viernes, 5 de noviembre de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN COLIBRÍ

Querida Mariana: mi mamá es un colibrí. A veces trabajo al lado de la ventana y siento su aleteo, se acerca a las flores de su pequeñísimo jardín y, en lugar de libar miel, siembra luz para las mariposas, gusanos y para los verdaderos colibríes. A veces, trabajo al lado de la ventana y llega un verdadero colibrí, mi emoción aletea también. Yo, que soy rostro de piedra sonrío, mi espíritu canta algo que es una plegaria de vida. El colibrí llega a chupar miel en las flores que sembró mi mamá. Mi mamá es una mujer sembradora. Siempre ha sembrado. Lo ha hecho conmigo que soy su hijo amado, pero lo ha hecho con más personas. El otro día vi el corto cinematográfico “Somos de la tierra”, de Zarape Films. Como sabés, este documental presenta la historia de indígenas guatemaltecos que, en los años ochenta, huyeron de la violencia de su país y se refugiaron en México. Recordé que a mi mamá le tocó ayudar a un grupo de refugiados guatemaltecos, porque ella era la presidente de las damas voluntarias de la Cruz Roja en Comitán. ¿Sería el mismo grupo de personas que aparece en el documental? No lo sé. Los refugiados que atendió mi mamá fueron concentrados en las Instalaciones de la Feria. Ese año, la feria se celebró en la colonia Miguel Alemán; ese año, mi mamá estuvo al lado de Rigoberta Menchú, la Premio Nobel de La Paz. Mi mamá, antes de la pandemia, acudía al Geriátrico para impartir clases de tejido. Quienes la conocen saben que desde los años sesenta hasta finales de los años noventa tuvo un negocio de venta de estambres, al principio en una esquina de la Manzana de la Discordia y, cuando derribaron la manzana, en el Pasaje Morales. Los estantes y el interior de los mostradores estaban llenos de colores. Algunas tardes las pasé en ambos locales, me gustaba pararme frente a los estantes y ver ese mapamundi colorido. Juro que me entraban ganas de bajar las bolsas para volverlas a acomodar en busca de armonía, porque a veces el color de la izquierda no armonizaba con el de la derecha, pero mi mamá se hubiese infartado. Ahí estaba un orden que ella y Florecita, su compañera en el trabajo, sabían de memoria; cuando llegaba una persona a comprar un Meta o un Cristal color rojo, sus manos sin ojos reconocían la querencia. Dije manos sin ojos, manos ciegas, pero hábiles, como lectoras en braille, a la hora de tejer chambritas, bolsas, suéteres, colchas. Mi mamá es una arañita, teje todas las tardes. No puedo imaginar el tamaño de la telaraña que ha tejido desde que tomó un par de agujas por primera vez. A veces, cuando hacía alguna travesura, ella levantaba una aguja y me reprendía, la aguja en lo alto era un preventivo, como si dijera: si no hacés caso ¡te golpearé! No, nunca lo habría hecho. Igual que lo fui para mi papá, soy la niña de los ojos de mi mamá. Ella siempre ha sembrado en el sitio de mi alma. Amorosa ha injertado begonias, porque sabe que me gusta comerlas, me encanta su sabor acidito; ha sembrado árboles de chulul, ah, qué sabor tan rico; árboles de tenocté, para alimentar la mirada; y árboles de jocote, para que el ánimo siempre esté trepado en las ramas de la esperanza. En la ciudad de Puebla vivimos en un departamento pequeño, llenó el pasillo con macetas y éstas las rellenó con mil plantas que dieron diez mil flores; cuando el pasillo ya era una pequeña selva donde apenas se podía pasar para prender el calentador, mi mamá gata subió a la azotea y, al lado de los lavaderos y los tinacos, llenó de macetas la jaula que nos correspondía para el secado de la ropa. Fue imagen surrealista: al lado de calzones aparecía la cara de un rosal o de un helecho. Mi mamá es una olla de barro, siempre llena de agua limpia y fresca; es una orquídea epífita que se sostiene en el aire para alimentarlo. Mi mamá es harina de mi costal, de mi costado izquierdo, ella llena mi mesa con pan. Mi mamá es una fiel creyente y todas las tardes saca la bolsa llena de oraciones y pide por sus más cercanos y luego extiende el aro para todo el mundo, porque ella lo dice a cada rato: el mundo está de cabeza. Cree con firmeza que sus oraciones pueden acomodar tantito el desviado eje terrestre. Cuando menos, el mundo íntimo sí se beneficia de su luz, camina sin tanto bache. Mi mamá ha vivido en casas enormes y en departamentos minúsculos. Ella no mide el terreno en acres, lo mide con la intensidad de su corazón. Su ley física y divina es la siguiente: a menor superficie de terreno mayor generosidad en cuidados. Mi mamá es un gusano, algún día (es inevitable) como todos los seres humanos se convertirá en crisálida para volverse mariposa, mariposa divina, infinita. Mi mamá siempre ha sembrado verde en el gris. ¿Es una gran artista plástica? ¡No! Ella no tiene nada plástico, es una gran artista natural. Posdata: en Comitán, como en todo el mundo, hay muchas mamás colibríes, mujeres pan, mujeres aire, vuelo, iluminación. Gracias a esos colibríes el mundo sigue siendo una burbuja apacible. ¡Que el universo sea pródigo en sus aleteos con ellas!