lunes, 8 de noviembre de 2021

CARTA A MARIANA, CON BÚSQUEDAS INFINITAS

Querida Mariana: todas las personas olvidan. Los recuerdos están en la memoria, pero la memoria humana es frágil y traviesa: inventa. A veces busco recuerdos de mi infancia. ¿Qué objetos había en la sala, en la cocina, en la recámara? Son retazos los que aparecen. Si camino por la calle de mi casa y llego al parque central no logro ver lo que ahí existía, a pesar de que caminé por ahí muchas veces, solo o con amigos. Cuando no logro recuperar lo que busco me doy por vencido. Pienso: ¿para qué pierdo mi tiempo en esta búsqueda infructuosa? Pienso: es el tiempo presente lo que debo resguardar. Pero, mi mente es terca. Tal vez la tuya también. Cuando busco algo, a pesar de que trato de ignorarlo, instantes después regresa la necesidad. La nostalgia es un barco que regresa una y otra vez al puerto. Uno piensa que ya zozobró, que fue torpedeado y se hundió a mitad del mar, pero no es así. ¿Había algún objeto colgado en la pared de la sala? No recuerdo, la pared de mi recuerdo es una pared oscura, con dibujos hechos por la humedad. Si insisto, mi memoria, traviesa, juguetona, me envía a un recuerdo que sí tengo cercano: un juguete de metal, que es como un plato volador, con la superficie abombada de acrílico transparente que permite ver el interior. La panza de esa perinola enorme, trompo genial, tiene canicas y muchos agujeritos en la periferia. Mi tía Emelina, mi mamá, mi papá y yo estamos sentados sobre el piso de madera. Soy el encargado de llevar la contabilización del juego. En un cuaderno he dibujado tres líneas en forma vertical, en cada uno de los cuatro espacios definidos escribí: Papá, mamá, tía, yo. Ahí llevo la cuenta de los puntos. Le toca jugar a mi mamá. El plato volador está asentado en el piso, con sus cuatro patas. Mi mamá agarra el botón central y, con sus dedos, le da vuelta, el mecanismo acciona las canicas, rojas, azules, amarillas, verdes, blancas y negras. Las canicas salen empujadas hacia los extremos del plato volador, muchas quedan atrapadas en los huecos, las otras regresan al centro. El ruido de las canicas rodando sobre la superficie metálica no es desagradable. Todos lo disfrutamos. Trato de ver hacia la pared, insisto en ver lo que ahí tiene, pero no logro vislumbrar. Mi memoria me remite al cuaderno y al plato volador. Me toca contabilizar. Cada uno de los agujeritos tiene una escala de colores y valores. Si la canica tiene el color de la franja ganó diez puntos, a partir de ahí la valoración cambia. Si es verde la canica vale cinco, cuatro si es amarilla y así. El juego estimula la operación de la suma. Mi papá es buenísimo para hacer cuentas, debo demostrar que también soy listo y, mentalmente, hago la sumatoria: catorce más ocho, veintidós más cuatro, veintiséis… Parece que el juego de mi memoria es darme sólo lo que ella quiere. La memoria es una controladora; no permite que entremos a su bodega para sacar los elementos que están perfectamente colocados en sus estantes. ¡Todo está en la memoria! Incluso, quienes padecen Alzheimer tienen repletos sus estantes. Pero a las personas que padecen esta enfermedad les sucedió lo que cuenta Julio Cortázar en su cuento “Casa tomada”. Un grupo se va apoderando de espacios en la casa, el protagonista y su hermana se repliegan al frente de la casa y los otros cuartos quedan infranqueables. Ya no pueden pasar. Quienes padecen Alzheimer no tienen acceso a los estantes de su memoria, se quedan sentados en un solo cuarto, oscuro, húmedo, con paredes desnudas. Posdata: tal vez por esa resistencia, me encanta ver casas con paredes llenas de fotografías, carteles, dibujos, pinturas. Me disgustan las casas minimalistas. Disfruto las casas donde hay muchos objetos, flores, radios, cuadros, árboles, montañas, cielos, niños, abuelos, escaleras, pasadizos y túneles. Las memorias prodigiosas son casas plenas, llenas de nidos con polluelos. Intento recordar la sala de mi casa de infancia. ¿Había algo en la pared frente a la entrada que daba al corredor? Mi memoria no deja entrar a esa estancia. Es como una casa tomada. No sé si debo ser violento y patear las puertas y derribarlas y, como delincuente, entrar y bajar objetos de esos estantes que son míos, míos. ¿Por qué no entiende mi memoria que lo que resguarda, lo que le da sentido a su vida, es mi propiedad? ¡Qué absurdo!