miércoles, 7 de octubre de 2009

COLABORACIÓN ESPECIAL PARA PALABRA ESCRITA


CONTAR LA VIDA

Una tarde apareció una foto. Yo buscaba un documento en el archivo “muerto” de mi casa y la foto brincó en medio de muchas más. La foto es de los años setentas. Ahí estamos Paco Gamboa, Rodolfo Castellanos y yo. Estamos en Avenida Cuauhtémoc, de la ciudad de México. Asumo que es día domingo, porque el Sol está vestido de fiesta, de fútbol en el Estadio Azteca, de paseo por Chapultepec o Xochimilco, de Cine Prado o de Museo de Arte Contemporáneo.
Para el lector, probablemente, la foto no dice nada. Es una simple foto donde aparecen tres jóvenes. Por esto debo abundar un poco más, para que el lector comprenda que esta foto dice más de lo que dice. La perspectiva cambia si digo que esta fotografía muestra a tres jóvenes comitecos que, un día, abandonaron su pueblo para ir a estudiar a la ciudad de México. Esto no tendría nada de raro, a menos que dijera que esos tres jóvenes, un día, regresaron a su pueblo y hoy viven ahí.
Por lo regular las historias de vida no son así. Muchos compas de mi generación se fueron a estudiar a otras ciudades (en los años setentas no existían tantas opciones de educación superior como ahora. Incluso en Las Margaritas existe ya una Universidad Intercultural). Muchos de esos compas setenteros se titularon y se quedaron a vivir en otros lugares. Compas de mi generación viven en otras ciudades: Tlaxcala, Puebla, Veracruz, ciudad de México y varios lugares más. Regresan a Comitán sólo en temporada de vacaciones. A veces sé de ellos, los veo aparecer en televisión o hablan de ellos en la radio o en la prensa; a veces, algún otro compa pasa el dato que fulano de tal fue a dar una conferencia al extranjero o perengano es dueño de una empresa donde gana mucho dinero; a veces sabemos que sutano, en forma más modesta, busca para la chuleta todos los días.
Por fortuna, ellos se sienten bien en los lugares donde residen y son exitosos en sus diversos campos profesionales. A veces, cuando platico con algunos de ellos, en corto aseguran que les gustaría regresar a este pueblo, pero, ¿qué regresan a hacer? Llevan viviendo fuera más de veinticinco años (¡toda una vida!). Formaron sus familias en otros cielos. Las esposas e hijos están acostumbrados a otro modo de ser. A estos compas, Comitán les resulta ya un mero referente nostálgico. Sus familiares están acostumbrados al movimiento continuo, por lo que la ciudad de Comitán se les antoja somnolienta.
¿Por qué, entonces, regresaron los tres jóvenes de la foto? Cuando a Rodolfo le mostré la foto él parodió a Gabriel García Márquez y dijo: “Vivir para contarla”.
El encuentro de la foto lo tomé como una bendición porque la mayoría de compas que salen de esta ciudad para ir a estudiar a otro lugar ¡están vivos! Muchos no regresan. Quienes lo hacen ¿por qué lo hacen?
Las fotos de generación muestran compas ya fallecidos, pero la mayoría, siempre, sigue vivita y coleando, muchos coleando, como peces, en otras aguas. Por esto las fotos antiguas son como un rayo de luz en el presente. La mayoría -dijera Gabo- ¡vive para contarla!
Por esto, cuando la foto brincó a mis manos ¡sonreí de más! Mi sonrisa fue a manera de agradecimiento a la vida, porque la foto nos muestra completos.
¿Por qué esos tres jóvenes de la foto regresaron a su pueblo? Sabemos bien que se desprendieron para ir a rodar el mundo, pero, ¿cuál fue el prodigio que provocó su regreso? ¿Qué encuentran en Comitán tres jóvenes que ya conocieron la magia de las ciudades grandes? ¿Qué encanto posee un modesto poblado ante el oropel de los grandes aparadores? ¿Qué futuro tiene un hombre que salió para conocer el mundo y apenas llegó a la orilla del mundo dio media vuelta sin atreverse a cruzar el mar?
Hace tiempo Óscar Bonifaz publicó un libro bello: “Semblanzas de mi pueblo”. Reunió una serie de fotos de principios del siglo XX y, a fines de los setentas, se ubicó en el mismo lugar para dar constancia de las transformaciones. La foto de esos tres jóvenes es una foto que juega el mismo juego. Hoy, bien podrían reunirse los tres, cuarenta años después, no para dar constancia de las transformaciones de su físico sino simplemente para invocar el prodigio del río de la vida. Ha corrido mucha agua debajo del puente, pero el agua de la vida ¡no los sacó del caudal!
A los tres los veo complacidos, agradecidos con la vida. Tal vez entendieron que el porvenir está en el corazón del hombre. Y el corazón del hombre está en el lugar donde enterró su “mushuc”.

EN MEMORIA DE LA MEMORIA

Hay una enfermedad que se llama Alzheimer. Qué ironía porque a pesar de que es un nombre que alude a la pérdida de la memoria no se nos olvida. Muchos juegan con el nombre, como si fuese un aro de esos que se avientan para ensartar en una botella. “Ya comienza a darme el alemán”, dicen y ríen. En mis tiempos de joven bromeábamos, cuando un compa olvidaba algo le decíamos: “Tomá tu sukrol”. El “sukrol” era una medicina, en pastillas, que -según rezaba el mensaje en la caja verde- ayudaba a la buena memoria. En ese tiempo el “sukrol” sólo se conseguía en Guatemala.
No juego con ese nombre. Me aterra la idea de que al mundo le diera Alzheimer y un día olvidáramos todo. Gabriel García Márquez dice, en “Cien Años de Soledad”, que un día apareció el mal en Macondo y los moradores tuvieron la necesidad de escribir en pedazos de papel los nombres de los objetos; luego debieron escribir también para qué servían.
Me aterra pensar que algún día Comitán comience a padecer esta enfermedad, que olvide los nombres de sus cosas más íntimas y el uso de cada una de ellas.
¿Alguien recuerda el prodigio de la entrada de velas y flores que parte del “Chumís” para celebrar a San Caralampio? ¿Alguien recuerda cómo eran las tallas de madera de San Caralampio? No sé. Parece que “El Alemán” ha comenzado a inundarnos, de poco a poco.
La entrada de velas y flores del año pasado fue un simple remedo de carnaval lleno de travestis y de malas copias de personajes de otras partes. Las imágenes de San Caralampio ahora son simples caricaturas de lo que fueron antes (he visto algunas imágenes de yeso donde las manos salen del pecho como si el santo no tuviera brazos. Es una imagen humillante y triste).
Dicen que no hay cura para tal enfermedad. Un día, el hombre comienza a perder los rasgos de su propia historia. Llega la hija, por ejemplo, y el viejo no la reconoce como tal. “Soy María, tu hija”, dice ella y el viejo la ve como quien mira un barco en el horizonte. Poco a poco la memoria se convierte en una nata difícil de eliminar. El hombre con tal padecimiento pierde los retazos de su historia. Llega el momento en que ¡ya no es! Pierde su pasado, su nombre, su identidad, su calidad de hombre. El árbol fuerte termina siendo una simple rama seca. La memoria se le fue, como agua, entre las manos. Tiene sed pero no sabe qué puede saciarla, no sabe qué es sed, ni sabe que el agua se llama agua y que ésta mitiga la sed. No sabe que el Sol se llama Sol y que calienta las madrugadas del hombre, porque ya no recuerda qué es la madrugada y qué el hombre.
Así Comitán, poco a poco, parece estar olvidando su memoria. En el intento de rescatar algo está apropiándose de otros rasgos culturales. Un día creerá que se llama de otra manera. Creerá que se llama Veracruz o Mazatlán cuando mire el remedo de carnaval el día de la entrada de velas y flores de San Caralampio. Creerá que el mar le corresponde y buscará una playa para desovar, pero los depredadores no dejarán que las crías vuelvan al agua.
Al paso que va, Comitán descubrirá que no se llama Veracruz y ya tampoco se llamará Comitán. Se quedará sin nombre y ya no hallará quién lo nombre.
No juego con esa palabra. Me aterra. ¿Cómo una simple palabra puede designar esa plaga que roba todos los nombres y objetos del hombre?