lunes, 12 de octubre de 2009

A MÍ TAMBIÉN ME GUSTA DIOS



Según Sabines, a Dios “le gusta jugar”. Y según varios lectores, a Sabines también le gustaba jugar. Sabines, a veces, jugaba a la botella, a veces a encontrar el poema debajo de la piedra.
A todo mundo le gusta jugar, pero no todo mundo juega bien. Quienes juegan al perfecto ¡no saben jugar! Lo bonito del juego es la imperfección, la piedra con grietas.
Hay muchachas que tienen la gracia del juego, así como hay gatos que son más gato que otros. Los gatos más simples únicamente juegan el bollo de estambre con una de sus manos o trepan al tejado en noches de luna llena; los más lúdicos juegan a que son perros y a la hora que ladran sacan las uñas y se divierten mucho porque ya se sabe que gato que ladra no muerde pero sí entierra las uñas.
Hay poetas que son como gatos simples; hay otros que juegan a aullar en noche de luna llena. Dios es un poeta aullador. Bien pudo haber hecho el universo en un solo guiño, pero prefirió hacerlo en varios días, todo porque el juego es más emocionante si se le da su tiempo. Esto lo sabe muy bien el amante sabio. Hacer el amor es como inventar el universo. Debe hacerse en varios tiempos y descansar el séptimo día.
Claro, como todo juego, la creación del universo aceptó el azar de la improvisación. El fútbol tiene sus reglas bien precisas, así como el soneto en la poesía tiene una estructura de corsé; pero ambas disciplinas pueden -si los poetas del balón y del verso libre así lo deciden- optar por la ruptura de lo estricto. Así, el mundo, de pronto, se topa con una maravillosa jugada de Ronaldinho o un verso luminoso de Efraín Bartolomé. Pero como todo juego tiene luz y sombras, también por ahí se cuela un “oso” de Giovanni o un verso malogrado de uno que se creyó poeta. Y esto le pasó al Dios juguetón cuando creó el universo. Entusiasmado con esa pizca de azar dejó que algunas imperfecciones se colaran. Después de todo el juego tiene a la imperfección como característica esencial. Si el fútbol o la poesía fueran perfectos todo sería robótico, como escrito o jugado sobre una placa de metal.
Por esto, lo que para el ateo es un defecto, para los demás hombres resulta una bendición. El Dios juguetón permitió, con esas imperfecciones, que los hombres también participaran del juego.
La vida no es más que el juego de Dios en el que los humanos jugamos a jugar. ¡Un mundo completamente luminoso sería muy aburrido! Esta es la grandeza de Dios. Por esto, Sabines no dudó en decir que Dios “es un viejo magnífico que no se toma en serio”. El propio Sabines también fue un viejo -no tan magnífico- que no se tomó muy en serio. Su creación tiene imperfecciones gramaticales. Un lector de su obra encuentra al lado de una vía láctea enormes hoyos negros que no se sabe porqué tragan la energía.
Tal vez ese sea el mérito literario de Sabines. Escribió para hombres y mujeres juguetones. Dejó la poesía de Octavio Paz para los que se toman todo en serio.
A mí, más que Sabines, me gusta leer a Efraín Bartolomé. Es mi grano de maíz con el que señalo la luna o el valiente en el juego de lotería que Dios creó. A mí, igual que a Sabines, “me encanta Dios”, por el juego maravilloso que nos legó; me encanta porque, si de Sabines hablamos ya en pasado, Dios siempre es presente.