miércoles, 10 de noviembre de 2021

CARTA A MARIANA, CON GUSTOS DE ANCESTROS

Querida Mariana: ¿qué le gustaba comer a tu abuela Hermelinda? Mi sobrina Esther preparó el altar de muertos y me preguntó qué le gustaba comer a su abuelo Augusto. Pensé en muchas opciones, pero me decidí por algo sencillo. A Esther le dije que a mi papá le gustaba comer arroz un poco tatemado y frijoles fríos. Ayer desayuné un poco de frijoles revueltos con arroz quemadito. Sé que a muchos paladares exquisitos esta mezcla les resultará desagradable, pero a mí me supo a gloria. No sé por qué a mi papá le gustaban los frijoles fríos y el arroz un poco pasado de tueste. ¿Era recuerdo de su infancia, donde así le servían el plato? ¿O fue una manera de agradecer el esfuerzo culinario de mi mamá? Mi mamá es una exquisita cocinera, pero a veces encuentro que el arroz está pegado en el fondo de la olla. ¿Se le pasa la mano a mi mamá o lo hace así en memoria de mi padre? Lo cierto es que heredé ese gusto y gozo mucho ese arroz. Un amigo colombiano me dijo que en su país disfrutan la capa tostada del arroz. Es un guiso hecho a propósito. En casa, desde siempre, nunca tuvimos la costumbre de hacer el altar de muertos. La foto de mi papá aparece en el altar que hace mi hermana Esther o su nieta, del mismo nombre. Este año tuvo un plato con arroz tostado y frijol frío. Esto habla de la vida sencilla de don Augusto Molinari Bermúdez y de la forma en que honran a su memoria. Pensé que esta costumbre del altar privilegia la gastronomía, todo es pura comedera y bebedera. Los creadores de esta tradición olvidaron los demás elementos vitales. Tal vez algún día haga un altar para recordar a mi papá con elementos que fueron parte íntima de su vida. Todo mundo de México debería hacer altares donde haya alimentos, objetos y fotografías que ayuden a las almas a recuperar sus años de vida. Colocaré un disco de 78 revoluciones con música de acordeón francés; una bata de toalla, con franjas verticales en colores verde y blanco; una brocha y un depósito de cerámica para preparar espuma a la hora de rasurarse; un chaleco, tal vez en color azul; una camisa, cualquiera, pero arremangada; una semita de las que comía de niño, en San Cristóbal; una botella de Ron Bonampak; la mitad de un pan francés remojado en aceite de oliva y aderezado con anguilas españolas; un Volkswagen celeste, otro amarillo y uno más gris plateado; una guía de bolsillo para rezar el rosario; un rosario; las fotografías de sus hijos: Esther y Alejandro; fotos de sus nietos y bisnietos; un televisor para que vea telenovelas y los partidos de béisbol de las grandes ligas y de la liga mexicana; un par de zapatos cafés, ya usados, pero siempre limpios; un traje para las grandes ocasiones; revistas de Memín Pinguín; las cartas que le envió a mi madre cuando eran novios; árboles de eucalipto que sembró; fotografías del templo de San Agustín, del Colegio Mariano N. Ruiz, del padre Carlos J. Mandujano, del reconocimiento que recibió cuando entregó la Corresponsalía del Banco Nacional de México, de la placa que está en la delegación de la Cruz Roja, en Comitán; la foto del casamiento con mi mamá; la foto de su papá Angelo; la foto de su mamá María; dos dulcecitos que le encantaba comer: redonditos, con una pasa, con envoltura transparente; una corbatita de mosca que hacía con esas envolturas, mientras disfrutaba el dulce; muchas entradas para salas cinematográficas; tardes de peatón en su pueblo natal; la playa en Santa Rosalía, Baja California, y en Veracruz; vuelo en avioneta a Tuxtla; viaje en transbordador a La Paz, Baja California; cruce de río en Chicomuselo, con una camioneta cargada con cartones de cerveza; una papausa sobre la mesa del comedor; bolsas de estambre; hojas de triplay; libro de civismo para ser maestro sustituto en el Colegio durante dos o tres meses; un escapulario; una tarjeta sobre una suéter que diga la frase: “Ande yo contento, ríase la gente”; otra tarjeta que diga: “Ya nos llevó la tía de las muchachas”; y una última con la frase: “Puro fracaso ‘tamos mirando”, que la copio de uno de los discos picarescos de doña Lolita Albores; una mañana barriendo el frente de la casa; una tarde sentado en la cama; una noche saliendo del Cine Comitán llevando a su hijo Alejandro en brazos; un instante donde dice: “Siento que ya me voy a morir”; una lámpara sin aceite, con el pabilo apagado, para siempre. Posdata: coincido con el poeta Jaime Sabines cuando dice: “¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!” Ahora existe la costumbre también desagradable de guardar en cajas las cenizas. Hay una tendencia a encerrar los huesos o las cenizas, de meterlos en prisiones. ¿Por qué no incinerar los muertos y regar sus cenizas en la raíz de un árbol o a mitad de un bosque o a mitad de un lago, para que se reintegren libres al universo? Mi papá está enterrado en el panteón municipal de Comitán. Cuando es Día de Muertos, su hija y su nieta colocan su fotografía en su altar y le prenden una veladora. ¿Llegaría este año a comer su arroz tatemado y el frijol frío? Ayer, en su nombre, desayuné arroz tatemado revuelto con frijol, un poco como recordando la costumbre cubana de comer moros con cristianos.