miércoles, 17 de noviembre de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN SITIO PRODIGIOSO

Querida Mariana: esta fotografía es sensacional. Perdón, no tengo el dato del autor. Así recuerdo el templo de La Trinitaria a finales de los años setenta. Me encantan los templos con las fachadas neutras. Una vez fui a San José Coneta (que también es parte del municipio de La Trinitaria) y vi que el majestuoso templo no tiene pintura. No sé cómo fue la fachada original de esos maravillosos templos del siglo XVI, es tema para expertos, pero entiendo que no estaban pintados como ahora los pintan. El templo de Santo Domingo, también en los años setenta, tenía mucha semejanza con este fantástico templo de la Santísima Trinidad, su fachada era neutra. Cuando fui a finales de los años setenta hallé el centro de La Trinitaria como acá se ve. Lo primero que pensé fue lo que ya dije: el color neutro del templo coincidía con el templo del santo patrono de Comitán. Hoy, ambos templos están pintados con tonos ocres. Sin duda, hay alguna razón especial para que así sea. Lo segundo que pensé fue en la coincidencia de espacios del atrio de la Santísima Trinidad y de una lateral del templo de Guadalupe, en Comitán. Ambos espacios contaban con canchas de básquetbol. Las personas acudían para aventarse una cascarita. ¿Otra coincidencia? Bueno, el edificio pintado de verde y la casa en rosa desaparecieron en algún momento para construir lo que se llama Parque Hundido, igual que sucedió con las casas que existían en la llamada manzana de la discordia, que también sirvió para ampliar el parque central de Comitán. Digo que esta fotografía es sensacional porque nos entrega un hilo maravilloso de un pasado más o menos reciente y transformado. Así como en Comitán hay personas que recuerdan con nostalgia los locales que había en la manzana derruida, sin duda que en La Trinitaria también hay personas que recuerdan estas construcciones que marcaron su vida. En la película “La estrategia del caracol”, del gran cineasta colombiano Sergio Cabrera, un grupo de vecinos que será desalojado hace una “estrategia” para llevar puertas, ventanas, vigas, tramos de muros, sin que el dueño se dé cuenta. La película termina con la imagen del grupo de inquilinos y montones de los elementos constructivos rescatados, en lo alto de una montaña de su ciudad: Bogotá. Ahí levantarán la vecindad de nuevo, con los mismos materiales que tuvieron las habitaciones donde vivieron durante muchos años. El dueño de la casa original ni siquiera se queda con el cascarón, porque el broche de oro de la “estrategia” fue dinamitar la casa. Lo único que queda es el terreno. Alguien pregunta a los vecinos por qué hicieron eso y uno de ellos responde: por dignidad. La cinta es sensacional, es un canto a la vida, demuestra que los seres humanos estamos tocados con los espacios que habitamos. Cuando en los años noventa vivía en Puebla y viajaba en forma constante a la Ciudad de México, un sentimiento de desconsuelo me invadía al viajar en el autobús debajo de esas enormes serpientes de cemento que son puentes vehiculares y ahora oscurecen los espacios y jardines. Así era el centro de La Trinitaria en los años setenta. ¿Se ganó o se perdió? Se ganó un espacio libre, arbolado; se perdió un espacio que era referente para el carácter de quienes habitaron en ese tiempo. En toda transformación hay aspectos positivos y aspectos negativos. A cada instante perdemos y ganamos. En los años setenta, acá se ve, los autos se estacionaban en el atrio del templo. En Comitán sucedía lo mismo, muchos fieles llegaban y se estacionaban en batería frente al templo para ir a misa. Los templos mostraban fachadas neutras. ¿Ganamos con el color? ¿Qué perdimos? La mañana que fui a La Trinitaria di la vuelta al edificio verde y, casi enfrente del templo, me senté en una gradita y saqué la libreta de dibujo, lápices y goma de borrar; comencé a hacer un boceto de la fachada. Diez minutos después tres muchachitos trinitarenses estaban sentados a mi lado, viendo y comentando los trazos. Tal vez alguno de esos niños aún recuerda el instante. Fue un momento prodigioso, lleno de luz. El ritmo de La Trinitaria en ese momento era más sencillo, el día transcurría con la placidez que acá se observa: las personas que están sentadas en las bancas (tres debajo de la sombra del árbol y una frente a ellas) dejan que el día camine sin prisa. ¿Prisa? ¿Para lograr qué, para alcanzar qué? A mí me encanta La Trinitaria. Antes de la pandemia viajaba con frecuencia para caminarla, para bebérmela poco a poco. Iba a saludar a doña Margarita y compraba caramelos y en el súper del centro compraba chimbos riquísimos y me sentaba en una de las bancas del parque, procurando quedar casi en el mismo lugar donde estuve una mañana de los años setenta e hice un apunte de esta prodigiosa fachada y estuve rodeado de tres niños que, sorprendidos, emocionados, comentaban mis trazos.