miércoles, 21 de octubre de 2009

RÉQUIEM POR UN DUEÑO DE NADA



El Mingo se murió y ¡qué se le va hacer! Esto de morirse, así como lo de nacer, es cosa de todos los días. Con excepción de ingeniero, los demás oficios que terminan en “ero” no garantizan paga. El Mingo era yesero. Pero a pesar de sus escasas posesiones, la tía Marina y los demás sobrinos andan de la greña por la herencia. ¿Cuál?, diría El Mingo, si poseía sólo chunches corrientes. ¡Qué ganas de haber tenido un brazalete de oro, un cenicero de cristal cortado o un vino de esos que aparecen en las portadas de las revistas que lee la Micaela! ¡Qué ganas! Pero no, El Mingo apenas posesiones chafas. Y ahora están llenas de polvo y de humedades y de polilla y de sarro. Pero doña Marina y los demás buitres se disputan la herencia como si fueran perros peleando una ensarta de chorizos.
Qué ganas de ser como yate, pero El Mingo apenas balsa de madera y lazos podridos. Ser yesero no le dio más que para sobrevivir, para pagar una operación de la próstata, y para comprar un terreno de 8 x 10 donde levantó una casa con techo de láminas de asbesto. ¡Qué ganas de tener mujer e hijos! Una mujer de esas que aparecen en Vogue y niños como esos que salen en la portada de People; pero ¡con qué tuertos divinos ojos! Por eso, sólo de vez en vez, se atrevió a solicitar los servicios de una puta barata, para darle alpiste a su pajarito.
Le hubiera gustado vivir más. Tenía pendiente un trabajo de yeso para el retablo del templo de Santo Domingo. Nunca fue de ir a misa, pero sólo por ver su obra hubiera ido el domingo. Dejó pendiente un juego de dominó con la palomilla. Su palomilla. Ah, si El Mingo supiera, ninguno de sus compas fue al velorio, menos al entierro. Estaban entretenidos en el juego del dominó. Su entierro fue una tarde lluviosa. Menos mal que fue precavido y, cuando cumplió veintiocho años, se regaló una perpetuidad de cuatro cajones.
Tal vez por eso la tía Marina se cree con derecho de vaciar la casa de El Mingo. Dice que ella pagó la misa y el servicio de café en la funeraria. Los sobrinos dicen que el café ya estaba incluido en el pago que hizo el difunto. Porque eso sí, servicios modestos, pero a El Mingo le gustaban completos. Lo mismo cuando iba con el barbero, que cuando iba a cenar al restaurante de don Julián; lo mismo cuando se metía al cine o cuando pedía dos tortas para llevar. Siempre pedía “Con todo”, aunque costara más.
¡Ah, si hubiera tenido la suerte de otros! Seguro que se hubiera comprado un carro como esos que salen en las contraportadas del Playboy; un par de tenis como los de Ronaldinho; unos caballos como los de Vicente Fernández. Porque eso sí, jodido y todo, pero de buenos gustos. Tal vez el único lujo que se dio en vida fue el sombrero que compró en 1982, cuando viajó a la ciudad de México por aquello de la operación. Caminaba por una avenida enorme, cuando se paró frente a un aparador y vio el sombrero, tejano, de ala volada, con una cinta y ribetes de filo plateado y una tarjeta de color fluorescente con el precio. Era el último día, ya le habían dado de alta en el hospital; estaba haciendo tiempo para que llegaran las siete, hora de su salida. Revisó su cartera y vio que apenas le ajustaba. Entró, se probó el sombrero frente a un espejo y salió de la tienda con una sonrisa que jamás tuvo.
El día que lo encontraron tirado en su taller ¡no sonreía!
El Mingo se murió y ¡qué se le va a hacer! Dejó pendientes. Sobre todo dejó sueños inconclusos. Una tarde fue al banco HSBC a abrir una cuenta de ahorros. Se había hecho el propósito de ahorrar lo más que pudiera para que, si Dios le daba vida, le alcanzara para un viaje de ida y vuelta a los juegos olímpicos del 2016. Pensó que tenía tiempo para lograr un buen ahorro. Porque otro sueño que canceló en vida fue el de ser campeón olímpico. En su taller tenía un par de argollas. Cada mañana se ponía una camiseta con los colores de la bandera mexicana y, mientras hacía el Cristo, soñaba con la gloria.
Pobres los buitres. Pobre la tía Marina y los sobrinos. Cargando chunches viejos. El día que se mueran quién sabe quiénes pelearán esos mismos despojos materiales que ahora se empecinan en poseer.
¡Qué ganas de ir a Brasil y enredarse con una garota de Ipanema! ¡Pero ya no!
El Mingo se murió y con él se murieron sus sueños. ¡Qué se le va a hacer!