lunes, 8 de junio de 2009

CARTA A MARIANITA, DONDE SE CUENTA DE CÓMO HAY UN COLOR PARA CADA CRISTAL CON QUE SE MIRA



¿A qué juegan los niños de hoy? Vos, que apenas ayer eras una niña, ¿a qué jugabas? Digo esto porque ayer, en la tarde, miré a dos niños en el parque, jugaban a algo insólito.
A la hora que vos y yo dejamos de chatear fui al parque de Guadalupe, llevé un libro de cuentos de Cortázar. Vos sabés que cuando voy al parque no me siento en alguna banca, ¡camino y leo! (a veces tropiezo, porque el piso está levantado. ¿Qué simpática esta frase, verdad? ¡Un piso levantado!, cuando se supone que los pisos siempre deben estar, como bolos, ¡tirados!).
La tarde estaba fría, por el lado de Las Margaritas se veía unos nubarrones oscuros. Cuando está oscuro el cielo de Las Margaritas siempre llueve en Comitán. Tenía diez minutos de estar leyendo cuando comenzó a llover. Corrí y me resguardé en el kiosco. Ahí también estaban los dos niños. Estaban sentados sobre el suelo, apoyaban su espalda sobre el barandal. Subí el cuello de mi chamarra, cerré el libro y me puse a observar a los niños y a la pareja que seguía sentada en una banca del parque, a la intemperie. Pero por encima de ellos vi la lluvia. Me gusta ver llover. La pareja siguió sentada en la banca, sin inmutarse. Reían y se besaban debajo de la lluvia. Al principio las frondas de los árboles los protegieron, pero luego, conforme el aguacero arreció, el agua cayó sobre ellos como si estuvieran debajo de un chorro. No hicieron nada por protegerse, ya estaban completamente empapados. Tuve la sensación de que veía una película en blanco y negro, sobre todo porque los niños jugaban algo insólito. Ambos estaban sentados sobre sus piernas que tenían dobladas, frente a ellos había una tablilla de madera, del tamaño de una ficha de dominó. El niño tomó la tablilla, la empujó hasta dejarla frente a las piernas de la niña y dijo: “Azul”. Ella levantó la ficha, la colocó entre sus manos, la sopló como si fuera un dado e hiciera un ritual de suerte, volvió a colocarla en el suelo y dijo: “Rojo”. El niño la levantó e hizo el mismo ritual de su amiga y cuando la dejó en el piso dijo: “Verde”. Igual que la pareja, los niños reían cada vez que levantaban la ficha o la dejaban sobre el suelo. ¿A qué jugaban, Marianita? Nunca lo supe. Mientras los estuve observando (de reojo, porque jamás me atreví a verlos directamente), pasaron por todos los colores habidos y por haber. Cuando pensé que habían agotado el muestrario de colores comenzaron a designar tonalidades más precisas: “Rojo, como la panza de un tzizim”; “Amarillo, como la pata de un conejo con hepatitis”; “Azul morado como la ojera de tía Minga”; y pensé que podrían jugar así hasta el infinito. Pero la eternidad tiene un límite y cuando dejó de llover y llegó la noche, los niños se levantaron y corrieron cada uno por su lado. Vi primero al niño subir las escaleras y alcanzar la calle, cuando volteé ya no alcancé a ver la niña, no supe por dónde había doblado, si a la izquierda o la derecha, por donde está el templo de la Virgen de Guadalupe. La pareja tampoco estaba. Nunca me di cuenta de la hora en que se fueron. Vi por todos lados y me hallé solo. Los focos del parque se iluminaron y un señor que tiene una taquería frente al parque, comenzó a sacar las sillas y mesas.
¿En qué consiste el juego de los colores? ¿Vos jugaste alguna vez ese juego? Los niños de hoy ya no juegan juegos imaginativos. Ahora los veo jugar chunches más sofisticados, que casi siempre requieren baterías o energía eléctrica.
En estas tardes lluviosas, a veces se va la luz (Qué frase tan simpática: ¡Se va la luz!). A mí me gusta que, de vez en vez, se vaya la luz. Corro a encender las velas y prendo la radio de baterías. Mi mamá dice que es como si estuviera en el rancho de Huixtla, como cuando era niña. Yo veo en sus ojos un agua que refleja sus juegos infantiles. El otro día mi mamá me contó que ella y sus hermanos iban cerca de una laguna a cazar sapos. Mi abuela les daba cinco centavos por cada uno. Cada sapo servía para pasarlo por encima de la pierna enferma de un tío. Mi mamá dice que cuando mi abuela pasaba el sapo sobre la pierna del tío, el sapo se ponía rojo y reventaba (Gracias a esto, la pierna del tío se curó). Sé que no era un juego, pero mi mamá lo cuenta como si tal cosa lo fuera. Hoy no creo que muchos niños conozcan a los sapos. No creo que sus mamás permitieran que ellos cazaran sapos. No creo que las muchachas bonitas besen sapos para convertirlos en príncipes bellos. Hoy, pocos niños juegan con la imaginación. ¿Podés decirme a qué jugaban esos niños del parque? Vos, Marianita, ¿has jugado alguna vez a los colores? ¿Qué dirías si pusiera frente a vos la tablilla y dijera: “Verde, como la panza de un sapo reventón”? ¿Qué color elegirías vos?
Cuidate, Marianita.
p.d. ¿Te dije que levanté la tablilla? Los niños la dejaron olvidada. Parece que lo importante del juego no es la tablilla, sino el color que ronda en la mente de cada jugador.