lunes, 15 de noviembre de 2021

POR EL CAMINO DE LA BELLEZA

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un clavo chueco, y mujeres que son como un cuadro sobre la pared. La mujer cuadro sobre la pared está llena de colores, su rostro es una mezcla de todos los artistas que en el mundo han sido. A veces, cuando está molesta tuerce la boca como un retrato de mujer pintado por Picasso; cuando está plena, su rostro asume la delicadeza de un paisaje de Monet; cuando está triste su mirada tiene el brillo de un claroscuro de Rembrandt; y cuando está contenta sus labios se abren como una sandía de Tamayo o como una manzana de Martha Chapa. A veces, cuando no cuida su dieta y no se levanta a correr en el deportivo, se ve al espejo y encuentra ciertos trazos oblongos de Rubens o de Botero. La mujer cuadro sobre la pared se sabe exquisita, creación divina. Posee la misma luz que emana del Louvre o del Guggenheim o del Museo de Arte Moderno, en Chapultepec. Tiene gusto sublime, escucha música de Mozart, acude al ballet, ve cine de Orson Wells y, cuando está con espíritu de hamaca, cintas de Woody Allen. ¿Lee? Por supuesto que sí. Lee revistas de arte y de diseño, descuelga nubes para el sueño y patina sobre patios escarchados. Ve televisión. Le encanta ver documentales donde el color es parte esencial de la trama; es decir, programas de cocina regional, de cultivo de malva, de novedades astronómicas o de ríos que se descuelgan en cascadas. Le encanta que la admiren, que los amantes expertos y los neófitos se paren frente a ella y descubran todas sus líneas, texturas y tonalidades; le gusta ser vista por los jóvenes, así ellos se acercan al misterio de la belleza. Es feliz cuando los niños se asombran ante su mirada y les provoca el mismo enamoramiento que tienen ante su maestra del jardín. Es una mujer total, completa, de espíritu holístico. Es mujer plena, poseedora de todos los dones de la humanidad: de la brisa, de la arena del mar, de la niebla del bosque, del cenzontle sobre la rama, de la nube posada sobre la cima de la montaña, del chocolate, de la vidriera llena de libros o de juguetes, de muñecas de porcelana. Su risa está llena de olanes, de imágenes religiosas, de oratorios, de hamacas, de camas donde la mamá lee cuentos a sus hijas o de camas donde los amantes descubren el aura del tiempo. Su mirada está llena de islas, de barcos sobre el mar, de banderas ondeando; sus muslos están llenos de viento, de hojas verdes, de caminos y sembradíos de maíz. Su vientre es un nacedero de agua limpia, de nido, de canto de tiuca, de vuelo de colibrí. La mujer cuadro sobre la pared es de la misma familia de la enredadera sobre la pared, de la teja sobre la techumbre, del foco que pende del cielo, de la estrella de la madrugada. Siempre, aunque no sea visible, lleva en la frente el letrero “No tocar”. Las obras de arte no deben tocarse ni con el pétalo de una rosa; pero cuando encuentra un amado que es fino, admirador del arte, deshace el letrero y pide, a gritos, que la bajen de la pared y la tiendan sobre una alfombra y le demuestren cómo el arte revitaliza la mano y la lengua y la mirada de quien admira lo excelso. Sí, ella está apenas un ladrillo debajo de la excelencia, sus ojos contienen todas las telarañas del asombro y de la albahaca. A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que diseñan las circunvoluciones del odio y mujeres que modelan las figuras que se llaman esperanza.