martes, 4 de enero de 2022
CARTA A MARIANA, DESDE LA OFICINA (primera parte)
Querida Mariana: esta fotografía es de 2010. Estoy en mi oficina del Colegio Mariano N. Ruiz. Un espacio amplio, rodeado de libros y de chunches electrónicos para hacer el trabajo.
Ahora, te escribo desde casa, acá he improvisado una oficina para realizar trabajo virtual, desde la pandemia.
Vos también estás en casa, pero antes de la pandemia estuviste en la oficina haciendo tu trabajo del día a día, con tus tres compañeros de trabajo.
No sé en cuántas oficinas has laborado durante toda tu vida, yo he pasado por varias. En algunas he tenido compañeros con quienes he compartido espacio laboral, en otras he permanecido solo. No me preguntés cuál ha sido el espacio ideal, porque sabés que cada uno tiene sus ventajas y desventajas. La compañía es buena, pero (me conocés), la soledad tiene su encanto. Por experiencia propia reconozco que trabajo mejor cuando estoy solo, porque no hay interrupciones ni la tentación de ponerse a tijeretear honras ajenas. Cuando he estado solo en alguna oficina si de pronto aparece la asfixia que causa la separación, he abandonado la oficina y, sentado en alguna banca, he vivido la experiencia del contacto humano, viendo la gente caminando, trepando a los camiones urbanos, riendo, empujándose afectuosamente, corriendo, llevando globos en sus manos, comiendo nieve, cubriéndose con paraguas, brincando charcos, cubriéndose los ojos ante la avalancha de humo que suelta un autobús asmático.
¿Cuál fue la primera oficina en la que laboré? Fue el cuarto de una casa en la colonia Nápoles, a una cuadra de Insurgentes Sur, en la Ciudad de México, era finales de los años setenta. Como era una casa, la habían acondicionado para que funcionara como oficina, recuerdo que tenía un gran ventanal y un closet empotrado en la pared. En el closet guardábamos los trabajos que realizábamos tres dibujantes. Mis compañeros de trabajo eran arquitectos, yo era estudiante de arquitectura en la UVM. Cada uno de nosotros tenía un restirador, el espacio donde nos movíamos era reducido, debíamos tener mucho cuidado al caminar para no topetearnos con un restirador y perjudicar el trabajo delicado que hacíamos. La oficina nos servía también como restaurante, porque cuando teníamos encargos urgentes y nos quedábamos a trabajar toda la noche y parte de la madrugada me mandaban a comprar refrescos, papas fritas y hamburguesas para cenar. Retirábamos las láminas de uno de los restiradores y parados cenábamos. La convivencia (lo mirás) era estrecha, estrechísima, a veces agobiante, cuando me asfixiaba, tomaba un libro, decía que iba al sanitario, pero lo que hacía era bajar al jardín de la parte trasera y leer dos o tres páginas, recargado en un árbol que no sé de qué familia era pero daba unas flores color naranja bien bonitas.
Luego, ya en los años ochenta regresé a Comitán y trabajé con mi papá en la casa, por así decirlo heredé su oficina, que era un espacio de tres por cuatro, con una ventana grande que daba a la calle. Ahí dejé el restirador y tuve un escritorio metálico con una silla de madera con coderas. Me dedicaba a la venta de triplay, Romeo era un muchacho que me ayudaba a cargar las piezas en la camioneta de reparto o en los vehículos de los clientes, él permanecía en la bodega, por lo que la oficina era sólo para mí. Fue un espacio que disfruté mucho. Año y medio más tarde entré a laborar al glorioso Colegio Mariano N. Ruiz y después de un tiempo de impartir cátedra en secundaria, el padre Carlos, fundador de la institución, me nombró director de los tres niveles que en ese tiempo se impartían: preescolar, primaria y secundaria. Mi oficina fue la dirección general, un mítico espacio, que anteriormente fue ocupado por el padre Carlos y por el maestro Jorge Gordillo, de impecable y sobria belleza, con un amplio escritorio metálico, sillón acojinado y dos libreros metálicos con cristales. Ahí la dinámica se modificó, porque, por su esencia, la dirección siempre es visitada por padres de familia, personal académico o administrativo y alumnos, pero cuando llegaba a trabajar por las tardes no había nadie más.
Ahí comprendí que las oficinas tienen una dinámica especial y sonidos únicos. Por contraste, la oficina de la dirección del Colegio Mariano me aportó el sonido más armonioso en las tardes, ya que en las mañanas era un rebumbio, en las tardes el silencio parecía multiplicarse y creaba una atmósfera mágica. Esto lo han vivido los actores en los teatros al término de la función o los trabajadores de salas cinematográficas cuando ya los cinéfilos las han abandonado.
Posdata: ¿sigo contando mis ofiaventuras mañana? Gracias.