sábado, 27 de noviembre de 2021

CARTA A MARIANA, CON PALABRAS COMO DULCES

Querida Mariana: el tío Armando era amante de los libros, por lo tanto, de la palabra. En Comitán aún se escuchan anécdotas referentes al lenguaje. Se cuenta que el maestro Bernardo Villatoro era un exquisito hablante, empleaba términos selectos, que no eran de uso común. Hay algunas palabras que se llaman arcaísmos; es decir, palabras que envejecen con el paso del tiempo, se envejecen porque no son de uso diario. Así, por ejemplo, cuentan que el maestro Bernardo usaba la palabra céfiro. ¿Quién en estos tiempos emplea esa palabra para nombrar un viento suave? Imaginá a un compa que, en uno de los pasillos del parque, sintiera un vientecito agradable proveniente de la Ciénega y dijera: “¡Ah, hermoso céfiro!” Todo mundo lo vería raro. ¿Céfiro? ¡Qué mamila!, diría un chavo. Céfiro se volvió una palabra arcaica, se llenó de polvo. El gran poeta Amado Nervo usó la palabra céfiro en varios de sus poemas, porque en esos años, la palabra aún no estaba empolvada; al contrario, tenía un brillo especial, era palabra selecta. Hay un bello poema de Nervo que se llama “Los niños mártires de Chapultepec”, que es una oda para los Niños Héroes. Copio un fragmento para que nos deleitemos con el ritmo de las palabras poéticas y para que mirés cómo el poeta usó la palabra céfiro: “Descansa y que liricen tus hazañas las voces del terral en los palmares, y las voces del céfiro en las cañas, las voces del pinar en las montañas, y la voz de las ondas en los mares.” ¿Mirás? Un prodigio. El poeta le dice al mártir: descansá, y que canten tus glorias las voces en los palmares, en las montañas y en los mares. Está de lo que hablamos: del céfiro en las cañas. ¡Ah, qué belleza! Que la voz del viento suave, avanzando en medio del cañaveral, sea un canto en tu memoria. Nervo era un gran poeta. En cinco versos bien armados nos entrega una imagen portentosa. Cuando leemos la poesía del siglo XIX rescatamos piedras preciosas, es como si tomáramos un trapito de franela y volviéramos a darle brillo a esas palabras sonoras. El poeta Nervo se aventó una osadía al decir: que liricen tus hazañas. La lírica es un género literario que se emplea para transmitir emociones, Nervo lo volvió verbo y lo usó como sinónimo de elogiar, cantar, loar. Es lo que se llama una licencia poética, el autor se permite inventar palabras, lo hace no como mero divertimento, sino para ampliar la posibilidad de comunicación. El maestro Bernardo, distinguido lector, leyó, sin duda, poemas de Amado Nervo y paladeó esas palabras que hoy ya están empolvadas por el desuso. Estos tiempos son diferentes. La misma poesía se ha transformado. Antes se pensaba que había palabras que no eran para usarse en textos poéticos, hoy ¡no! Hoy, los poetas emplean todas las palabras contenidas en el diccionario, más todas las que no están incluidas en el diccionario, pero que son dulces al oído diario. Hay muchas palabras que son de nuevo cuño, que son inventadas. El lenguaje, a final de cuentas, también es un elemento para el juego, para la diversión, para formular nuevos sueños. Pero, los usuarios de las palabras no sólo debemos hacer caso a las novedosas, a las hijas del siglo XXI. Si acudimos al baúl de los abuelos hallaremos palabras hermosas, que tienen el brillo de los candiles antiguos, de las imágenes de tapetes, del aroma del incienso. ¿A poco no fue grato leer esos cinco versos del poema de Nervo? La palabra céfiro sonó lindo en nuestros oídos y fue un bálsamo en medio de tanta pobreza actual de lenguaje. Ya los expertos nos explicaron que, en la actualidad, nuestro itacate de palabras es pishcul. Y esto es así, porque los mayores hemos dejado de leerles cuentos a los nietos, de recitarles poemas. En el baúl de las palabras comitecas hay muchas que son hermosas, pero que, de igual manera, se han ido empolvando, porque ya no las usamos con frecuencia. Céfiro es una palabra que fue de uso general en toda Hispanoamérica y ahora ya no se emplea. Sería sensacional que los maestros, como mero juego verbal, dictaran en clase ese verso de Nervo: “…y las voces del céfiro en las cañas…” y que explicaran que céfiro significa viento suave. Niños, ¡cierren los ojos tantito!, y escuchen cómo pasa el viento por en medio de las cañas. ¿Ven, cómo se mueven las cañas? Es como si bailaran. ¿Escuchan lo que dice el viento? Y los niños dirían su experiencia. Al final de la actividad, el maestro diría que saquen los cuadernos y escriban un verso, sólo uno, donde, en lugar de viento usen la palabra céfiro, y luego las compartan en voz alta. ¿Lo imaginás? A la hora de la comida, el niño diría en la mesa que en la escuela aprendió una nueva palabra: ¡céfiro!, y el abuelo sonreiría porque esa palabra era un dulce que paladeaba en su boca en sus años de infancia y tal vez, digo que tal vez, contaría que en Comitán hubo un maestro que se llamó Bernardo Villatoro, maestro que usaba la palabra céfiro, la misma que usó el poeta Amado Nervo. Digo, querida niña, que en el baúl de palabras que usaban los abuelos comitecos hay piedritas brillantes, joyas lingüísticas. Su uso las desempolva, les vuelve a dar brillo y enriquece nuestro itacate lingüístico. Por ejemplo, antes, en nuestro pueblo, las personas usaban la palabra acolito, así sin tilde. La palabra que reconoce el diccionario es acólito. Hay una gran diferencia en sonoridad. En el caso de la palabra reconocida, la tilde se usa porque es una palabra esdrújula, en Comitán, sólo por sonoridad, la convertimos en palabra grave y su sonido se transformó radicalmente. A ver decí acólito y luego acolito. ¿Verdad que el sonido de la palabra comiteca suena más afectuosa? Va de acuerdo con el carácter del pueblo comiteco, que tiene al cariño como algo inherente a su personalidad. En mi infancia fui acolito, en el templo de Santo Domingo. Mis papás me llevaban a misa y en algún momento, mi papá (que era amigo de sacerdotes) me presentó con don Abelardo, que era el sacristán y el mandamás de los muchachos que ayudaban al sacerdote, y me incorporé al grupo de “acolitos”. En varias ocasiones pasé al fondo del altar, a través de una puertita, me puse la vestimenta clásica: con tela roja y blanca, y auxilié al sacerdote a la hora de la misa; en otras ocasiones (aún me causa nerviosismo el recordarlo) subí por la escalera de caracol y luego por una enormísima escalera de madera, toda tambaleante, al campanario para tocar una campana pequeña, desde ahí observé el centro desde la altura. Me gustaba ponerme la sotana y la túnica para auxiliar a los padrinos en los bautizos, porque al final de la ceremonia nos daban el tradicional “bolo”, que consistía en varias monedas. Nunca me quedé con un centavo de esos, mi parte se la daba al líder, no por presión de él, sino porque él lo necesitaba más que yo. Él no tenía papás, vivía a media cuadra del templo, con una familia que lo había recibido y le daba alojamiento, alimentos, vestido y lo mandaba a la escuela. Ahora es taxista. Crecí escuchando la palabra acolito. Así, sin tilde. Siempre me sonó cariñosa, como hasta la fecha. Los comitecos, con el simple desplazamiento de una tilde, le quitamos la cara seria a la palabra y le colocamos una sonrisa de hamaca, de aroma de tenocté. Hoy, querida mía, sólo como un ejercicio lingüístico, quise enviarte dos palabras que ya no son de uso común en este siglo XXI. Me metí al baúl de palabras añejas y las puse sobre la mesa. Si lo mirás bien, de vez en vez, compartiré este ejercicio con vos, porque es como hallar un espejo antiguo o una postal de inicios del siglo o un vestido que usó la abuela en su boda. Estas palabras tienen un cierto aroma a naftalina, pero cuando las oreamos retoman su aroma original. Me preguntás si ¿huelen las palabras? Por supuesto que sí, huelen a lo que nombran. La palabra chimbo huele a miel, la palabra caca huele a eso. Posdata: me despido. Ahora te invito a que digás la palabra sin tilde, a ver, decí; acolito. Suena en forma tierna, como si dijéramos atolito, atolito de granillo; como si dijéramos aguacatito, pozolito. Si digo aguacate suena como cate (la palabra cate nombra a un golpe. Decimos: le dieron cates, le dieron golpes), pero si digo aguacatito, todo suena más cariñoso, más comiteco. Nos dicen cositías, porque a todas las cosas las volvemos más afectuosas, les ponemos sonrisa de chulul, de algodón de París. El tío Armando paladeaba las palabras, hasta cuando decía malcriadezas, las decía con tanta emoción que parecía ser Moisés abriendo el mar para caminar con placidez.