lunes, 6 de abril de 2009

POR EL NIÑO QUE SOMOS



El cuatro de abril celebré mi cumpleaños cincuenta y dos, y un día antes festejé un año de mi regreso a Comitán. Los dos sucesos los recibí con los brazos abiertos, pero, acá entre nos, este último hallazgo lo agradecí con emoción de lluvia en estío. ¿Será porque este retorno es para mí como un renacimiento? ¿Será porque los cielos de Comitán son como un canasto de pan para mi deseo?
Los cumpleaños sirven para echar trago, escuchar marimba, pasar a través de una reja de papel de china, recibir “las mañanitas”, llenarse de confeti, comer pastel y dar gracias a Dios por otro año de vida; pero también son pretexto ideal para hacer un recuento de los daños provocados y de las bendiciones recibidas.
Porque en “El Heraldo de Chiapas” vuelo siempre sobre las palabras me pregunto (como creo lo hace cualquier escritor que publica sus textos): “Este año de vida, ¿sembré aunque sea una espiga de luz en el corazón y en la mente de mis lectores?”.
Cada vez que escribo una Arenilla me someto al dictado del universo (esto para no banalizar el acto, para que no sea un suceso menor, sino para que sea ¡la gran aventura del instante!). Ya luego tengo presente un código que ahora extiendo: Primero, cuando escribo en el ordenador o en la libreta o en la servilleta, procuro que el escrito sea coherente, que roce la orilla de lo sencillo y se aleje lo más posible de lo pretencioso; segundo, que el texto casi casi no tenga errores ortográficos y evada en lo posible el piso jabonoso donde se unen las palabras; tercero, que la idea expresada no se arrogue la soberbia de poseer la verdad (que la humildad sea el agua donde se sumerja); cuarto, que cada palabra descubra su vocación de puente y se aleje del potencial abismo; quinto, que evite el centro de lo solemne y camine por la periferia donde la palabra está siempre en manga de camisa; y sexto, que nunca olvide su esencia de vida.
El día del cumpleaños puede servir para replantearse la pregunta de siempre: “¿Para qué la vida sino para servir, para exorcizar oscuridades en la sala que habitamos?”.
Cuentan que un escritor verdaderamente importante escribió un texto sublime “a la mitad del camino de su vida”. Yo no sé qué tramo recorro, siento que este retorno fue como un renacimiento. Así pues tengo un año de edad y, como decimos en Comitán, “estoy andando en los dos”. Los niños, se sabe, cometemos muchos dislates, sobre todo en el lenguaje. Soy un escritor balbuceante, pero, de todos modos, aspiro siempre a cumplir mi código hexagonal. Todo escritor está en busca del texto perfecto, aun cuando esto es una utopía. Nadie en el mundo se ha topado con esta nube. En nuestra tierra imperfecta la perfección es un cielo inalcanzable, pero persistimos en el intento. Que mis textos contengan, cuando menos, los seis puntos que me he impuesto ¡ya es ganancia! ¿Quién gana? No lo sé bien a bien, pero tengo la certeza de que este camino es el que me corresponde.
El otro día un compa me regaló una nube, me dijo que conocía un lector que compraba “El Heraldo de Chiapas” sólo para leer al tal Molinari. Pero así como a veces llueve luz sobre mi parcela también sé reconocer lo que un crítico me dijo: “Te ignoro como un fantasma”. Espero pues seguir prendiendo cerillos en la estancia del primer compa; y, para el segundo compa, ser un fantasma pero de esos que están hincados en los bordes de las carreteras. Me gustaría ser este fantasma, un fantasma que ignoren pero que proteja al lector de un derrape en plena curva.
Mientras tanto ya “ando en los cincuenta y tres” de vida. ¿Me permiten compartir mi gusto con ustedes y dar gracias a Dios por tenerlos de testigos virtuales pero siempre presentes?