martes, 8 de marzo de 2022

CARTA A MARIANA, CON UN CAMINITO DE LA ESCUELA

Querida Mariana: acá voy, en el caminito de la escuela. Antes de la pandemia mis pasos trillaban este caminito. Acá voy con mi horma, en un día gris, pero luminoso; en un día que presagiaba lluvia y hacía frío. Bueno, me conocés, siempre tengo suéter, así ande en Puerto Arista, pero acá tengo el agregado de la bufanda. Acá voy, caminito de la escuela, llevo tres libros debajo del brazo, al lado del corazón. ¿Mirás el fondo? Hay una barrera de árboles y una caseta. Ahí está el campo deportivo donde los estudiantes practican el fútbol; más acá están las canchas de básquetbol. Este caminito me lleva al espacio donde están las aulas, la biblioteca, la sala de arte Carlos J. Mandujano, el corredor cultural, el patio central, la rectoría, el área administrativa, el salón de actos, las cafeterías y los sanitarios. Este caminito conduce a la entrada posterior. Acá está el estacionamiento para los catedráticos. En la entrada principal está el estacionamiento para los padres de familia y alumnos. De los siete mil millones de seres humanos, la mayoría ha realizado un acto semejante; bien como alumno o como padre de familia o como docente o como funcionario escolar. El caminito de la escuela lo hemos recorrido muchas veces; es un camino que tiene una nota especial. Yo, gracias a Dios, aprendí poco a poco a amar el caminito de la escuela. Cuando iba a la primaria hubo momentos que no quise caminarlo, a veces porque me sentía mal de salud o porque un compañero abusivo me esperaba para quitarme las monedas que mis papás me daban para comprar las galletas saladas que me gustaba comer con una coca cola; en la secundaria a veces no quise recorrer el caminito, porque en clase de educación física debíamos subir corriendo la subida al panteón y yo, sin condición física, me desinflaba al inicio de la subida; en la prepa odié los días en que la muchacha bonita que me gustaba se abrazaba con el novio en turno. Pero en la universidad comencé a entender la magia de este caminito. Supe que este sendero me llevaba al espacio más soberbio del mundo: ¡el lugar del conocimiento! No entraba al salón donde había clase de electrónica, pero sí me iba de pinta a la biblioteca central en la UNAM o a un auditorio donde exhibían un ciclo de películas de arte. Y cuando regresé a mi pueblo entré a laborar a mi Colegio Mariano N. Ruiz y, desde entonces, cada mañana recorrí el caminito con gusto. Mi experiencia demostró que los alumnos llegan con gran ánimo el primer día de clases y luego, poco a poco, se desinflan. Su energía se vuelve un saco de desidia, pierden interés. Por el contrario, siempre hago el recorrido pensando que ese día es el maravilloso pretexto para tocar el espíritu de alguno de los muchachos que el destino me pone en el mismo espacio. Reconozco que hubo instantes donde el recorrido de este caminito ayudó a hacerme lo que hoy soy. Ese caminito me puso un día ante el maestro Beto, quien, en primaria, nos leyó los cuentos del abuelo, con la historia de Chiapas; el maestro Javier, quien nos enseñó a dibujar sobre un cuadro de triplay, calarlo y pintarlo. En la secundaria apareció el padre Carlos que nos contó la fascinante historia del Cid Campeador y nos enseñó a escuchar música clásica, y llegó la maestra Vigi, con su especial pizarrón cuadriculado, para impartirnos dibujo de imitación, ¡ah!, qué prodigio; en bachillerato apareció el maestro Homero (¡fijate qué nombre!) quien nos trepaba a un camioncito de redilas para ir a pintar al Puente o a los Lagos de Montebello; y en universidad apareció el maestro en la Facultad de Ingeniería que, diez minutos antes de terminar su clase de Electricidad I, nos leía fragmentos de novelas; y la maestra que un día me tomó de la mano en la ciudad de Puebla y me enseñó a mirar haciendo observaciones ante el retablo del templo de la virgen del Carmen. Y estos momentos prodigiosos fueron gracias a que ellos, maestros nobles y generosos, y nosotros, alumnos en busca de la Vía Láctea, hicimos el recorrido del caminito de la escuela. Posdata: los alumnos caen en el terreno de la indiferencia. A veces, cuando alumno, también lo recorrí malhumorado, pero aprendí que ese caminito hace la diferencia. Millones de seres humanos reconocen que, con todos sus inconvenientes, este camino es el que prodiga los mayores beneficios al espíritu del hombre. Cada que entro al aula, después de recorrer el caminito, lo hago como si fuera el primer día. Sé que si doy una buena clase algún muchacho puede ser tocado. Tal vez nunca ha escuchado un verso de Octavio Paz o leído un cuento de Julio Cortázar y gracias a que yo se los pongo enfrente el sol puede brillar y sembrar árboles y brindar cuerdas de aire. Puede ser que ese instante sea la grieta de luz que permita vislumbrar un mejor horizonte. Cuando hacemos una pausa en el camino y tomamos conciencia de que ese trayecto es el caminito a la escuela sabemos que ese es privilegio de los seres iluminados. Basta un instante para tocar el espíritu de los semejantes. He dicho que soy feliz porque llevo más de cincuenta y tantos años de ser un lector, de libros, de murales, de lo que pasa en la calle, de lo que vuela. En el caminito de la escuela he pepenado la capacidad para leer el mundo.