domingo, 25 de enero de 2009

DIME CON QUIÉN ANDAS


Ahora lo sé: cada ser humano es único, pero forma parte de un grupo. Hay niños que son del grupo de los comehelados, otros forman parte de los juegavideos, algunos más son trepapretiles y unos más (pocos) son leelibros. Ustedes saben, yo soy de estos últimos.
Un día de inicios de febrero, todos los de mi trabajo, estrenaremos instalaciones. En un módulo arquitectónico generoso, lleno de luz, está ubicada el área administrativa. Se supone que en un cubículo debía yo estar, pero pedí estar en la biblioteca. Argumenté una serie de ventajas para la institución. Todo es cierto, pero acá entre nos, ustedes saben que solicité ese espacio sólo para estar cerca de los libros. Amo al género humano, ahora sé que más que en los libros la vida ¡está en la vida!, pero prefiero, antes que rodeado de gente, estar rodeado de libros para rodear con afecto a las personas. Sé que el conocimiento no se da por ósmosis, pero sé también que la luz y la oscuridad contagian. Si estoy cerca de un pesimista algo de su niebla se me trepa aunque sea por un instante; al contrario, si estoy cerca de un bosque respiro nubes y ríos de agua clara. Los libros son bosques, son luz que me contagia.
El otro día, como si me cayera una piedra en alud, tomé en cuenta que llevo más de treinta y cinco años de mis cincuenta y uno de vida enredado en esos vientos que se llaman libros. Por mi incapacidad natural no he aprendido a volar, tatarateo cada vez que quiero alzar el vuelo; pero, en compensación, he logrado, a través de la lectura, mirar un poco por encima de la barda, un tantito por encima del horizonte, y he visto estepas cubiertas con miles de banderas, y he visto cientos de papalotes surcar los cielos. Soy un hombre feliz. Lo soy porque a veces me siento en el parque central de Comitán a mirar cómo las nubes se vuelven racimo; lo soy porque a veces doy vueltas y vueltas en el parque de Guadalupe mientras una niña, trepada en su bicicleta, da vueltas en sentido contrario. Comitán a toda hora tiene su encanto, pero no hay nada como un sábado a las cinco y media de la tarde, en un veinticuatro de enero, cuando el viento sopla como aliento de hierbabuena, como chiflón de menta.
Pedí estar cerca de los libros y me fue concedido. Tal vez los demás ya advirtieron que los libros son el huerto donde siembro los retoños de mis injertos.
Recordando a Sabines, Jaime, Jaime, digo: "Que Dios bendiga a Dios".