lunes, 17 de agosto de 2009

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIENTO CORRE SÓLO PARA UN LADO (I)




Están bien estos tiempos; está bien lo del internet, lo del teléfono móvil y lo del devedé. Pero, ¿sabés qué?, querida Mariana, debiera haber algo como un territorio de la nostalgia, un espacio donde los viejos pudiéramos encontrarnos con lo que fuimos ayer.
¿No es posible una sala vieja de cine viejo? ¿Una sala para ir los domingos a la matiné?
Acepto estos tiempos cibernéticos y los celebro con gran emoción, pero te juro que, a veces, extraño las cosas sencillas de antaño.
¿Sabés que hacía yo los domingos? Despertaba, jugaba un rato en el corredor e iba a misa, en el templo que me quedaba a cuadra y media de la casa. Regresaba y, en compañía de mis papás, me sentaba ante la mesa ya dispuesta con los tamales untados o de bola, frijoles con queso, tostadas, chocolate espumoso y pastelitos de manjar.
Hasta esa hora, dijéramos, cumplía con mis deberes familiares. A partir de ese instante mi compromiso de vida estaba puesto en el cine. Iba a la matiné (de diez a dos de la tarde), regresaba a casa a comer de rapidito y salía para ir al cine a la función doble, de cuatro de la tarde a ocho de la noche. ¿Mirás por qué tengo nostalgia del cine viejo con películas viejas? Tengo nostalgia incluso de eso que se llamaba “permanencia voluntaria” y que era como un pasaporte que nos permitía estar adentro todo el tiempo que quisiéramos. Ahora mirás la película (una, sólo una) y te echan para afuera sin ninguna consideración. Nosotros, los niños de entonces, nos quedábamos en el cine como si éste fuera nuestra casa y los empleados fueran como nuestros tíos o como nuestros apolillados abuelos que, a veces, se pasaban de la raya y nos jalaban de las orejas porque nos cachaban encaramados sobre las butacas: “¡Muchachito pendejo! ¿Esto es lo que hacés en tu casa? ¡No! ¿Verdad?”. ¿Cómo explicarle a don Humberto que nuestra casa era el cine?
El taquillero tenía un rollo de boletos dispuesto sobre un mostrador detrás de la ventanilla, el rollo de boletos era como una serpiente de color rosa o color amarillo deslavado. El taquillero arrancaba un crótalo a esa serpiente dormida cada vez que alguien le pagaba un boleto, que debía entregarse al hombre de la puerta de entrada. El recepcionista depositaba el boleto en una caja de madera que era como una alcancía extraña, porque, a diferencia de sus primas hermanas, no guardaba dinero.
Siempre ha llamado mi atención el ritual de entrada a los centros de espectáculos. Todo se puede comprar con dinero, menos la entrada al cine, al circo, al concierto y demás rollos escénicos. ¿Querés un carro? Pues das la paga y te dan el carro; lo mismo sucede con los libros, con los jitomates, con las pantaletas, con los condones, con los chiles secos y con servicios como corte de cabello, pintada de uñas y renta de devedés. Pero en la sala cinematográfica das la paga y te dan un boleto que es la llave para entrar al mundo de la imaginación. ¿A poco no es maravilloso este contrato temporal?
Por esto Emilio García Riera aseguraba que “El cine es mejor que la vida”. El cine se lleva de calle a la vida. La vida sería mucho más tolerable si imitara al cine. ¿Imaginás, por ejemplo, lo que sería la vida si una relación amorosa fuera como ir al cine? Vos le darías a tu pareja la llave para entrar a tu vida, con derecho a “permanencia voluntaria”. Él comería taquitos dorados, tomaría pepsi en vasos encerados, disfrutaría las palomitas en bolsa de papel y podría, en un arranque de travesura infantil, trepar sobre las butacas de tu sala. Pero, claro, como hay otras cosas que hacer, abandonaría tu sala sin ninguna reserva de malestar. El problema de las relaciones en la vida es que el contrato tiene, en letras chiquitas, una leyenda que reza: “Permanencia forzosa”, y esto, Mariana bonita, esto es lo que jode la vida.

(Nota: Si Dios -o Dámaris- no dispone otra cosa concluyo tu carta el próximo viernes).