jueves, 21 de julio de 2022

CARTA A MARIANA, CON RECUERDOS SENSACIONALES

Querida Mariana: ¡ah, las tienditas escolares, las cafeterías! Los alumnos recordamos con agrado los patios escolares, los maestros, los compañeros, los directivos comprensivos y, por supuesto, a las personas de las tiendas y cafeterías. Acá está don Quique, los alumnos del glorioso Colegio Mariano N. Ruiz lo identificarán de inmediato. Él y su esposa doña Cata llevan más de veinte años en una de las cafeterías del colegio. Comenzaron en la escuela primaria, luego pasaron al edificio de la subida de San Sebastián para atender a muchachos de secundaria y bachillerato, y ahora están en las instalaciones de Los Sabinos, donde sirven a estudiantes de secundaria, bachillerato y universidad. Sí, todos los que pasamos por aulas recordamos a los personajes que nos atendieron a la hora del recreo. Mis compañeros de secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz recuerdan a doña Chata, esposa del marimbista Flavio Molina, quien tenía su tienda al lado de la escuela, en el barrio de San Sebastián, y, por supuesto, se les hace agua la boca cuando alguien menciona a las gordas de Cirito. Cirito era el sacristán del templo de San Sebastián y ayudaba a las madres del Niñito Fundador en la venta de unas riquísimas gorditas, hechas con carne molida revuelta con papa, repollo y salsa roja. ¡Ah, deliciosas! En mis tiempos de estudiante, el colegio no tuvo cafeterías. Como nuestro recreo era en el parque de San Sebastián (¡qué privilegio!), nuestras tiendas estuvieron en la calle. Al término de clases pasábamos con tía Elena, quien nos vendía temperante, cazueleja y tostadas con chile en vinagre, o con la querida tía Petra, quien preparaba las tostadas más ricas de toda la región, estas tostadas eran de preparación muy sencilla: con frijol molido, queso espolvoreado y un chorro de caldo de chile jalapeño de bote, pero de bote grande. Nunca hubo cosa más simple que eso, nunca cosa más deliciosa. En la prepa del estado tampoco tuvimos tienda escolar o cafetería. Un vecino de San Sebastián subía con un carrito, lo estacionaba enfrente de las escalinatas de lo que ahora es el Centro Cultural Rosario Castellanos y ofrecía unos tacos dorados sublimes, exquisitos. Ahora, en el colegio, en las instalaciones de Los Sabinos existen dos cafeterías, que ofrecen exquisiteces. Los muchachos y maestros reconocen a los personajes que satisfacen sus deseos gastronómicos. Llegan los estudiantes y piden lo de su preferencia con don Carlitos y doña Silvia, y con doña Cata y don Quique. Todos recordamos con agrado a quienes nos ofrecen ricos guisos para saciar el hambre en las escuelas. El otro día saludé a don Quique, a su hijo y a doña Cata. Los muchachos alzaban las manos y pedían empanadas y taquitos. Estoy seguro que, dentro de veinte años, estos muchachos recordarán con emoción los instantes en que degustaron estos manjares. Hace muchos años, doña Cata y don Quique ofrecían unas tortas de salchicha, en el edificio de la subida de San Sebastián (los muchachos de esos tiempos las recordarán). Eran riquísimas. Los estudiantes se escapaban tantito del salón en la primera hora, subían a la cafetería de la planta alta y anotaban sus nombres en la lista. A veces, don Quique movía la mano en forma negativa y decía que todas estaban vendidas. A la hora del recreo los agraciados subían, don Quique revisaba la lista y entregaba. ¿Por qué don Quique y doña Cata dejaron de hacer esas riquísimas tortas? Porque quien les entregaba el pan especial dejó de hacerlo. ¡Qué pena! Muchísimos ex alumnos llegan al colegio y visitan a doña Cata y a don Quique; se sientan en una mesa y piden los guisos de su preferencia, como lo hacían cuando estudiaron ahí, sus rostros se iluminan al dar la primera mordida, en automático una luz juvenil los abraza. Todas las tiendas y cafeterías escolares tienen, como el Kentucky Fried Chicken, la receta secreta, la sazón especial, los aromas y sabores que tocaron a todos los estudiantes y continúa vivo en el espíritu infinito. Posdata: cuando estudié en la Universidad del Valle de México, en el plantel San Rafael, me encantaba salir. Frente al acceso se ponía una señora con un anafre que ofrecía tlacoyos, con maíz azul. ¡Jamás volví a comer unos tlacoyos tan deliciosos! Rosa, se llamaba la mujer, siempre vestía un mandil blanquísimo y su cabello recogido en una trenza hermosísima. Buenos días, Rosita, decíamos los estudiantes, y ella respondía: Buen día les dé Dios, acá les tengo sus tlacoyitos.