lunes, 27 de abril de 2009

BOLETOS DE REVENTA



Mariana platicó que el hombre estaba detrás de un poste. Vestía una gabardina color aceituna, de la cual sacó un fajo con boletos que mostró de manera velada. Mariana subió dos escalones y volteó para asegurarse que el hombre no la seguía. El hombre continuaba en su lugar, se abanicaba con el talonario. Mi afecto venció el temor inicial y bajó hasta donde el hombre estaba. “Acá tengo los buenos, güerita”, dijo él y, con delicadeza, jaló a ella de un brazo. Dos policías aparecieron en la esquina, prendieron un cigarro, uno de ellos subió un pie a la pared y ahí se quedaron. “Hay pájaros en el alambre. Véngase para acá, güerita, acá le vendo lo que quiera”. Mi afecto apenas se opuso, siguió al hombre hasta una puerta donde una señora vendía unos elotes asados. Mariana sintió el ardor de la brasa del anafre, sintió el calor subir por sus piernas. Vestía una falda corta como si fuese una escolar. “¿De cuáles quiere?”, preguntó. Mariana iba a responder cuando vio a los dos policías que se dirigían hacia donde ellos estaban. El hombre de los boletos se metió adentro de la casa y se recostó sobre una hamaca, coloco los brazos debajo de su cuello. Uno de los policías saludó a Mariana y el otro pidió un elote.
“¡Qué burra sos! ¿No te dio miedo?”, preguntó Alicia, quien también oía la narración de Marianita. Lo preguntó como si Mariana contara una película de terror. Mariana se botó de la risa, dijo que, al contrario. Quien temblaba era la mujer de los elotes –tal vez porque se miraba a leguas que también vendía alguna otra cosa no tan inocente.
Mariana nos siguió contando y dos minutos después Alicia también se botaba de la risa. Sucede que los policías se alejaron, el vendedor bajó de la hamaca y volvió a preguntarle, de cuáles quería. Mi afecto le dijo que quería dos de la zona plata. El hombre buscó entre el fajo y le extendió el par de boletos. Ahí fue donde el prodigio hizo su aparición y a Alicia le dio un ataque de risa. “¿Qué?”, dijo Mariana. Los boletos no tenían algo impreso. El hombre acercó su aliento de fumador empedernido y le dijo a ella: “Son de primera fila, para que mire el cielo a todas margaritas, güerita”. Mi afecto dice que, igual que Alicia, la mujer de los elotes también se hamaqueaba de la risa sobre su silla pequeña.
¿Por qué yo siempre tengo una respuesta emocional diferente? A mí no me dio risa la anécdota. Mariana tampoco reía cuando lo contó.
Ahora que lo escribo puedo decir que a mí me asombró, me emocionó este revendedor que vendía boletos para ver el cielo. Creo que Mariana también sintió lo mismo que yo, porque cuando ya estábamos solos en el café de la Casa de la Cultura, frente al parque central de Comitán, me dijo que le pagó los doscientos pesos que le pedía el hombre. Me confesó que no fue por temor (el hombre la miraba fijamente), ni tampoco fue por compasión. Pagó los boletos porque, igual que yo, pensó que era una maravilla que, en estos tiempos tan de pies sobre la tierra, alguien se atreviera a proponer una insólita mirada. Mientras pedía un café capuchino, mi afecto abrió su bolso y me mostró los dos pedazos de papel, los colocó en mi mano derecha y dijo: “Sos mi invitado de honor, ¿aceptás?”.
Como, por fortuna, los boletos no tienen hora, ni lugar fijo, ni día, quedamos en que aprovecharemos “las entradas” para una noche en que haya luna. Tendremos asientos de primera fila.
Mariana tomó un sorbo de café y me preguntó si yo compraría unos boletos de platea para el partido de fútbol entre la nada y el todo. Yo sonreí y le dije que dependía. ¿De qué? De la mujer que me lo ofreciera. Ella sonrió, sacó su libreta y cortó dos pedazos de hoja. “Acá tengo lo que quieres, güerito”, me dijo. Yo abrí mi cartera y le mostré que no tenía billetes para pagar. Propuso entonces algo como un canje, pero, como dijera nana Goya, esta es otra historia.