lunes, 10 de agosto de 2009

INVENTARIO PARA INICIO DE SEMANA



Ella estaba a punto de nacer. Subió a la cima y, poniendo la mano como visera, vislumbró el horizonte en medio del líquido amniótico.
De acuerdo con el catálogo, el nacimiento traía incluidos tormentas; osos; pájaros en el aire; madrugadas; bostezos; noches estrelladas; lluvias; tsunamis; perros como mascotas; rezos; ramos de margaritas y tulipanes; terremotos; quebraduras de pierna; clases de piano y de ballet; películas y palomitas de horno de microondas; dolores lumbares; amoríos; fajes en los asientos traseros de los autos; visitas a moteles; dos o tres felatios y cuatro o cinco cunnilingus que le darían cuatro o cinco muchachos inexpertos.
Lo que el catálogo no decía es que ella, en el transcurso de su vida, debía ir adquiriendo objetos para llenar su casa. Porque si bien la casa viene incluida en el plan de vida (sólo los muy anacoretas deciden vivir adentro de cuevas hoy en día), los objetos que la hacen una verdadera casa son responsabilidad de quien la habita.
Esta tarea fue la primera incertidumbre que ella tuvo antes de nacer. ¿Con qué objetos se llena una casa? Ahí se dio cuenta que esto de vivir no era cosa sencilla, sino algo más bien complejo y absurdo. ¿Para qué arrumbar objetos si el catálogo decía que vivir era llegar sin nada e irse sin nada?
No tenía ningún gemelo al alcance que le proporcionara una lista. Parecía que tal tarea no tenía recetarios. La intuición apenas dejaba ver, entrelíneas, que los objetos de la casa debían corresponder a su personalidad y a su carácter. Pero, qué podía ella saber de personalidades si su árbol genealógico apenas era una trilla visible que, se supone, iría descifrando conforme creciera.
Decidió entonces apelar a su Inconsciente Colectivo. Con los ojos cerrados (como los tenía desde el momento que fue cigoto) hurgó en esas profundidades descubiertas por un tal Carl Gustav Jung.
Así se enteró que debía adquirir los siguientes objetos: un paraguas y un bote forrado con tela para conservar el paraguas en tiempo de secas y que debe permanecer justo al lado derecho de la puerta de entrada; un impermeable y un perchero para colgar el impermeable; un cuaderno y una pluma; un love seat y un sillón individual para recibir a las visitas; un juego de té y una caja de sobres de té de manzanilla; una cama king size y una hamaca para los parientes que llegan de improviso (descubrió que nacía sola, pero, en esencia no estaba tan sola). Tenía ocho tíos, dos abuelos, y una madre soltera; además contaba con veintidós primos (cuatro de los cuales pertenecían a una banda de robacoches y dos eran polleros; además de una primita que le daba vuelo a la hilacha con cuanto muchacho se le ponía enfrente. De acá dedujo que su familia era una de tantas).
Conforme escribió la lista necesitó más y más hojas. Porque además debía poseer un servilletero; una vajilla; ocho vasos de cristal y dos de metal; tres cepillos de dientes; toallas sanitarias; pomada para magulladuras; condones; un consolador; y botellas de alcohol (tanto etílico para uso sanitario como disfrazado en botellas con nombres simpáticos: güisqui, ron, brandy o posh).
“Uf”, exclamó, eso de vivir era una joda. Pero ya no era tiempo de echar marcha atrás. Los pujidos de su mamá con las piernas abiertas le indicaban que estaba a punto de iniciar la aventura más grande del universo. Guardó la relación de objetos y se dijo que la continuaría en cuanto la vida le diera un tiempito. Pensó que ahora estaría muy ocupada en atender a los amigos y familiares de su mamá.
“Chin”, en ese momento dijo su primer exabrupto y tuvo su primer arrobo religioso pues a la vez invocó la misericordia de Dios al pensar que no tardaban en llegar la putita de su prima y los pinches polleros y robacoches.
Bueno, se dijo, ni soy la primera ni seré la última y asomó su cabecita para ver el mundo por primera vez.