lunes, 19 de octubre de 2009

PARA LOS QUE SE ABURREN



Nos hemos vuelto rutinarios. En el principio todo era emocionante. Después de miles de millones de años, un bicho marino salió a la playa y ahí “evolucionó” en animal terrestre; luego este animal se creó alas para trepar a los árboles y convertirse en pájaro. ¿O fue al revés? Lo que haya sido, ¡la vida era fascinante! Había un afán de ser otra cosa, de evolucionar. Fue tan intenso este movimiento que la Asociación de Animales Evolucionados decidió ir más allá y -según Darwin- eligió al mono para que se convirtiera en hombre.
Una vez que el hombre fue hombre vio que todos los animales se divertían como changos en la cuerda y decidió evolucionar también. Se inventó aletas y nadó en los mares como si fuera un pez; más tarde se inventó unas alas y, como si fuera pájaro, voló sobre un aparatejo que llamó avión.
Un día, quién sabe por qué, el hombre se conformó con ser lo que había sido durante miles de años.
Desde entonces todo se volvió soso. Como que al hombre se le agotó el deseo de cambio o descubrió que el mundo es limitado. El hombre no puede ir más allá del fondo del mar. Y, en el espacio, no le queda más que volar, volar, para alcanzar alguna estrella a cientos de años luz.
El hombre del siglo XXI difiere muy poco de su antepasado del siglo XVI. Por esto, ahora trata de evitar la rutina inventando ideas estúpidas, como la de bombardear la Luna para hallar agua.
Antes era emocionante creer que la tierra era redonda, por lo que un día algún intrépido trepaba a una carabela en intento de demostrar su idea. La gente, en la playa, lo despedía con esperanza, a sabiendas de que kilómetros más adelante su carabela caería en el abismo del infinito. Pero el intrépido regresaba a su lugar de origen y contaba que la tierra era redonda y que más allá de los confines existía una tierra maravillosa. Cientos de hombres, entonces, trepaban sobre sus carabelas y se enfrentaban a lo desconocido conocido. Ahora ya no es así. Las mayorías han quedado afuera de toda emoción. Seis u ocho astronautas trepan a una nave y “caminan” en el espacio. Regresan y platican su experiencia, pero ya no sucede más. Medio mundo les cree pero las multitudes ya no suben a las naves interplanetarias en afán de imitar a los neo conquistadores. La gente se mete a su casa, prende la televisión, calienta una taza de café, se pone las pantuflas, se tumba en la poltrona y mira una película (a veces mira una película que cuenta cómo el mundo de antes era muy emocionante).
Mi cuadra es reflejo de lo que sucede en el mundo. El otro día abrí la puerta y me senté en la banqueta. Después de diez o quince minutos comencé a sentir una presión en mi garganta y en mi pecho. La calle estaba vacía, de vez en vez pasaba un auto o se oía el paso de una línea de cotorros en el cielo. Pasaron veinte minutos y ni un niño apareció. Pensé entonces que el mundo se había quedado sin niños, porque en mis tiempos de niño, no había tarde de Dios en que la calle no estuviera llena de chavales jugando pelota, saltando la cuerda, lanzando el trompo o echando canicas. A los treinta minutos no pude más, me paré y fui a tocar en las puertas de las casas. Las señoras abrieron y, con desconfianza, me dijeron que sus hijos estaban bien, que estaban viendo la tele o jugando videojuegos o chateando. Pensé entonces que los niños de estos tiempos están contagiados del mismo mal que aqueja al mundo entero: la rutina.
A nadie le interesa explorar el mundo. Hemos dejado que unos pocos lo hagan por todos nosotros. Los pocos suben al Everest o llegan al fondo del mar o caminan por el espacio, mientras la mayoría espera tumbado en su casa el mensaje por twitter que dé cuenta del suceso.
Nos cerramos todas las puertas del descubrimiento. Es cierto, ya no podemos inventar que el mundo es plano o jugar a la “involución” para convertirnos en changos trepadores de lianas; pero bien pudiéramos salir a la calle a inventar nuevos juegos que no tengan nada que ver con la pantalla de la computadora o del televisor. Hemos llegado a un punto donde no hay retorno y, parece, tampoco hay mucho por delante.
¿Qué nos pasó?