lunes, 7 de marzo de 2022

CARTA A MARIANA, CON LUGARES ENTRAÑABLES

Querida Mariana: todos tenemos patios que amamos. En esta fotografía está el patio central del glorioso Colegio Mariano N. Ruiz, en Comitán. Hay un ensayo de la banda oficial. Los patios poseen la característica de ser un espacio común. La gente que entra a tu casa llega al patio; los más cercanos pasan a la sala; y los íntimos pueden, incluso, entrar a tu recámara. El patio escolar tiene esa misma propiedad, pero acrecentada, porque es como el patio de la casa. Todos los alumnos lo consideran su patio, ahí se realizan los actos cívicos, se recibe a las autoridades educativas, a los personajes importantes. Recuerdo con emoción el día que el director de mi gloriosa Escuela Fray Matías de Córdova, donde estudié la primaria, nos presentó a José Castañeda Lince, quien fue Míster México. ¡Fue en el patio central! Ahí, sobre una tarima hecha para la ocasión, recibimos al campeón. Todos los chiquitíos estábamos frente al estrado, viendo, embobados, sorprendidos, al gran deportista. Pucha, tenía el mismo cuerpo de los atletas griegos que veíamos en los libros de texto. Aplausos, manifestaciones de júbilo. Éramos un grupo compacto de adoradores del cuerpo. Claro, recibimos las indicaciones que para tener un cuerpo armónico era necesaria la disciplina, una buena alimentación y muchos ejercicios. Yo, que era gordo, pensé que no era lo mío, a mí me encantaba desayunar chorizos, frijoles, muchas tortillas, chocolate con leche y pan, mucho pan de dulce; y, como Jaimito, el cartero, para evitar la fatiga no me gustaba hacer ejercicio. No obstante, sí me apuntaba en equipos de básquetbol, que jugaban, precisamente, en ese patio. El patio escolar es, sobre todo, espacio de convivencia, para correr detrás de una pelota, para jugar canicas, para jugar quemados, para saltar la cuerda, para, en una esquinita, jugar matatena. Todo mundo tiene recuerdos memorables de los patios, espacios donde la luz se prodiga. El patio de esta fotografía fue mi patio de secundaria. El primer día de clases ahí me formé al lado de quienes serían mis compañeros en el primer grado. El padre Carlos, director y fundador del Colegio, formó dos filas: una de mujeres y otra de varones. Dijo que nos colocáramos por estatura, los más bajitos al inicio y los más langaruzos al final. Cuando ya habíamos cumplido la orden, él pasó y, con su mano, como si fuera un rasero, midió que todo estuviera de acuerdo a la instrucción, tomó a alguien de los hombros y lo pasó para atrás, porque estaba un cachito más alto que el otro. Cuando quedamos como marimbita nos pasó al salón donde nos esperaban los pupitres. Pasaron las mujeres, las más bajitas quedaron en la primera fila, frente al estrado, el pizarrón y el escritorio del maestro. Todos fueron ocupando su lugar, un lugar que debíamos respetar durante todo el curso. Cuando pasó la última mujer, los hombres comenzamos a avanzar. Durante los seis años de la primaria había tenido dos patios escolares, el de los primeros años en el edificio viejo del barrio de Jesusito y luego el del nuevo edificio de la tercera calle norte poniente, donde se ubica actualmente. Cuando entré a la secundaria, los pocos alumnos que llegamos de otras primarias éramos inmigrantes en el nuevo Colegio, llegábamos a un territorio desconocido. Llegábamos de una escuela pública a un colegio particular. Los “de casa” nos veían como ahora muchos chiapanecos ven a los salvadoreños y haitianos. Pero ya dije que el patio posee la maravillosa capacidad de recibir a todos. Ese espacio es generoso, recibe a las personas con la misma dignidad con que recibe los rayos del sol, las líneas húmedas de la lluvia, las burbujas maravillosas del aire. A la hora del recreo todos salimos al parque de San Sebastián, que, en ese tiempo, era el patio mayor de los alumnos del Colegio, compramos gorditas en el local que tenían las madres del Niñito Fundador, refrescos en la tienda de doña Mariana. La mañana fue armoniosa. El día fue maravilloso. Así me recibió ese patio el primer día. Los patios tienen los brazos largos, son generosos, abrazan a todos, en sus alegrías y pesares. Los patios son como abuelos consentidores, ahí corren todos, se abrazan, se empujan, se disgustan y, a veces, se bronquean hasta que aparece un maestro y, con voz autoritaria, grita: ¡sepárense, basta! En este patio convivimos alumnos de primaria y de secundaria. Ahora sólo recibe a alumnos de primaria, porque el glorioso Colegio Mariano N. Ruiz ha crecido y los alumnos de secundaria reciben clases en el edificio de Los Sabinos, en otro patio monumental, majestuoso, lleno de vida. Posdata: a mí me encantan los patios. Disfruto mucho los patios de las casas de los amigos. Mi espíritu escudriñador me impulsa a conocer los demás espacios (a veces, sin tener ganas, he solicitado permiso para ir al sanitario, sólo para conocer esos espacios, esas intimidades), pero donde me agrada estar mucho tiempo es en los patios. Los patios de las antiguas casas comitecas son sensacionales, con sus amplios corredores, arcos, pilares de madera, tallados. Ahí el cielo se desgaja con la fuerza de una cascada de luz.