas, sin juegos de imaginación. Ahora vivimos en un mundo aplanado.
Otro elemento natural y modesto era la piedra. En el pueblo se construían muretes con piedras amontonadas, que eran un prodigio porque vencían la ley de gravedad. Sin hacer uso de alguna argamasa, los constructores encaramaban las piedras y hacían divisiones con alturas modestas, lo que permitía el paso de la mirada de quienes caminaban por la banqueta. Por el barrio de la Cruz Grande aún existen algunos sitios que tienen muretes con piedras, quien camina por ahí ve el interior del sitio: árboles y plantas. El Paraíso privado se convierte en espacio público para la mirada. Pero estos privilegios para los ojos cada vez son menos.
La nota importante de esta fotografía es el motivo central: la casita de plástico que sirve como escenografía para colocar un pedazo de cartón donde colocaron un plato con croquetas y un vaso de agua, para satisfacer el hambre y sed de algún perro callejero. La buena acción se reforzó con el letrero: “Mesa reservada”, igual que lo hacen en los grandes restaurantes del mundo.
Los perros callejeros que pasan por ahí y comen algunas croquetas y sacian su sed ¡no leen! No saben que ese espacio fue reservado especialmente para ellos, pero sí saben lo que significa el acto generoso de algunas manos humanas que pensaron en darles una caricia a través de croquetas y agua.
El letrero es para que lo lean los peatones que por ahí caminan, para que sepan que, como dicen los clásicos, hay pequeñas acciones que hacen la diferencia, que hacen más humano el mundo. Y esto que parecería contradictorio es cristalino: se logra ser más humano cuando volvemos la mirada hacia lo animal. A final de cuentas, todos los seres humanos también somos animales, con una diferencia, somos racionales. Bueno, hay humanos más irracionales que los propios animales.
La fotografía es muy sencilla en sus elementos, pero está llena de hilos de luz que permiten ver un bordado luminoso.
Hay una imagen llena de pasado, pero también de presente con guiños al futuro, porque en un mundo donde los valores esenciales se empolvan, da gusto ver un acto que es como una sonrisa. Acá hay una casita de plástico, con techo verde, que es un restaurante generoso para perros callejeros.