viernes, 5 de junio de 2009

FOCOS SIN FILAMENTO



El otro día me acordé de ella. Hace muchos años estuve a su lado por treinta minutos. Estábamos adentro de una cabina radiofónica. Días antes había recibido una invitación del conductor para estar en su programa. Hablaríamos algo acerca de la obra de Cortázar, acepté de inmediato. Cuando entré al estudio ella ya estaba sentada en la mesa redonda, frente al conductor. Me senté al lado de la mujer. Tenía el cabello negro, algo enredado, sus manos eran delgadas como renuevos de árbol de durazno. Ella participó antes que yo, ahí supe que era miembro de un grupo de Neuróticos Anónimos. El conductor le preguntó por qué asistía al grupo y ella, como si hubiese sido un río detenido, abrió el dique y comenzó a botar cientos de palabras. Era como una piedra lanzada desde la cima de una montaña, al rodar tomaba más velocidad. Después de dos minutos el conductor adelantó el cuerpo sobre la mesa y puso su mano sobre la de ella y le dijo que se calmara. La mujer, con la inercia, todavía alcanzó a decir: “…Voy al grupo porque necesito desvaciarme”.
Luego me tocó participar a mí. La mujer no se movió. No recuerdo qué dije acerca de la obra del escritor. Sólo recuerdo a la mujer retorciéndose las manos y frotando sus manos sobre los muslos, como si se limpiara un sudor de siglos y la mezclilla del pantalón no le alcanzara.
Recuerdo, más que su rostro de piedra deshaciéndose en polvo, más que su sonrisa de puente de hamaca, más que sus ojos fijos de dial de radio antiguo, la palabra que dijo. Desde entonces sé que los hombres, para no llegar al umbral del delirio, necesitamos desvaciarnos.
¿De qué nos llenamos? ¿Qué tanta basura vamos acumulando en nuestra mente y en nuestro corazón? Tal vez cuando nacemos no somos un río de agua limpia, tal vez ya llevamos un montón de hojas secas (eso que llena el inconsciente colectivo); tal vez entonces el sentido de nuestra vida sea limpiar esas aguas e impedir todas esas botellas de cloro de plástico color verde que los otros nos avientan a diario.
¿Impedir que los otros ensucien nuestras aguas? ¡Es tan difícil! Por lo regular, el mundo se empecina, día a día, en enlodar nuestras orillas.
Tal vez lo que podemos hacer es lo que la insólita mujer recomendaba: Desvaciarnos. Botar todas las piedras día a día, minuto a minuto, a fin de no darle gusto a los perversos, a los que apuestan con llenarnos de mierda para que nos sintamos cucarachas.
¿De qué lianas podemos sujetarnos? Hay válvulas de escape, unos encuentran el pretexto en la religión, otros en el sexo, algunos más en el destrampe o en el arte o en la literatura. Sin embargo, cuando revisamos algunas biografías de famosos vemos que esas válvulas se convirtieron en ollas de presión. ¿Por qué aguas caminaba Hemingway o Billie Holliday? ¿Por qué trapecios volaban Van Gogh o Marilyn Monroe? La vida parece intransitable a veces. Algunas vías están sobresaturadas. Sin embargo, es preciso, botar las piedras que se acumulan al instante. Marianita pide, a diario, la dosis precisa para lograr el equilibrio. Ella sostiene que uno no debe “desvaciarse” a lo tonto. Es bueno, dice ella, que en nuestros ríos interiores exista un poco de hojas secas, algo que sea como una capa de ozono que nos salve del rayo directo de luz intensa.
Nunca más volví a ver a la mujer neurótica. Pero aún hoy, después de veinte o más años, la recuerdo en su temblor de gota en pretil, de hoja frágil a punto de otoño.
Creo que nadie, ningún maestro jamás, me dio tanto a través de una sola palabra. Con la palabra “desvaciar” me legó todo un universo de grietas, de sombras, de piedras húmedas adentro de cuevas; una orilla para eludir, para ver desde lejos. Igual que Mariana, yo también pido todas las mañanas la mano que ayude a desvaciarme, en la justa medida, para evitar que me quede sin nada, sin lo que soy, sin esta liana que nos hace humanos frágiles y ateridos, pero llenos de la luz de la esperanza. Hoy pido también al poder divino haga lo mismo con cada uno de mis lectores de El Heraldo de Chiapas, y conceda el mismo don a aquella mujer de la radio.
Tal vez algún día, los ancianos neuróticos y simpáticos de la Real Academia de la Lengua Española descubran esta palabra y la incluyan en su diccionario sólo para advertir que la vida sin la aplicación del verbo desvaciar no tiene armonía.