miércoles, 19 de agosto de 2009

EL DENGUE Y LOS MOSQUITOS


Hay que "descacharrizar" para evitar el dengue. Buen descacharrizador será quien vaya al patio y elimine llantas viejas y utensilios donde pueda acumularse el agua. Hay que limpiar los patios. La fórmula es vieja. Mi abuelita Esperanza siempre me sugería limpiar mi cuarto y, de paso (decía ella), limpiar mi espíritu. En ese tiempo yo tomaba una escoba (pensaba que era un poco como la de San Martín de Porres) y le daba duro a la talacha del cuarto. Lo del espíritu parecía más complicado. La misma abuela me mandaba al confesionario con el padre fulano de tal. Debía hincarme y después de la frase mágica: ¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas? yo vomitaba todos mis pecados, un poco para limpiar la estancia. Nunca lo hice. El cuarto de mi casa quedaba más o menos limpio porque arrumbaba los tiliches, pero el espíritu no admite pecados arrumbados y yo siempre ocultaba los pecados más gordos (ahora sé que todo mundo hacía lo mismo). Después de la confesión salía más jodido, pues presentía que había agregado un pecado más a la larga lista que ya llevaba.
¿Cómo limpiar el cuarto del espíritu? Desechando todo. Nunca lo logré. Al cura le decía lo "decible". Me masturbo, padre; robé dinero a mi mamá para comprar dulces; tuve malos pensamientos (acá incluía, nunca supe por qué, las imágenes donde me veía jugando al doctor con alguna niña bonita); dije malcriadezas; y cosas intrascendentes por el estilo.
Ahora sé que nunca limpié mi espíritu porque no tiraba las llantas viejas. La bronca no estaba en lo que hacía sino en el agua vieja que una moral estricta me imponía todos los días.
¿Cómo nos descacharrizamos? Tal vez no albergando sentimientos de culpa. Hace tiempo estaba en desarmonía (un poco como si tuviera dengue en mi alma) y busqué la ayuda de un sacerdote. No me hinqué ante él, le pedí que nos sentáramos en una banca del templo. No quería confesarme, simplemente quería el oído de un extraño para desahogarme. Volqué todo, lloré y el sacerdote me escuchó y al final me dio su opinión. Ahora, de vez en vez, voy al templo (me gusta ir con frecuencia a los templos y mirar las veladoras y los pensamientos ardiendo) y platico con esa burbuja de silencio. Al final siento como si hubiera tirado toda el agua podrida, como si mi patio quedara más o menos decente para recibir la lluvia y las madrugadas de agosto o de septiembre.