lunes, 29 de junio de 2009

UN MUNDO A LA VUELTA DE LA ESQUINA



Con un abrazo para la familia Carboney Fernández,
por la ausencia física de Enrique.



Medio mundo se ríe de sus inventos estrafalarios. El otro día, el inventor comiteco, inventó un aparato que sirve para doblar esquinas y esta mañana me invitó a su taller para que yo viera su más reciente invento: un chunche que pone, de manera automática, los puntos sobre las íes.
Desde niño se caracterizó por su afán de investigación. El primer invento que patentó fue una máquina que patentaba patentes (esto porque en Comitán no existía ninguna oficina de gobierno para tal propósito). De ahí en adelante ¡todo fue pura invención! Su papá vio con buenos ojos la vocación de su hijo y le construyó un taller en la parte trasera de la casa.
Poco a poco, como siempre sucede con las grandes innovaciones, la gente comenzó a acudir a su taller para encargarle algunos inventos que el mundo se había tardado en descubrir. Así pues se dedicó a inventar inventos comunes y corrientes por encargo. Únicamente, por las noches, dedicaba algunas horas a inventar las máquinas que, a la postre, le darían la fama de excéntrico que hoy lo rodea.
El 12 de mayo de 2005, la prensa local dio a conocer al mundo el invento donde incorporó un horno al lector de videos. Los comitecos se maravillaron cuando vieron el funcionamiento de este revolucionario invento: al insertar una película, cinco minutos después el aparato comenzaba a expulsar palomitas de maíz. Los espectadores abrían la boca y las palomitas les llegaban de manera exacta. Por desgracia el invento no prosperó porque los espectadores se quejaron de que perdían atención a la película por estar abriendo la boca para cachar las palomitas (otro sector de televidentes también se quejó de que el inventor no hubiera incorporado un mecanismo para aventar chorritos de refresco frío de cola. Ya se sabe que hay gente muy comodina). Cientos de Pelipalomeros se quedaron arrumbados en la parte trasera del taller.
A partir de ahí los inventos fueron cada vez más excéntricos, tanto que uno de los más sonados en el mundo fue la máquina que descentraba todo. Cuando, en una conferencia de prensa, le preguntaron al inventor comiteco para qué servía dicho instrumento, el científico dio una demostración física de su uso: colocó una diana de esas que utilizan en las competencias de tiro de arco en las olimpiadas e invitó al campeón estatal de tiro para que practicara. El resultado fue predecible: todas las flechas que lanzó no dieron en el centro. Justo diez centímetros antes de impactar sobre la diana la flecha torcía su trayectoria y se clavaba en el círculo exterior. El Comité Olímpico Internacional vetó el invento y el inventor sólo lo empleó en la silla de ruedas que usa su abuela. Cuando la abuela sale a la calle es como si Moisés alzara los brazos y el mar se hiciera un lado a su paso.
Esta mañana, mientras yo veía cómo la máquina ponía los puntos sobre las íes de manera automática, la mamá del inventor entró al taller con una caja oscura, llena de circuitos electrónicos, la colocó sobre la mesa y, orgullosa, dijo: “Acá está hijo”. El inventor levantó la caja y yo vi un gato adentro. El inventor me explicó que ese mecanismo servía para hallar “gatos encerrados”.
Aproveché el momento sublime en que la mamá derramó algunas lágrimas para preguntarle al inventor por qué hacía lo que hacía, y él, como si se le prendiera el foco, ignoró mi pregunta y, dirigiéndose a su mamá, chasqueó los dedos y dijo: “¡Ya, se me acaba de ocurrir hacer un carro que sólo tenga reversa y cuyo conductor maneje por detrás!”. Abrió una puerta y se retiró. La mamá abrazó el gato y le dijo: “Ya, ya, Mishito” y le colocó un dispensador que, me explicó, multiplica por dos las siete vidas de los gatos. Yo salí pensando que el inventor comiteco logrará la fama completa el día que invente el multiplicador para vidas de humanos. Digo, de una a dos ¡será un gran paso!