domingo, 31 de julio de 2022

POR ENCIMA DEL SUELO

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un río, y mujeres que son como un cielo. La mujer cielo posee el don de la ubicuidad, está en todo lugar a todas horas. Es un don divino. No todo mundo lo aprecia. La mujer cielo, en ocasiones, tiene un color azulísimo brillante; en otros instantes se llena de nubes, algunas blanquísimas, otras grises como si fueran osos canadienses. No todo mundo la reconoce como mujer excepcional, dueña del misterio del universo, puerta hacia la amplitud de las galaxias; porque no todo mundo acepta a mujeres que están acostumbradas a estar sin los pies en la tierra, a platicar con las estrellas y con los cometas. Todo mundo la ve; para admirarla es necesario mirar hacia arriba; por lo regular, los seres humanos son felices viendo hacia el suelo. La mujer cielo es un puente de hamaca celestial, une dos orillas, en apariencia irreconciliables: lo inferior y superior. Ella se alimenta con el agua cuando se vuelve vapor y del aire cuando vuela como cóndor. Cuando era niña no caminaba, siempre lo hacía a brincos, esto le otorgaba el instante sublime del cuerpo que levita; se acostumbró a estar en el aire, a ser espíritu del pétalo, rosa sin espina. Como siempre está en lo alto, sus deseos jamás duermen en el suelo, siempre buscan la inocencia de la nube, la temperatura del sol, la esencia de la niebla. No tiene diques, no tiene fronteras, su cuerpo y espíritu se mueven con libertad total, como si la vida no fuera más que un infinito mar, que besa la playa, pero regresa a su origen. No necesita lámparas en su cuarto, le basta su alma de luciérnaga para iluminar las paredes, el buró, el clóset y cada una de las parcelas del cuerpo de su amado. Encuentra el sentido de su existencia con sólo cerrar los ojos; por eso su mirada es como de viajero que regresa después de estar en muchos países, durante mucho tiempo. Le gusta ser admirada y ella, a su vez, admira a las personas que siempre sueñan con llegar a conquistar la cima del Everest o del Pococatépetl. No obstante, le encantan las pequeñas cosas de la tierra, las que le entrega la naturaleza y las que son producto del genio del ser humano. Le gusta ir al mar, subir a los muros de piedra que funcionan como diques y caminar sobre esos breves caminos que son el límite entre la tierra y el agua. Le gusta, como equilibrista divino, caminar por franjas que son división entre uno y otro territorio. Disfruta tocar las humedades de la piedra, sentir la suavidad del moho, de esas manos diminutas que acarician la piedra, desde hace siglos. Le gusta todo lo que huele a viejo, porque esto significa que las cosas tienen historia, que han vivido, que han servido. La mujer cielo tiene el cabello juguetón, como de niña que brinca la cuerda, que sonríe en cada paso, que es como un potro que cabalga en la burbuja donde el viento abre sus labios y sopla. Si llueve no le disgusta usar un saco impermeable, eso sí, debe ser de color amarillo, para que se note, porque le molesta pasar desapercibida. Ella les pregunta a todos: ¿cómo es posible que me ignoren? ¿Por qué no levantan la mirada y se llenan con mi azul de sueño? Dice que sólo los ciegos o los agachados son capaces de ignorar su grandeza. Por eso invita a todo mundo a salir de sus encierros, a ir al parque, a la montaña, a los museos, porque en muchos cuadros impresionistas ella aparece imponente, infinita, eterna. Sabe que sólo un gran artista plástico la inmortalizó: Van Gogh. Los cielos que él pintó no retrataron su físico sino su alma. Ahí está ella, increíble cuerpo en movimiento, como si nadara en su propio mar, como si se meciera en su propio aire. A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como huellas en la arena, y mujeres que son como huellas en el agua.