sábado, 9 de julio de 2022
CARTA A MARIANA, CON SILENCIOS
Querida Mariana: ¿y qué esperabas? Soy callado, soy tímido.
Mi mamá cuenta que la casa de mi infancia se llenaba de gente durante las mañanas, los empleados de la Corresponsalía del Banco Nacional; los empleados de la distribuidora de la Coca Cola y de la cerveza Carta Blanca; las mujeres que llegaban a tejer pichulej en los corredores; la cocinera; la salera; la recamarera; la señora que llegaba a moler el cacao para hacer chocolate; los señores que llegaban a hacer una operación bancaria; las vendedoras que entraban a dejar los chayotes y las calabacitas tiernas; los que llegaban a comprar refrescos (recuerdo a una niña que llegaba con una morraleta llena de envases vacíos, siempre olía a meados). Crecí en medio de una casa llena de vida. Esto era así, de siete de la mañana a seis de la tarde. La casa era inmensa, aún sigue siendo enorme, está a media cuadra del parque central. En ese tiempo era propiedad de una señora de apellido Esponda; hoy es propiedad de la familia Torres.
Yo no sabía para dónde ver, el parloteo era inmenso, acá hablaba alguien, más allá rezaban en el oratorio. Sí, en las mañanas, la casa era una gran fiesta. La palabra volaba con la elegancia de un quetzal y con la rapidez de un colibrí, a veces era un concierto de chicharras locas.
Esto que digo era durante toda la mañana y parte de la tarde, pero a las siete de la noche, el silencio se adueñaba de la casa, abría sus brazos y no dejaba entrar sonido alguno. ¿Te ha tocado estar en un convento en la tarde? ¿Has vivido la experiencia de estar en un templo vacío? El silencio es más pesado que la alharaca.
Los sabios dicen que debemos apreciar el silencio, alejarnos del bullicio. En mi infancia el silencio me cobijó, pero fue un abrazo extraño, como si fuera abrazo de la tía gorda, asfixiante, opresivo.
En la casa de tío Concho y de muchas más personas sucedía un fenómeno similar, pero diferente. Digo similar porque en la mañana había mucha gente en su taller de herrería, llanto de niños pequeños, plática de mujeres lavando ropa, cocinando. En la tarde el ruido cesaba, pero jamás el silencio era el dueño de la escena, porque los hijos de tío Concho regresaban de la escuela o del trabajo y a la hora de la cena el chachalaquerío exorcizaba al fantasma del silencio, las risas se colgaban de las vigas y el griterío era un desfile de voces subiéndose a la cómoda, a la mesa, a las camas.
En mi casa, por el contrario, mis papás y yo llenábamos el escenario y nuestras presencias no alcanzaban a presentar una obra jocosa. Cenábamos casi en silencio, nuestras voces eran moderadas, apenas se escuchaba el ruido de nuestras bocas al morder el pan. Cenábamos en un ambiente de hermosa armonía, pero silenciosa.
Pero, ni me preguntés cómo se dio el proceso, un día descubrí que esa tranquilidad ya no era opresiva, al contrario, me gustaba ese silencio de oratorio. Ahí fue cuando mi introversión se volvió más intensa. Me entrené a guardar mis comentarios, porque al hablar el cristal armonioso se quebraba y eso era algo como el martillazo sobre el yunque que hacía el tío Concho, ruido exasperante.
Soy callado, por eso. Me acostumbré a escuchar, a que fueran otros los que movían el agua, los que hacían las olas. Poco a poco me fui retirando más de la orilla. Así como amé la burbuja de la armonía comencé a respetar la contemplación y conforme crecí supe que mientras más lejos estaba del centro, del escenario lleno de luces, podía apreciar más el movimiento del mundo, ¡la vida!, el pandero del ruido se atenuaba y sólo me llegaban rumores dulces, íntimos.
Antes de la pandemia acudía a actos culturales en el auditorio de la Casa de la Cultura y en el Teatro de la Ciudad y me sentaba en la parte de arriba. La perspectiva me permitía dominar no sólo lo que sucedía en escena sino, también, lo que ocurría en la butaquería. ¿Mirás qué privilegio? Presenciaba la maravilla del teatro, de las pláticas, de la danza, de la música, el canto, presentaciones de libros, exposiciones, y, además, el fantástico movimiento que se produce cuando la gente se reúne. Me encanta ser testigo del oleaje de la vida.
Hoy disfruto esos extremos, pero el jolgorio y el guateque los disfruto como dictan los protocolos de sanidad: a distancia. Nunca imaginé que muchas personas harían lo mismo que yo, por cuestiones de salud. La pandemia nos obligó a evitar las concentraciones masivas. A poquito más de dos años del inicio de la pandemia las autoridades sanitarias y el sentido común nos dictan que debemos seguir con protocolos para resguardar nuestra salud. Los contagios han vuelto. No debemos olvidar que este bicho llegó para quedarse y sigue haciendo estragos. Hay mucha gente que ya eliminó el cubrebocas y esto hace que la propagación del virus sea más intensa.
Sé que la mayoría de las personas son extrovertidas, les encanta compartir, socializar, disfrutar la vida en compañía. A mí me cuesta trabajo, por lo que ya mencioné. Crecí en medio de una burbuja llena de argüende, pero, a la vez, en espacios donde las personas se ausentaban. Los domingos todo quedaba como en pausa, porque no era jornada laboral, las mujeres que tejían el pichulej se quedaban en sus casas y lo mismo sucedía con los empleados del banco o de la distribuidora de la Coca Cola o de la cerveza Carta Blanca. En las mañanas sólo Sara, la cocinera, y su hijo Víctor permanecían ahí. Ahora, a distancia, puedo decir que ese vacío en la casa se llenaba con la convicción de que era mía, sólo mía. ¿Si ves esto? Entre semana, de siete de la mañana a seis de la tarde, la casa era invadida por decenas de personas, pero, de las siete de la noche hasta el otro día muy temprano, la casa era mía. Y los domingos ¡todo el día! Esa sensación me daba certezas. Todo estaba a mi disposición. Los amigos que llegaban por las tardes, los domingos desaparecían. El sitio era todo mío. Los juegos que disponía no sufrían modificaciones. He contado que me molestaba mucho que cuando tenía bien armada la carretera para jugar carritos, llegaba algún amigo y modificaba el trazo, porque ahí donde yo había colocado una piedra era el lugar para la gasolinera.
Sé que si hubiera vivido en un departamento ese vacío no me habría tocado tanto. Pero, imaginá una casa enorme, que, a partir de las siete de la noche, se convertía en un espacio opresivo. La penumbra se amplifica donde hay corredores, callejoncitos. Iluminar una casa grande requiere una instalación especial, en mi casa de infancia había un foco en el zaguán que sólo se prendía cuando alguien estaba afuera. El zaguán tenía escalones. El nivel de los corredores estaba como uno o dos metros por encima del nivel de calle, así que si te parabas en el escalón superior la puerta se convertía en un pozo oscuro, donde, según los cuentos infantiles, era el escondite de los pequeños monstruos y los traviesos demonios. La casa era inmensa, mis temores también eran enormes.
Había noches más lúgubres. En noches donde el silencio escurría de las paredes, entraba a la sala donde había dos lámparas que sólo dejaban la oscuridad en las esquinas. ¡Dios mío, las esquinas! Ahí era el espacio ideal para que jugaran los duendes y hablaran en voz baja, pero, por el silencio, llegaban a mí con sus tonos burlones. Me acostumbré a padecer la penumbra y el silencio. Digo que llegó un momento que ese entorno dejó su carga de alambre de púas y se volvió un modo de vida. El temor se diluyó. Cuando, ya adolescente, viví en un departamento en la Ciudad de México, me encantaba sentarme en la sala, apagar la luz y dejar que sólo se filtrara un poco de luz a través de las cortinas.
Antes de la pandemia viví con sana distancia, respeté la burbuja de los otros. Sé que esto enoja a más de dos, pero, gracias a Dios, a menos de cuatro, porque la gente ve mal a quienes no aceptan la invitación al baile. “¡Vení, vení, bailá con nosotros!” Les molesta que alguien mueva la mano en forma negativa y, por el contrario, se trepe en un altito para verlos. “¡Qué aburrido!”, piensan y dicen. Sí, los introvertidos, los tímidos, resultamos aburridos. Por fortuna, el aburrimiento es para los otros, porque nosotros disfrutamos al ciento por ciento la oportunidad de ser testigos del movimiento de ese río hermoso que es la vida, sin mojarse los pies.
Posdata: me encantan las casas donde las familias son grandes, donde se reúnen hijos, nietos, bisnietos, compadres, amigos; esas casas donde los domingos llegan los hijos y los patios se llenan de carreras, risas y bailes; esas casas donde, en las noches, cuando muchos duermen otros llegan de la fiesta o miran televisión o van al baño a hacer pis y mientras caminan hacia el baño silban bajito o cantan una canción de Vicente Fernández. Pero prefiero los espacios que son como oratorios, como templos sin fieles, donde las veladoras prendidas iluminan los rostros de las imágenes y éstas parecen hacer muecas, a veces amables y a veces grotescas. Amo los espacios donde puedo leer, pintar, dibujar o escribir sin interrupciones vocingleras. Soy callado, así me acostumbré.