viernes, 28 de agosto de 2009
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS DE ABAJO ESTÁN MÁS CERCA DEL RÍO
“Ella estaba detrás de un pilar, desde ahí vio a los tres hombres bajar por una escalinata luminosa”.
Así comienza un cuento escrito por Carlos Fuentes. En todo el desarrollo del texto jamás aparecen de nuevo el pilar y la escalinata. A mí el pilar no me importa como sí me importa la escalinata. Siempre que releo el texto me pregunto si esa luminosidad proviene de un vitral que ilumina la escalera o proviene de los tres hombres que bajan.
No sé qué pensás vos, pero yo digo que los hombres que bajan son los iluminados. Quienes suben o están en la cima son buscadores; quienes bajan ¡ya encontraron! ¿Has visto la mirada que tienen los que bajan? Saben, en lo íntimo, que ya estuvieron arriba. De ahí en adelante se dedicarán a contar lo que vieron cerca del cielo y vivirán tranquilos porque saben que después de eso ¡ya no hay más!
Existen algunos nostálgicos que insisten en volver a subir, pero ¿qué caso tiene recorrer una senda que se recorrió cuando la juventud estaba de tu lado?
No sé si existen hombres que repiten el “Camino de Santiago”, pero si así es, deben ser hombres muy desgraciados. El ascenso espiritual es válido una vez.
El camino de un escritor es un camino de ascenso. De pronto pareciera que algunos escritores se pierden en profundidades, en túneles que llevan a pozos ingratos, pero no es así. Burroughs o Ginsberg o Bukowsky o De Sade o Bataille o Duras o Garro parecieran ser escritores de sótanos. ¿Por qué esa aparente niebla de sus escritos? Porque sus obras las escribieron en el camino de ascenso. Cortázar, Pitol, Jane Austen, Yourcenar, Kawabata y demás vainas luminosas escribieron sus obras cuando ya venían en bajada de su montaña. El destino de todo escritor es llegar a lo más alto de su Everest particular. Los triunfadores son quienes pepenan objetos y ríos en el camino de ascenso y lo sueltan al viento una vez que inician el descenso.
La escalinata de ascenso no es luminosa, aunque esté iluminada con cientos de bujías o de velas o de reflectores. El ascenso, por definición, es oscuro y pesado.
Por esto, en las calles hallamos muchos hombres oscuros, que caminan como si fueran árboles torcidos.
La pregunta es ¿cómo identificamos a los hombres luminosos? ¿Cómo distinguir si es luminoso el maestro que está en aquel salón? ¿Cómo saber si ya llegó a la cima aquella muchacha que atiende en el café; el hombre que dormita en el microbús; el que toca la campana del templo; el que vomita afuera de la cantina; el que ya no quiere levantarse más de la cama; el que silba; el que toca el piano en aquella estancia; el que corre; el que duerme en la banca del parque; la que abre las piernas para que nazca su hijo; la que abre las piernas para que besen su sexo; el que poda el rosal? ¿Cómo saber en qué peldaño de la escalinata estamos parados vos y yo? Apenas nos hemos detenido un instante para que yo pueda escribirte esta carta y vos podás leerla.
Ah, Mariana, todo sería diferentes si fuésemos simples objetos. Los otros abrirían las ventanas para que entrara el sol y nosotros nos ilumináramos. Ah, si fuésemos mesa, lámpara de buró, silla de madera, parquet de sala o libro sobre escritorio. Pero no es así, somos hilo de agua y no nos queda más que invocar al viento ¡para ascender!
Siempre que veo una escalera pienso en lo que existe arriba. Toda escalera es como una mujer que te invita a descubrir el misterio oculto al final.
P.d. De niños nos entristece mirar la caída de un papalote; sonreiríamos si supiéramos que el papalote baja porque ya está lleno de cielo, de viento y de luz. ¿Carlos Fuentes es un papalote en el cielo o ya, iluminado, viene en picada?