viernes, 12 de junio de 2009

EL MAL DE ERIWINTON



Carlos despierta y oye los gallos, el trajín de la terminal de autobuses que está frente a su casa y las campanadas del reloj municipal.
Cada mañana ocurre esto como si fuera un coro entrenado. Primero es el gallo trepado sobre una viga de madera, dos segundos después suenan las cinco campanadas y luego, como si la última campanada fuera la señal, un chofer prende el motor del autobús y acelera de manera gradual hasta hacer un ruido casi insoportable y llenar de humo el patio de maniobras. Ya luego todos los ruidos del mundo comienzan a aparecer: cucarachas y ratas que buscan su escondite para el resto del día; la tos del vecino; la descarga de la taza del baño; el perro que rasca la puerta; los pájaros sobre los árboles; los carros del bulevar; la campana de la basura; y la gente que camina en la calle rumbo al trabajo, a la escuela, o a tomar el autobús que viaja a San Cristóbal o a Tuxtla.
Un día, Carlos despertó, se sentó sobre su cama, igual que todas las mañanas, escuchó el gallo y luego el camión, pero no oyó las campanadas. La duda lo atormentó todo el día. A la madrugada siguiente aguzó todos sus sentidos y comprobó que no oyó las cinco campanadas. Pensó que el reloj estaba descompuesto, pero a la hora que se sirvió cereal sobre el plato y Marianita bajó para arreglar su mochila, doña Ausencia le dijo que tal vez había perdido la audición de sonidos agudos, porque ella, aseguraba, había escuchado con claridad las cinco campanadas. Carlos y Marianita se miraron y sonrieron por la audacia de la teoría de doña Ausencia, pero justo en ese momento fueron las seis y Marianita y la vieja escucharon perfectamente las campanadas del palacio municipal.
Antes de ir al trabajo fue al consultorio del doctor Gómez. Él doctor le colocó una serie de aparatos en ambos oídos y concluyó: “Tenés el mal de Eriwinton”. La explicación fue muy técnica, pero Carlos, mientras caminaba por el parque con rumbo al trabajo, lo tradujo de la siguiente manera: Así como los perros escuchan sonidos que no son audibles para el hombre, tú has dejado de percibir sonidos que a ellos les molestan.
Al principio sufrió mucho porque estaba acostumbrado a ciertos sonidos como la cohetería en las entradas de velas y flores en honor a San Caralampio, pero luego descubrió que la voz de doña Alfonsina, la más chismosa de la oficina, estaba colocada en la misma frecuencia que el sonido de los cohetes y las campanadas, por lo tanto Carlos no escuchaba nada. Cada vez que doña Alfonsina se acercaba para contarle un chisme Carlos se estiraba en la silla, colocaba sus manos debajo de su cuello y disfrutaba el silencio que salía de la boca de serpiente. Fue feliz.
Durante el tiempo que padeció el mal no volvió a escuchar las campanadas del templo de Santo Domingo, pero halló el modo de compensar tal pérdida: programó su celular. Cada hora el teléfono vibraba, él sacaba el aparato y veía en la pantalla el movimiento oscilatorio de una campana monumental de la Catedral de San Patricio.
Ayer, a la hora que despertó, Carlos oyó el gallo y luego, pasmado, las cinco campanadas del templo, pero no oyó el ruido del motor del camión. Se levantó, se puso las pantuflas y fue a la recámara de Marianita. Ésta, con los ojos todavía cerrados, dijo que no había oído nada, pero doña Ausencia asomó su cara y desde la puerta dijo: “Ahora sigue acelerando el chofer”.
El doctor Gómez no salió de su asombro. Tuvo que sentarse en un diván que tiene junto a la ventana. Dijo que la ciencia jamás ha registrado un caso de Eriwinton aleatorio. Antes que Carlos saliera del consultorio, el doctor le recomendó mucho cuidado al atravesar las calles, le suplicó que viera para todos lados.
Carlos creyó que la noticia más desagradable del día era oír de nuevo la voz de cristal destemplado de doña Alfonsina vomitando el primer chisme del día, pero sudó frío cuando todos sus compañeros le gritaron que hacía dos minutos que su jefe le gritaba desaforadamente. La voz de su jefe siempre le había parecido la de un camión Ford 1956 y ahora lo comprobaba.