jueves, 30 de abril de 2009

EN EL DÍA DEL NIÑO


Pensamos en nosotros, pero también en los otros. Los padres piensan en sus hijos, sobre todo quienes tienen “pichitos”.
El escenario aún no es aterrador. Pero, a veces, cerramos los ojos y algunas imágenes apocalípticas acuden como caballos desbocados. Vemos columpios vacíos y a niños detrás de las ventanas con cubrebocas para siempre.
¿A qué nivel llegará esta epidemia? Hasta el día de ayer, Comitán vivió como si no pasara nada. Las plazas estaban llenas de gente. Los alumnos de bachillerato que no acuden a las escuelas están en los carros, en los cafés, en las calles. Son más los que están afuera que quienes permanecen en casa. Muy pocas personas usan tapabocas.
Los afectos insisten en saludar de mano o de beso. Aún se incomodan si uno usa el saludo hindú o el japonés, sin contacto físico. Estamos tan acostumbrados a intercambiar saludos de contacto que no podemos evitarlos.
Pero, dentro de esa aparente normalidad, la gente piensa en la posibilidad de una epidemia de proporciones gigantescas.
Como acá nada agarramos en serio, los chistes ya están circulando con profusión, tal vez como una máscara que oculte el temor cierto. No queremos aceptarlo pero tenemos miedo, nuestras risas son nerviosas. A veces nuestra mente teje laberintos y nos azota imágenes dantescas.
Los padres piensan en sus hijos, sobre todo en las criaturitas, en aquellos niños que tienen uno o dos años. ¿Qué pasará si la contingencia nos rebasa? ¿Qué si la actividad económica se paraliza? ¿Si las escuelas siguen en suspensión? ¿Si los alimentos comienzan a escasear? ¿Si esta pesadilla se convierte en una realidad próxima?
La literatura y el cine han elaborado imágenes futuristas de un mundo en ruinas, de juegos infantiles sin uso, de bancas inservibles en parques desiertos. La vida siempre ha estado rodeada de un vacío que tiene la cara de una pandemia, y este rostro hoy está cerca.
Pensamos en nosotros, pero quienes son padres de familia piensan más en sus hijos.
Siempre hay una mirada de conmiseración hacia lo más frágil, hacia aquello que tiene la luz de la esperanza. A los hombres nos preocupa el futuro. ¿Qué será de estos niños que apenas están comenzando a caminar si la epidemia toma otras proporciones? ¿Quién jugará con las pelotas, con los globos, con los columpios? ¿Quién querrá más que ellos a las mascotas? ¿Qué será de este mundo que hemos agotado con nuestro desenfrenado materialismo?
Recuerdo que en los ochentas yo estudiaba arquitectura en la UNACH. El arquitecto España fue mi maestro. En ese tiempo nació su primera hijita y él, cuando le preguntamos qué sentía, nos respondió que estaba feliz pero tenía un afán de protección que incluso no quería que a su criaturita “le diera el aire”. Así son los padres, no quieren que algo cancele las sonrisas inocentes de los pichitos. Y ahora hay algo en el aire. Es el virus del miedo. Y contra el miedo, ya se sabe, no hay vacuna efectiva.