viernes, 19 de junio de 2009

UNA TARDE EN NUEVA YORK



Ni en sueños puedo imaginar lo rotundo de Nueva York. Tal vez si pienso en una cucaracha en medio de cajas de jitomate en una bodega atiborrada puedo acercarme un poco a la sensación que debe tener un visitante de esa ciudad. He visto niños en el salón que juegan con bloques de plástico, sobre el suelo arman algo que debe ser muy semejante a Nueva York. Cuando los niños se aburren borran de un manotazo esos insólitos laberintos. No puede hacerse lo mismo con las ciudades que el hombre inventó en el siglo XX.
No puedo imaginar la asfixia de esa ciudad. Nosotros, los que estamos acostumbrados a ver el sol desde el patio no podríamos conformarnos con buscar el sol a través de los mínimos espacios existentes entre un edificio y otro. ¿Qué sensación provoca buscar el cielo y hallarlo como un simple pedazo de alfombra azul en medio de toneladas de concreto y cientos de espejos translúcidos?
Los habitantes de Nueva York olvidan a cada rato el significado de la palabra horizonte; imagino que de vez en vez deben subir a sus autos y manejar con rumbo al mar para rescatar esa mínima línea. Los neoyorquinos se instalan en los muelles para respirar ese aire que en el área de los rascacielos es inexistente. Este movimiento simple resume la tragedia de los habitantes de esa ciudad. Digo tragedia porque, horas después, regresan al amontonamiento que les da su razón de ser (algo similar ocurre con todos los chilangos que, en fin de semana, regresan a la ciudad de México después de haber estado en Cuernavaca o pequeños pueblos que aún tienen cielos limpios. El chilango se evapora cuando no está en su ciudad).
Mariana me preguntó el otro día si me gustaría vivir en Nueva York. Para estar medianamente a gusto tendría que vivir frente a Central Park, dije, y ¡esto es imposible! Ahí vive gente como John Lennon o Donald Trump o Paris Hilton. Es un espacio vedado para mortales comunes y corrientes.
No deseo vivir en una mega ciudad. Acá, en mi casa de Comitán, me basta abrir la puerta de la calle para mirar una franja inagotable de azules y verdes. El cielo y las montañas están al alcance de mi mano.
Los hombres de estos territorios, como si fuéramos beduinos, estamos acostumbrados a ver horizontes limpios. Don Jorge Pérez Mora, un hombre amigable que poseía grandes extensiones de terreno en la región, nos invitaba, a mis compas y a mí, a montar caballo para subir a la cima de una montaña y decir el clásico: “Todo esto es mío, hasta donde se pierde la vista”; y nuestra vista se perdía a kilómetros del lugar donde estábamos y tardaba mucho tiempo en regresar. La vista de los neoyorkinos nunca se pierde porque tarda más en salir que en chocar brutalmente contra un muro de hormigón.
A veces viene gente de la ciudad de México a Comitán, viene de vacaciones. Oigo que algunas personas dicen que se aburren, no encuentran qué hacer. Entiendo perfectamente lo que sienten. Lo entiendo, así como entiendo perfectamente lo que siente un ratón de laboratorio que creció adentro de una jaula. Lo entiendo, como entiendo lo que siente un águila que creció libre en alguna montaña. Cada animal tiene su territorio. El águila se vuelve otro animal en el encierro, asimismo el ratón de laboratorio no encuentra sosiego en un territorio libre. Cada uno tiene su propio encierro o su propia libertad.
“¿Y vos, vivirías en Nueva York?”, le pregunté a Mariana. “Claro que sí. ¿Lo imaginás? ¡Sería maravilloso! Vos no, porque vos sos muy complicado”, dijo y colocó un dvd y me invitó a comer palomitas mientras veíamos “Manhattan”, de Woody Allen.