martes, 30 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON UN POCO DE AGUA LIMPIA
Querida Mariana: mis tíos Guillermo y Juanita tuvieron once hijos. Eran tiempos de familias grandes. Mi abuelita María, fue hermana de tía Juanita, por eso mi papá fue primo hermano de los once muchachos. Hasta hace diez días había tres sobrevivientes de los once: mi tío Artemio, mi tío Gilberto y mi tía Maty. Uno de estos días falleció Artemio, sólo quedan vivos Gilberto y Maty. El tío Artemio se unió a Ernesto, Ramiro, Ciro, Jorge, Lolita, Elenita, Clarita y Alicita.
Once hijos, qué familia tan generosa. Cuando falleció mi tía Juanita, todos los amigos y familiares lamentamos su ausencia. Al siguiente día del entierro, la familia organizó el novenario en la casa de La Pila, en la esquina de la bajada del Resbalón, casa con dos tanques (albercas) donde llegaban a nadar muchos muchachitos. La tía, sentada en el corredor de la casa, cobraba la entrada.
Todos estábamos serios y tristes a la hora que comenzó el rosario, pero al término, el luto abandonó el color negro y se pintó de mil colores luminosos. Los adultos, sentados en sillas plegadizas en el corredor prendieron un cigarro, tomaron café, platicaron y rieron; los niños fuimos al patio y jugamos, cerca de un árbol inmenso, no recuerdo el nombre del árbol, pero Juan decía que era “árbol de agua”, porque era hermano de los que crecen en la orilla del Río Grande. La primada corría en la huerta donde crecían cientos de cartuchos (alcatraces). A mí me encantaba saltar los canales estrechos, chaparritos, rebosantes de agua limpia, del agua que llegaba de La Pila, la misma agua que llenaba los tanques.
Ya podés imaginar la cantidad de tíos y primos. De los once muchachos, nueve se casaron, dos de los varones no se conformaron con una sola mujer, sino que tuvieron dos, eso hizo que la familia creciera. Esa familia inmensa hacía inolvidables los festejos y, también, ya lo dije, los sucesos trágicos.
Ahora, en tiempo de pandemia, es común escuchar cuando fallece alguien que fue despedido sólo por la familia cercana. En caso de mis tíos, la familia cercana es multitud.
Mi tío Guillermo fue propietario de un rancho hermoso, ubicado al lado izquierdo de la carretera de Comitán a Teopisca: Yerbabuena. El tío Artemio también tuvo rancho, por el rumbo de Las Margaritas. Mi primo Memo me platicó que en vacaciones escolares iba al rancho de su papá; se ponía a llorar cuando las vacaciones terminaban y debía regresar a Comitán para reincorporarse a la escuela. Él era feliz en el rancho.
Pero mi tío Artemio no sólo fue ranchero, también fue comerciante. Lo recuerdo en un local donde ahora está el Súper del Centro.
No sé si en el atrio del templo de San Agustín todavía hay uno o dos juegos montables eléctricos que funcionaban con monedas. Esos juegos (tal vez carros o caballos) los compró mi tío para colocarlos en el interior de su zapatería. Con visión comercial los compró y los puso en el interior de su negocio, así, cuando los papás llevaban a sus hijos a comprar zapatos, el tío pellizcaba otras monedas ante la insistencia de los niños por subir al montable. Una mañana mi papá pasó a saludar al tío y le contó que ayudaba a un grupo de personas en la construcción del templo de San Agustín (en la fachada del templo existe una placa donde agradecen a las personas que ayudaron a la construcción y, gracias a Dios, ahí está el nombre de mi papá). Cuando mi papá vio los dos montables le dijo al primo Artemio que ayudara a conseguir fondos. ¿Cómo? Doná esos juegos. Tío Artemio vio los montables y dijo que estaba bien, que si era para una buena causa. Otra mañana, un grupo de muchachos subió (no recuerdo bien) uno o dos montables a un camioncito de redilas y llegaron al atrio donde comenzaron a dar monedas para otros ladrillos.
Recordé esto ahora que falleció el tío Artemio. Lo cuento porque su nombre no aparece en la placa de la fachada. Es justo que su nombre aparezca en esta carta que te envío. Uno o dos montables hicieron la delicia de muchos niños y dieron paguita para continuar con los trabajos de construcción.
Posdata: no sé si esos montables siguen ahí, porque llegaron hace muchos años, ya deben estar inservibles, pero estoy seguro que algunas personas los recuerdan y tal vez, cuando fueron chiquitíos, metieron una moneda y treparon sobre el carrito y rieron al sentir el movimiento de ola hacia atrás y adelante.
Mi tío Guillermo y mi tía Juanita tuvieron once hijos, estos hijos (con excepción de las tías Elenita y Alicita, que no se casaron) tuvieron muchos hijos y éstos tuvieron muchos más. Ahora, la familia es inmensa, árbol prodigioso, fuerte y sólido como el árbol que había en el patio de la casa de La Pila, árbol de agua, bellísimo sabino.
lunes, 29 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, DONDE SE DICE QUE YO SÍ CONOCÍ A LOLITA ALBORES (Parte 14)
Querida Mariana: esta serie de cartas es un homenaje a doña Lolita. En sus crónicas ella nos regaló muchos elementos para entender nuestra identidad comiteca. En la crónica donde habla de su cercanía con Rosario Castellanos, la famosa escritora, nos legó un testimonio de gran valor humano. ¿Cómo era la Rosario que ella conoció? ¿Cómo eran sus papás? Doña Lolita (Dios bendiga por siempre su memoria) nos dio palabras de primera mano, porque no cualquier persona vivió al lado de Rosario, como doña Lolita lo hizo por una temporada.
Paso copia de un fragmento y, si lo mirás bien, tratamos de desmenuzarlo tantito, tantito porque no se puede más.
Dice doña Lolita Albores:
“Rosario y su papá se entendían muy bien cuando hablaban de escritores y de política, leía cada uno su periódico y cambiaban opiniones; doña Adriana quedaba aislada y por eso cuando yo estaba con ella se sentía contenta de tener con quien hablar de cosas más sencillas. No era de categoría inferior como muchos dicen. Las familias Castellanos y Figueroa eran iguales socialmente, dueños de fincas, pero como en esos tiempos las mujeres no asistían a escuelas superiores y solamente se dedicaban al hogar, don César, recibido de Ingeniero Civil en los Estados Unidos era más culto y por lo tanto podía entenderse mejor con Rosario. Pero como conversadora y observadora, doña Adriana les ganaba; yo siempre la vi serena y de carácter muy dulce. A don César, como un hombre muy sensible, que se dolía mucho de las penas ajenas y trataba a todos con mucha amabilidad y cortesía; así los recuerdo cuando tuve la oportunidad de vivir en su casa y ellos en la mía”.
Para todos los interesados en vida, obra y “milagros” de Rosario acá hay elementos reales: la visión de doña Lolita, personaje comiteco que como dice, tuvo “la oportunidad de vivir” en casa de los Castellanos Figueroa y ellos tuvieron la oportunidad de vivir en la casa comiteca de doña Lolita. Ya vimos en fragmentos anteriores que don César tenía una cama en casa de doña Lolita, que usaba cuando llegaba a Comitán, desde México. Cuando la mamá de Rosario viajaba a Comitán mandaba a rentar una casa y pedía que contrataran a la servidumbre de siempre, la que había trabajado en su casa cuando radicaron acá. El ingeniero Castellanos se sentía apapachado, consentido, en casa de la mamá de doña Lolita.
Doña Lolita dice que hay una idea equivocada cuando algunos biógrafos comentan que doña Adriana era una mujer sencilla del sencillo barrio de San Sebastián, y lo hacen discriminándola. Sí, dice doña Lolita, doña Adriana era una mujer sencilla, de un sencillo barrio, de un sencillo pueblo, pero su familia, la familia Figueroa, también era propietaria de fincas, como lo era la familia Castellanos.
Por supuesto, acá hay un hueco donde los investigadores e historiadores deben hurgar. Basta acercarse a los herederos, a los sobrinos nietos de Rosario, por parte de la familia materna y desentrañar estos misterios. Las fincas de don César están bien ubicadas; ¿en dónde estaban las fincas de la familia Figueroa Abarca? Según la información que corre, los restos mortales del hermanito de Rosario fueron depositados en una tumba de la familia materna y no en tumba de la familia Castellanos. ¿Es así? No hay certeza, pero si es así, eso daría idea también de que la familia de doña Adriana tenía suficientes recursos económicos, porque el sepulcro contaba con una catacumba y este tipo de construcción la poseían las personas de cierto nivel social.
Hay muchas preguntas. Doña Lolita nos contó y al contar nos dejó testimonios importantes, pero, asimismo, sembró cuestionamientos para que las nuevas generaciones vayan completando el rompecabezas intelectual. Al hablar de doña Lolita y de Rosario hablamos de dos familias comitecas, por lo tanto, hablamos de elementos constitutivos de nuestro Comitán. Rosario, en algunos cuentos y en su novela “Balún Canán” habló del Comitán que vivió; doña Lolita en sus anécdotas, discos y crónicas también habló de Comitán. Cuando nosotros nos acercamos a sus voces escuchamos una clase de historia popular del pueblo y eso nos enriquece. Por eso me atrevo a copiar fragmentos de la crónica de doña Lolita y comentarlos con vos. Si alguien preguntara cómo era el carácter del papá de Rosario, bien podemos decir que, según doña Lolita, era un hombre muy sensible, que se dolía de las penas ajenas y trataba a todos con mucha amabilidad y cortesía. ¿Y cómo era el carácter de doña Adriana? Era serena, de carácter muy dulce y, afirmaba doña Lolita, como conversadora y observadora dejaba muy atrás a su esposo y a su hija. ¡Retratos geniales!
Posdata: ¿vos conocés algún retrato de los papás de Rosario? He buscado en el Museo Rosario Castellanos, pero no lo he visto. Tal vez Ricardo Guerra Castellanos, hijo de Rosario, tenga algún retrato de sus abuelos; tal vez por ahí esté la fotografía del hermanito de Rosario que los papás, según cuenta doña Lolita, tenían en su residencia de la Ciudad de México. ¿Qué tanto heredó Rosario del físico de su papá y de su mamá? Rosario era de estatura baja, así imagino a la mamá, pero esto ya cae en el terreno de lo imaginado. Lo ideal sería tener una fotografía que diera constancia del físico del papá y de la mamá. Por ahí, en algún baúl debe estar este documento que, sin duda, ayudará a seguir armando el rompecabezas.
domingo, 28 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON RÁBANOS Y AJOS
Querida Mariana: hay de pleitos a pleitos. Roxana dice que lo peor son los pleitos de comadres. Azucena dice que no es cierto, que los peores son los pleitos de verduras. ¿De verduleros? ¡No!, de verduras. Los pleitos de verduras son tan de huerto, que caen en el terreno de lo que las frutas llaman jalea aguada, porque mientras una verdura lanza golpes, la contrincante canta. Sí, así de bobos son los pleitos de verduras.
Azucena dice que una vez le tocó ver el pleito entre un rábano y un aguacate. El rábano, haciendo uso de la característica que posee y que hace que quienes lo comen lo repitan a cada rato, repetía golpes a diestra y siniestra, mientras el aguacate, en intento de defensa cantaba la adivinanza de: agua pasa por mi casa, cate de mi corazón y, en lugar de golpear al rábano, se pegaba cates en el corazón.
Algunas riñas de verduras son lo contrario de lo que anuncian: no son duras sino suaves. Se dio el caso de un pleito entre un pimiento y una espinaca. La espinaca dijo que no se rebajaría, porque en realidad ella no era naca sino princesa, mientras el pimiento insistía en decir que él no mentía y cantaba la canción de la mentira, cambiando la letra: “Se te olvida, que eres naca y no lo que dices”.
La zanahoria cantaba con voz de soprano la canción que dice: el comal le dijo a la olla, oye ¡cebolla!, oye, oye, terminarás en la olla, pero la zanahoria no venció el pleito, al final se convirtió en enfermahoria por tanto llanto que le causó la cebolla, que se quitaba la envoltura al ritmo de chachachá.
¿Cómo explicarle al ajo puerro que es hijastro de don Puerro y no hijo del ajo? ¿Cómo explicarle al chile morrón que es puro morrón porque no pica? ¿Cómo decirle al cilantro que si algunos le dicen nolantro es para usar un eufemismo, porque su verdadero nombre es el indigno culantro?
Somos lo que vemos, lo que comemos. ¿Por qué Roxana es tan negativa? Basta ver lo que come para saberlo, ella, todas las tardes, come ensalada de pepino. Lo mismo pasa con don Agustín, ¿por qué es un viejo rabo verde? Porque todas las mañanas come coliflor, que es como decir que le florea la cola.
Si entre verduras hay pleitos, ya podés imaginar los pleitos que se dan entre frutos y verduras. ¿Recordás el pleito del siglo entre la fresa y la espinaca? ¡Ah, fue de antología! La espinaca agrediendo: “Es que me dijistes que no vinistes, pero yo te vide con mi Vítor”, mientras la otra justificando porque no iba a pelear con ella: “No, nena, tú no me llegas a las pompis, o sea, hello”. Ese pleito, al final, terminó como una pelea de El Canelo, porque estuvo muy cansada y aburrida.
¿Cómo explicarle a la calabaza ignorante que su nombre se escribe con zeta y no como ella insiste en escribirlo, con ese, porque no es jarro para que tenga asa?
¿Cómo explicarle a la uva que ella no posee el don del ave que suena bien en palíndromo? ¿Qué significa Avu? ¿Apócope de Abuela, mal escrito?
Los pleitos de verduras son sosos, los que sí son de antología son los de los verduleros, porque, aparte de ser peleas con muchos cates, poseen el mojol de un lenguaje florido, lleno de albur. ¿Nunca has ido con el verdulero a comprar aguacates? “No me los magulle mucho, güerita, porque el pepino se pone verde de las ganas”. Y si comenzás a escoger tomates el marchante te dice: “Usted escoge y escoge y escoge con el verdulero que es el mero mero”; o a la hora que buscás un buen chile para la salsa: “Olvídese del chile seco que dejó en casa, acá está su jalapeño que hará feliz a su serr…ano”.
Posdata: vos ¿comés verdura? ¿Alguna vez comiste un betabel o puro jovenazo? Roxana y Azucena terminaron dándose de cates. Roxana insistía en que no hay como el pleito de comadres.
sábado, 27 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON PALABRAS COMO DULCES
Querida Mariana: el tío Armando era amante de los libros, por lo tanto, de la palabra. En Comitán aún se escuchan anécdotas referentes al lenguaje. Se cuenta que el maestro Bernardo Villatoro era un exquisito hablante, empleaba términos selectos, que no eran de uso común. Hay algunas palabras que se llaman arcaísmos; es decir, palabras que envejecen con el paso del tiempo, se envejecen porque no son de uso diario. Así, por ejemplo, cuentan que el maestro Bernardo usaba la palabra céfiro. ¿Quién en estos tiempos emplea esa palabra para nombrar un viento suave? Imaginá a un compa que, en uno de los pasillos del parque, sintiera un vientecito agradable proveniente de la Ciénega y dijera: “¡Ah, hermoso céfiro!” Todo mundo lo vería raro. ¿Céfiro? ¡Qué mamila!, diría un chavo. Céfiro se volvió una palabra arcaica, se llenó de polvo.
El gran poeta Amado Nervo usó la palabra céfiro en varios de sus poemas, porque en esos años, la palabra aún no estaba empolvada; al contrario, tenía un brillo especial, era palabra selecta. Hay un bello poema de Nervo que se llama “Los niños mártires de Chapultepec”, que es una oda para los Niños Héroes. Copio un fragmento para que nos deleitemos con el ritmo de las palabras poéticas y para que mirés cómo el poeta usó la palabra céfiro:
“Descansa y que liricen tus hazañas
las voces del terral en los palmares,
y las voces del céfiro en las cañas,
las voces del pinar en las montañas,
y la voz de las ondas en los mares.”
¿Mirás? Un prodigio. El poeta le dice al mártir: descansá, y que canten tus glorias las voces en los palmares, en las montañas y en los mares. Está de lo que hablamos: del céfiro en las cañas. ¡Ah, qué belleza! Que la voz del viento suave, avanzando en medio del cañaveral, sea un canto en tu memoria. Nervo era un gran poeta. En cinco versos bien armados nos entrega una imagen portentosa.
Cuando leemos la poesía del siglo XIX rescatamos piedras preciosas, es como si tomáramos un trapito de franela y volviéramos a darle brillo a esas palabras sonoras. El poeta Nervo se aventó una osadía al decir: que liricen tus hazañas. La lírica es un género literario que se emplea para transmitir emociones, Nervo lo volvió verbo y lo usó como sinónimo de elogiar, cantar, loar. Es lo que se llama una licencia poética, el autor se permite inventar palabras, lo hace no como mero divertimento, sino para ampliar la posibilidad de comunicación.
El maestro Bernardo, distinguido lector, leyó, sin duda, poemas de Amado Nervo y paladeó esas palabras que hoy ya están empolvadas por el desuso.
Estos tiempos son diferentes. La misma poesía se ha transformado. Antes se pensaba que había palabras que no eran para usarse en textos poéticos, hoy ¡no! Hoy, los poetas emplean todas las palabras contenidas en el diccionario, más todas las que no están incluidas en el diccionario, pero que son dulces al oído diario. Hay muchas palabras que son de nuevo cuño, que son inventadas. El lenguaje, a final de cuentas, también es un elemento para el juego, para la diversión, para formular nuevos sueños.
Pero, los usuarios de las palabras no sólo debemos hacer caso a las novedosas, a las hijas del siglo XXI. Si acudimos al baúl de los abuelos hallaremos palabras hermosas, que tienen el brillo de los candiles antiguos, de las imágenes de tapetes, del aroma del incienso.
¿A poco no fue grato leer esos cinco versos del poema de Nervo? La palabra céfiro sonó lindo en nuestros oídos y fue un bálsamo en medio de tanta pobreza actual de lenguaje. Ya los expertos nos explicaron que, en la actualidad, nuestro itacate de palabras es pishcul. Y esto es así, porque los mayores hemos dejado de leerles cuentos a los nietos, de recitarles poemas.
En el baúl de las palabras comitecas hay muchas que son hermosas, pero que, de igual manera, se han ido empolvando, porque ya no las usamos con frecuencia. Céfiro es una palabra que fue de uso general en toda Hispanoamérica y ahora ya no se emplea. Sería sensacional que los maestros, como mero juego verbal, dictaran en clase ese verso de Nervo: “…y las voces del céfiro en las cañas…” y que explicaran que céfiro significa viento suave. Niños, ¡cierren los ojos tantito!, y escuchen cómo pasa el viento por en medio de las cañas. ¿Ven, cómo se mueven las cañas? Es como si bailaran. ¿Escuchan lo que dice el viento? Y los niños dirían su experiencia. Al final de la actividad, el maestro diría que saquen los cuadernos y escriban un verso, sólo uno, donde, en lugar de viento usen la palabra céfiro, y luego las compartan en voz alta.
¿Lo imaginás? A la hora de la comida, el niño diría en la mesa que en la escuela aprendió una nueva palabra: ¡céfiro!, y el abuelo sonreiría porque esa palabra era un dulce que paladeaba en su boca en sus años de infancia y tal vez, digo que tal vez, contaría que en Comitán hubo un maestro que se llamó Bernardo Villatoro, maestro que usaba la palabra céfiro, la misma que usó el poeta Amado Nervo.
Digo, querida niña, que en el baúl de palabras que usaban los abuelos comitecos hay piedritas brillantes, joyas lingüísticas. Su uso las desempolva, les vuelve a dar brillo y enriquece nuestro itacate lingüístico.
Por ejemplo, antes, en nuestro pueblo, las personas usaban la palabra acolito, así sin tilde. La palabra que reconoce el diccionario es acólito. Hay una gran diferencia en sonoridad. En el caso de la palabra reconocida, la tilde se usa porque es una palabra esdrújula, en Comitán, sólo por sonoridad, la convertimos en palabra grave y su sonido se transformó radicalmente. A ver decí acólito y luego acolito. ¿Verdad que el sonido de la palabra comiteca suena más afectuosa? Va de acuerdo con el carácter del pueblo comiteco, que tiene al cariño como algo inherente a su personalidad. En mi infancia fui acolito, en el templo de Santo Domingo. Mis papás me llevaban a misa y en algún momento, mi papá (que era amigo de sacerdotes) me presentó con don Abelardo, que era el sacristán y el mandamás de los muchachos que ayudaban al sacerdote, y me incorporé al grupo de “acolitos”. En varias ocasiones pasé al fondo del altar, a través de una puertita, me puse la vestimenta clásica: con tela roja y blanca, y auxilié al sacerdote a la hora de la misa; en otras ocasiones (aún me causa nerviosismo el recordarlo) subí por la escalera de caracol y luego por una enormísima escalera de madera, toda tambaleante, al campanario para tocar una campana pequeña, desde ahí observé el centro desde la altura. Me gustaba ponerme la sotana y la túnica para auxiliar a los padrinos en los bautizos, porque al final de la ceremonia nos daban el tradicional “bolo”, que consistía en varias monedas. Nunca me quedé con un centavo de esos, mi parte se la daba al líder, no por presión de él, sino porque él lo necesitaba más que yo. Él no tenía papás, vivía a media cuadra del templo, con una familia que lo había recibido y le daba alojamiento, alimentos, vestido y lo mandaba a la escuela. Ahora es taxista.
Crecí escuchando la palabra acolito. Así, sin tilde. Siempre me sonó cariñosa, como hasta la fecha. Los comitecos, con el simple desplazamiento de una tilde, le quitamos la cara seria a la palabra y le colocamos una sonrisa de hamaca, de aroma de tenocté.
Hoy, querida mía, sólo como un ejercicio lingüístico, quise enviarte dos palabras que ya no son de uso común en este siglo XXI. Me metí al baúl de palabras añejas y las puse sobre la mesa. Si lo mirás bien, de vez en vez, compartiré este ejercicio con vos, porque es como hallar un espejo antiguo o una postal de inicios del siglo o un vestido que usó la abuela en su boda.
Estas palabras tienen un cierto aroma a naftalina, pero cuando las oreamos retoman su aroma original.
Me preguntás si ¿huelen las palabras? Por supuesto que sí, huelen a lo que nombran. La palabra chimbo huele a miel, la palabra caca huele a eso.
Posdata: me despido. Ahora te invito a que digás la palabra sin tilde, a ver, decí; acolito. Suena en forma tierna, como si dijéramos atolito, atolito de granillo; como si dijéramos aguacatito, pozolito. Si digo aguacate suena como cate (la palabra cate nombra a un golpe. Decimos: le dieron cates, le dieron golpes), pero si digo aguacatito, todo suena más cariñoso, más comiteco. Nos dicen cositías, porque a todas las cosas las volvemos más afectuosas, les ponemos sonrisa de chulul, de algodón de París.
El tío Armando paladeaba las palabras, hasta cuando decía malcriadezas, las decía con tanta emoción que parecía ser Moisés abriendo el mar para caminar con placidez.
viernes, 26 de noviembre de 2021
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA
Los elementos son sencillos: una división con tablas, una serie de piedras, un letrero y partes de una casita de muñecas.
Las tablas sirven como muro divisorio, entre un terreno particular y la calle. Hace años, en Comitán era común este tipo de división. La estructura era casi simple, un esqueleto con polines y travesaños donde se detenían las tablas. Acá, donde están los ojos de la madera (shubiques, se llaman en Comitán) se ve la serie de clavos que fijan la tabla sobre el travesaño. Hoy, los métodos constructivos han cambiado. Por lo regular, los muros divisorios los hacen con materiales más duraderos, que garanticen la seguridad del propietario. Antes, estos tablones indicaban que existía una propiedad privada y pocos, muy pocos, se atrevían a brincarlos. Ahora, la inseguridad, que llaman galopante, obliga a levantar muros divisorios con ladrillos, varillas y cemento. Las paredes que delimitan la propiedad privada y la calle son altísimas y, en muchas ocasiones, tienen remates de orugas con alambre de púas. Podría parecer un mero juego de palabras, pero ¡no!, hemos perdido ojos y con esa mirada hemos perdido texturas, imágenes y capacidad de imaginación, porque los niños de antes se paraban frente a una división de tablas y buscaban figuras. Cualquier lector puede ver acá, en la primera tabla el rostro de un animal con dos ojos y nariz elefantiásica; cualquiera ve, en el tablón de en medio, la figura de un mítico cíclope. Basta detenerse un instante para hallar las formas contenidas en las tablas. Ahora nadie se para frente a una pared para buscar imágenes, porque los muros “los aplanan”; es decir, todo lo hacen plano, sin formas, sin juegos de imaginación. Ahora vivimos en un mundo aplanado.
Otro elemento natural y modesto era la piedra. En el pueblo se construían muretes con piedras amontonadas, que eran un prodigio porque vencían la ley de gravedad. Sin hacer uso de alguna argamasa, los constructores encaramaban las piedras y hacían divisiones con alturas modestas, lo que permitía el paso de la mirada de quienes caminaban por la banqueta. Por el barrio de la Cruz Grande aún existen algunos sitios que tienen muretes con piedras, quien camina por ahí ve el interior del sitio: árboles y plantas. El Paraíso privado se convierte en espacio público para la mirada. Pero estos privilegios para los ojos cada vez son menos.
La nota importante de esta fotografía es el motivo central: la casita de plástico que sirve como escenografía para colocar un pedazo de cartón donde colocaron un plato con croquetas y un vaso de agua, para satisfacer el hambre y sed de algún perro callejero. La buena acción se reforzó con el letrero: “Mesa reservada”, igual que lo hacen en los grandes restaurantes del mundo.
Los perros callejeros que pasan por ahí y comen algunas croquetas y sacian su sed ¡no leen! No saben que ese espacio fue reservado especialmente para ellos, pero sí saben lo que significa el acto generoso de algunas manos humanas que pensaron en darles una caricia a través de croquetas y agua.
El letrero es para que lo lean los peatones que por ahí caminan, para que sepan que, como dicen los clásicos, hay pequeñas acciones que hacen la diferencia, que hacen más humano el mundo. Y esto que parecería contradictorio es cristalino: se logra ser más humano cuando volvemos la mirada hacia lo animal. A final de cuentas, todos los seres humanos también somos animales, con una diferencia, somos racionales. Bueno, hay humanos más irracionales que los propios animales.
La fotografía es muy sencilla en sus elementos, pero está llena de hilos de luz que permiten ver un bordado luminoso.
Hay una imagen llena de pasado, pero también de presente con guiños al futuro, porque en un mundo donde los valores esenciales se empolvan, da gusto ver un acto que es como una sonrisa. Acá hay una casita de plástico, con techo verde, que es un restaurante generoso para perros callejeros.
jueves, 25 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON EL 26 EN PUERTA
Querida Mariana: ya pronto estará en tus manos el ejemplar impreso de nuestro más reciente número: ¡el 26! La permanencia de nuestra revista se debe a la recepción de nuestros lectores y del apoyo de nuestros patrocinadores y, por supuesto, del trabajo delicado de quienes la hacemos: fotógrafos, diseñadores, redactores, correctores de estilo y colaboradores.
En cada número nos renovamos y nos superamos. Es labor difícil superar lo que está bien hecho, pero nosotros lo procuramos y, al final, nos sentimos satisfechos por los logros.
Este número celebra la vida a través del arte y del esfuerzo de comitecos comprometidos con la cultura de la región.
En portada tenemos a dos artistas comitecos virtuosos: Rogers Torres y Maximiliano Domínguez Mayorga, quienes, en octubre, ofrecieron un recital maravilloso en la nave del templo de San José. ¡Ah, un escenario majestuoso para una noche sensacional! Rogers y Maximiliano confirman la tradición artística de Comitán.
Nuestra portada es como una puerta labrada en forma artística, a la hora que la abrás vas a encontrar tres celebraciones, tres historias de esfuerzo y talento.
Iniciamos con el décimo cumpleaños de SABORES DE COMITÁN, el restaurante que ofrece exquisitos antojitos comitecos (sí, incluido el increíble pan compuesto). SABORES DE COMITÁN ha incorporado al menú nuevas propuestas gastronómicas. ¿Ya probaste la Tortifarra? Todo rico, todo antojable.
Continuamos con el cumpleaños veinticinco de ÁGUEDA MANUALIDADES, empresa que ha sembrado bendiciones en toda la región. No hay persona que desconozca la trayectoria de “Águeda”. Su historia es una historia llena de gracia, estos dones, como si fueran maná, se han multiplicado en los festejos de su amplísima clientela.
Y, para cerrar con broche de oro en los festejos, en este número hallarás una síntesis histórica de la grandiosa Escuela Secundaria Técnica No. 5, para celebrar sus cincuenta años de vida.
¿Mirás qué prodigio? Pensá en la cantidad de personas que han recibido los dones del restaurante SABORES DE COMITÁN, la atención esmerada de ÁGUEDA MANUALIDADES y de los cientos de alumnos que han bebido conocimiento en el infinito pozo de luz que es la famosa ETI. Pensá en todas las personas que han aportado su talento y conocimiento para preparar los antojitos, para arreglar los adornos y para compartir la ciencia.
Nuestra revista aporta su granito de Arenilla. Comitán es un municipio con gran tradición. Por ello nosotros ofrecemos una revista de calidad, que es vehículo para dejar constancia de esa historia genial.
Al abrir la revista verás un aleteo de palomas, una lluvia de confeti, una cascada de aplausos. Todo es para bendecir y agradecer a estas empresas e instituciones. Sí, Comitán agradece a quienes contribuyen en forma positiva al engrandecimiento de nuestra región.
Publicamos un texto inédito de Óscar Bonifaz, Premio Chiapas; las diez preguntas juguetonas fueron respondidas por Mar Pérez, destacada escritora, quien nació en Guadalajara, Jalisco, en 1972.
Hallarás un texto con el título “¿Qué tanto te querés y qué querés?”, escrito por una mujer comiteca conocida y reconocida en todo el país. Casi estoy seguro que reconocerás su estilo y descubrirás quién es, porque acá firmó con el siguiente seudónimo: “Un amor de Comitán”. Juguetona que es.
El glorioso Colegio Mariano N. Ruiz festejó setenta y un años de servir a la sociedad con la ceremonia donde entregó cuarenta y dos títulos electrónicos a alumnos egresados de la licenciatura en Trabajo Social, de la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar.
El maestro Sergio Federico Gutiérrez López es un empresario que fundó el restaurante La Casa de los Cortes. En este número de Arenilla leerás un testimonio de su propuesta gastronómica y artística, porque acá existe una fusión genial entre el alimento para el cuerpo y para el espíritu. No podía esperarse menos del maestro Sergio, su sensibilidad le ha permitido convertir un santuario exquisito.
Y como mojol de lujo hallarás una instantánea de Tzimol, uno de los pueblos más bellos de Chiapas, que lo tenemos a la vuelta de la carretera y que ahora presenta un rostro novedoso, gracias al trabajo de sus gobernantes y de su gente laboriosa y admirable.
¡No es todo! ¡Hay más, mucho más! En cada número de ARENILLA-Revista colocamos las siguientes palabras: Ejemplar de colección. Eso es cada número, un pequeño relicario donde se conservan joyas, como las que ahora presentamos y que son dos retratos realizados por la mágica mano del maestro Jorge Adolfo Avendaño Burguete, uno de los artistas más brillantes de nuestro Comitán. ¿Quién es el personaje que dibujó el maestro Avendaño? ¡Ah, es uno de los personajes entrañables! ¡Ya lo mirarás!
Y, para completar este sueño maravilloso, publicamos el cuentito: “Linol, el sapito que llegó al mar”, que toca la mente de nuestros lectores gracias al patrocinio de la Fundación Alexandra Del Castillo Castellanos, que tiene la encomienda de difundir la lectura infantil.
Posdata: difícil superar lo bueno. Nosotros lo logramos, gracias a que todo lo hacemos ¡a la comiteca!; es decir ¡bien hecho!
miércoles, 24 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON CARENCIAS
Querida Mariana: Roxana dice que a veces no hay tiempo. En mi adolescencia algunos amigos sugerían al que fallaba en los encestes del partido de básquetbol que fuera a comprar diez centavos de puntería en la tienda de doña Mariana.
Roxana sería feliz con una tienda para comprar tiempo. Bueno, muchas personas serían felices si existiera ese establecimiento.
Mi papá decía: “el tiempo perdido, los santos lo lloran”.
Roxana se molesta cuando ve a alguien “perdiendo el tiempo”, siempre hace la comparación: a ella no le alcanza el tiempo y hay personas que lo malgastan. Roxana parece no comprender que el tiempo de uno no le sirve a otro. A pesar de que el tiempo es un concepto general, es, en sentido estricto, una posesión individual. Y, como siempre sucede, cada persona puede hacer con su tiempo lo que le venga en gana.
Roxana dice a veces que no hay tiempo. A ella no le alcanza. Doña Victoria, siempre que regresa del mercado, dice que fue a hacer magia: ¡a estirar el dinero! Sí, lo que hace doña Victoria es un acto de prestidigitación, porque, igual que el tiempo, el dinero no se puede estirar, no se estiran los billetes, menos las monedas. ¿Qué pase mágico realizan las amas de casa que estiran el dinero? Roxana debería platicar más con doña Victoria, que le dé la receta, tal vez ella pueda aplicarla para cuestiones de tiempo. Roxana, como cualquier ser humano, tiene a su disposición veinticuatro horas al día, no más, no menos.
Hubo una época (qué prodigio) en que el tiempo no era medido. Tal vez en esa época a las personas les alcanzaba el tiempo para más, porque es asfixiante tener el reloj encima de nosotros marcando los segundos, el tiempo se convierte en un verdugo. El segundero es un pinchazo que a cada instante nos atosiga, nos recuerda que el tiempo se está yendo, que no puede detenerse y menos, ¡mucho menos!, adquirirse. En este caso, el dinero no ayuda a conseguir más tiempo. Tal vez atenúa sus rastrojos, porque quien posee mucha lana puede dedicarse, sin aflicciones laborales, a hacer uso de su tiempo en lo que le gusta. El tiempo, en este caso, es más rendidor. Imaginemos a un millonario que vive de sus rentas y que es amante de la práctica del golf. Con todo el tiempo del mundo puede dedicarse a ese deporte sin mayor presión. Al término de su vida puede decir con satisfacción: me dediqué a vivir.
A Roxana no le alcanza el tiempo. Un día, hace ya más de seis años, la saludé en el parque central de Comitán. Me abrazó y dijo: regresé. Ahora entiendo el motivo de su regreso al pueblo que la vio nacer: el tiempo. Si acá no le alcanza el tiempo no puedo imaginar lo que sucedía con su vida en la enormísima Ciudad de México. De lunes a viernes se levantaba a las cuatro de la madrugada, en su departamento de la colonia Roma, para destinar más de dos horas en el trayecto al lugar de su trabajo que estaba al otro lado de la ciudad. A esto le agregaba dos horas en la noche para el regreso a casa. ¡Cuatro horas en el simple y abrumador trayecto! ¡Horas perdidas, sin duda!
Pero acá, mujer inquieta, trabajadora como ella sola, sigue quejándose de falta de tiempo. El tiempo no le alcanza, nunca le alcanzará, ella no alcanza al tiempo, nunca lo hará.
Roxana dice que a veces no hay tiempo. No hay tiempo para ir al campo a levantar piedritas, para acuclillarse a ver de cerca las formas de las flores; no hay tiempo para recostarse en el césped y ver el cielo para hallar formas a las nubes; no hay tiempo para tomar un café frente a la montaña, para preparar un aceite corporal. Se queja de que a veces, Dios mío, no tiene tiempo ni para orar. Hay mañanas en que deja de hacer su sesión de yoga, porque algo asoma en la agenda de las urgencias.
Una vez me dijo algo dramático: a veces no hay tiempo para vivir. ¿Mirás la contundencia de su declaración? No hay tiempo para vivir, cuando lo único que realmente importaría es eso, precisamente, ¡vivir!
Posdata: es imposible, pero sería maravilloso que hubiera una tienda donde la gente comprara tiempo. Pero, luego pienso en la dificultad del proceso. Para comprar tiempo, así como para comprar dulces o cervezas, es preciso contar con paga, y, como ya dije, a menos que seás millonario, hay que destinar tiempo para conseguirla. Roxana destinaba dos horas al día para llegar a su trabajo; es decir, al lugar donde conseguía la paga para comprar todo lo demás, menos el tiempo.
Roxana se queja de que no le alcanza el tiempo. Muchas personas en el mundo sufren de lo mismo. A veces hace falta ser justo: el tiempo cruel es benigno a la vez, porque es don gratuito y está a nuestra disposición, como el aire, como el aire.
martes, 23 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON CASCO
Querida Mariana: quienes estudiamos en la primaria Matías de Córdova usábamos cascos en los desfiles. ¡Ah, nos sentíamos orgullosos! Las personas que, en los años sesenta del siglo XX, presenciaban el desfile aplaudían nuestro paso.
Una mañana de 2020, un poco antes del arribo de la pandemia, Matías pasó a la casa. Viajamos en su auto a Juncaná. Él fue a tomar fotografías y yo lo acompañé. Al llegar a La Trinitaria tomó el desvío con rumbo a Los Lagos, para llegar a la zona de Juncaná. En uno de los desvíos con árboles de pino, cielo limpio y aire generoso, vimos a un ciclista que llevaba casco. Matías me dijo que eso era correcto. Y dijimos que también los motociclistas deben usar casco. La bici y la moto son vehículos que exigen equilibrio, cuando éste, por cualquier circunstancia, se pierde, el conductor (así lo dicta la Ley de la Gravedad) va hacia el suelo. En la caída existe el riesgo de que la cabeza choque contra el piso. Si el conductor no lleva casco corre más peligro. ¡Pucha, si el coco que daba el maestro de la Matías nos dejaba zurumbos, imaginá el impacto contra el piso! Matías hizo a un lado el auto y se estacionó en un campo bonito. Pensé que tenía ganas de orinar o que revisaría algo del auto o que bajaríamos para disfrutar del aire, ¡no!, se detuvo porque me quedó mirando y dijo: “Los automovilistas también deberíamos usar casco”. Soltó ese chicotazo verbal, puso primera y retomó la carretera.
Los automovilistas no pierden el equilibrio, pero sí corren el riesgo de chocar contra un objeto o caer en un barranco. ¿Ayudaría algo llevar un casco?
Más adelante, Matías volvió a hacer el mismo movimiento, detuvo el auto, me vio y dijo: “También los peatones deberíamos usar casco”, metió primera y retomó la carretera.
Sí, pensé, he conocido más de dos casos de peatones que han muerto porque les cayó un ladrillo de una construcción o una maceta desde un balcón.
Los niños de los años sesenta trepaban en bicicletas y no llevaban cascos, las caídas brutales no pasaban de causar chipotones que eran curados con emplastos de alcohol con hierbas. Pero don Elías contaba que cuando comenzó a sentir dolores de cabeza, el médico le dijo que probablemente era por uno de esos chipotones que sufrió de niño.
Mi compadre Miguel (que en paz descanse) cuando se quejaba de dolor de rodillas me decía que su gusto de niño era aventarse desde un árbol a un cerrito de arena que había en el sitio, caía de rodillas.
Uno no puede andar con casco todo el día. Ya imaginé a mis amigos decir buenas noches, entrar a la recámara, y ponerse a hacer juegos de cama, porque, en medio de la pasión, siempre existe el riesgo de caer del colchón o pegarse con la cabecera de la cama.
¡No! Entiendo que la vida siempre tiene su dosis de riesgo, pero asimismo pienso que los ciclistas y motociclistas que usan casco reducen el peligro de sufrir algo de consecuencias mayores cuando sufren un accidente, porque las estadísticas demuestran que hay muchas caídas, basta una piedra en el asfalto o un ligero empujón al ciclista para que el equilibrio se pierda.
Cuando llegamos a Juncaná, mi cabeza ya imaginaba la escena: una multitud usando casco, los ciclistas, los motociclistas, los automovilistas, los peatones, los ancianos que están en silla de ruedas. Imaginé ese campo cultivado con maíz lleno de agricultores con casco, porque siempre existe el riesgo de la caída de un fragmento de basura espacial.
Posdata: imaginé al abuelo con el casco puesto antes de entrar al sanitario y sentarse en la taza, porque nunca se sabe a qué hora puede aparecer un temblor de más de siete grados.
lunes, 22 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, DONDE APARECE EL PRODIGIO
Querida Mariana: el prodigio aparece a la vuelta de la esquina, en cualquier instante; puede aparecer al frente o en el cielo o en el piso.
Acá está una placa de bronce, oval, que está empotrada en el piso, donde trozos de laja forman figuras sorprendentes.
Las figuras de laja ya son un gran hallazgo. Cualquier persona puede pararse sobre un piso con estas características y descubrir mil figuras. Este ejercicio es como el tradicional juego que realizan los niños cuando se tiran sobre el césped y ven las nubes del cielo y descubren que las nubes forman figuras instantáneas: ¡un conejo!, ¡un león!, ¡una jirafa gigante!, ¡un barco!, ¡un avión!, ¡el abuelo con barba!
La sustancia del aire es etérea, las figuras de las nubes se difuminan y pierden su esencia, lo que era trompa de un elefante se adelgaza y se vuelve una flauta de carrizo. Todo lo que ocurre en el cielo es efímero. Al contrario, las formas en el piso son más duraderas. Los trazos en la arena de las playas también desaparecen cuando llega la ola y las borra con sus vestidos húmedos, pero, las líneas que el viento ha formado durante siglos en la piedra ahí siguen, retando la fragilidad del tiempo.
Lo mismo sucede con las figuras que forman estos fragmentos de laja. No obstante, una mañana, la mano del hombre modificó el trazo original, abrió un hueco e insertó esta placa de bronce. La placa, orgullosa, llegó con sus bordes precisos y se incorporó al diseño original, que no fue pensado por el albañil que pegó esos fragmentos en el piso.
Si uno ve con atención observa que en la parte superior hay un borde de cemento rebosado, cuando la placa fue colocada cumplió el principio físico y desplazó el cemento por las orillas y un poco de esa mezcla también se incorporó al diseño.
Como sucede siempre con los prodigios, acá hay muchos tiempos amalgamados: el de siglos de la piedra, el del cemento cuando pegaron los fragmentos de laja, la mezcla más reciente del día que pegaron la placa, el tiempo del bronce y los zapatos del espectador.
La mirada niña del espectador siempre hallará figuras en todas partes: en las paredes húmedas, en las telas, en las piedras, en las nubes, en las arrugas de la abuela, en el iris del ojo, en los vellos, en la sombra del quinqué. Casi todas las figuras son volátiles, se extinguen como fantasmas. Las de la piedra son más duraderas, asimismo las que el genio del ser humano plasma en bronce.
Luis Aguilar, genial escultor, hace en plastilina el diseño y luego, jugador de tiempos, sueña con hacerlo eterno en la maqueta del bronce.
A veces no nos damos cuenta que la vida de todos los días tiene muchas semejanzas. En el día a día no son fragmentos de lajas, son personas las que se unen y forman figuras, conforme se mueven las personas, las figuras cambian. El observador que los ve de lejos puede, como si viera nubes en el cielo, admirar esas figuras cambiantes, a veces, esos grupos forman mariposas, dragones, buques, serpientes, leones, escorpiones. A veces, los grupos forman burbujas afectuosas, la llegada de una persona modifica esa figura y puede desinflarlas. Lo mismo sucede con el entorno, cada acción rompe el equilibrio y si el cambio no fue meditado afecta para mal la estructura del mundo.
Esta placa está en el piso. Algunos peatones se detienen y leen, otros peatones (los apresurados) nunca la ven, nunca se detienen, la pisan, la ignoran. Los apresurados ignoran las figuras que dibujan los fragmentos de laja, no saben que la mariposa del prodigio vuela en cualquier momento, en cualquier esquina; a veces está en el cristal que tenemos enfrente, a veces está en el pájaro que vuela y, en otras ocasiones, como gusano, se arrastra por el suelo.
Posdata: me gusta ver hacia el frente, a veces no le hago caso a la mujer de Lot y veo hacia atrás; me gusta ver el cielo, ahí descubro el vuelo, y, también, veo hacia el piso, para ver dónde coloco el pie y descubrir las huellas que dejó el paso del tiempo.
domingo, 21 de noviembre de 2021
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA
Mientras la pandemia continúe, las imágenes se clasifican con una separación temporal: antes de la pandemia y durante la pandemia. Algún día, ojalá pronto, se dirá: después de la pandemia.
Esta fotografía es del tiempo anterior a la pandemia, por eso el aire es una mariposa suspendida; se escucha el rumor de las personas que bajan por la escalinata del templo de San Caralampio, sus pasos, la caricia del viento sobre las banderas, el huelgo del hombre que carga en la espalda el camarín de madera con la imagen del santo.
Las mujeres que están en primer plano ignoran la comitiva que baja, ellas esperan otra cosa, sus miradas se dirigen hacia el parque, dan la espalda a la escalinata del templo. En una de las bolsas aparecen unas flores blancas, sacan su carita y también, igual que las dueñas, miran hacia el otro lado.
Los niños, como casi siempre sucede, ignoran los grupos de los adultos, ni les interesa el que baja de la escalinata ni el de las mamás que los acompañan. Ellos ya hicieron un corrillo cerrado, la niña vestida con prendas rojas escucha atentamente lo que cuenta un niño que quedó fuera de la imagen, comen una nieve en barquillo. ¿Qué platicarán? Nada de lo que afectará su futuro, ignoran lo que provocará el cambio climático y, en ese instante, sus papás no les indicaron que deben llevar cubrebocas, porque en ese instante el alud aún no aparece.
La mujer que está sentada frente a las bolsas tiene la posición de quien tiene armonía y está sosegada. Para no manchar su vestido usó una de las bolsas que llevan. Hay bolsas del mandado, pero hay dos maletas, la mochila color rosa y la bolsa en color verde. ¿Hacia dónde se dirigen? ¿Qué esperan?
Sí sabemos lo que espera la mujer del mandil amarillo, ella espera clientes que le compren las bolsas de chicharrines que ofrece en una pequeña mesa de madera o que compren los botes, pomitos y cajas de productos herbolarios que tendió sobre un plástico rojo.
El mundo de acá sabe que este espacio es parte importante del corredor que todos los días recorren personas de las comunidades del mundo tojolabal. Ellos se acercan a este puesto y preguntan si hay algo para el dolor de piernas y el cansancio. Si hay exceso de líquidos, la comadre recomienda: tomá té de cola de caballo. ¿Cómo decís?, pregunta el compadre: ¿Ya te está fallando el aparato? Ah, no te preocupés, tomá té de ajo chino, vas a ver, ja, la comadre estará contenta y vos más.
Está cerrada la puerta que da al patio donde está la escalera para el campanario; la puerta mayor sí está abierta, recibió a los peregrinos y ahora los despide. El grupo se prepara para una entrada de flores. Ellos también ignorarán a los demás grupos. Nadie se preguntará qué esperan las mujeres, qué platican los niños, qué piensa la mujer vendedora de chicharrines. ¿Y qué espera el hombre que está recargado en uno de los pilares de la entrada? Mientras el grupo de peregrinos está en movimiento, rumbo a un punto específico, las otras personas de esta fotografía están en espera de que algo suceda, han hecho una pausa en sus vidas. Los peregrinos están en marcha, se activaron. Se escucha el murmullo, sus pasos. Algunos se quitaron el sombrero o cachucha, desde niños aprendieron que, frente al templo o en el interior, debían descubrir sus cabezas como forma de respeto.
Sólo quien mira la fotografía puede reflexionar acerca de los grupos integrantes. El observador logra integrar los grupos, tender hilos para volverlo uno. En ese instante cada grupo estaba en su propia dinámica. Los lectores descubren que, en ese instante, irrepetible, mágico, único, inédito, la luz del sol y la sombra del árbol tendió una cuerda que los unió en ese momento. Así es siempre la vida. Los seres humanos (solos por definición divina) coinciden con otras personas, a veces, los hilos tenues son tan intensos que provocan encuentros maravillosos (cuando alguien conoce a otra persona y se deslumbra y ambos se convierten en amigos inseparables) o encuentros desagradables (quien camina donde cae un ladrillo desde una altura y le provoca una lesión en el hombro) o encuentros fatídicos.
En este instante, antes de la pandemia, todo fluía sin mucha angustia. Las personas que aparecen detrás de la reja nunca pensaron que serían presagio de lo que estaba por llegar. Tiempo después de este instante el mundo entero se confinó en sus casas, las personas quedaron como pajaritos adentro de jaulas.
Algún día se hablará de fotografías después de la pandemia y serán como ésta, con los rostros sin cubrebocas, sin sanas distancias, con abrazos llenos de luz, de sol, de aire.
sábado, 20 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON UN PAJARITO ADENTRO DE UNA JAULA
Querida Mariana: esta fotografía la tomé en 2018. Lo que no recuerdo es si la tomé en Puebla o en la Ciudad de México. La tomé desde un autobús, en viaje de la Ciudad de México a Puebla. Pero bien puede ser escena de cualquiera de ambas ciudades. ¿Qué llamó mi atención? ¡Todo! Por supuesto, lo que más me sorprendió fue el árbol. Lo vi como sobreviviente que se negaba a morir, por un milagro, el árbol parecía haberse hecho un hueco en ese espacio para dar el tono de vida a todos los demás elementos inertes.
En el momento que vi esta imagen pensé en nuestro Comitán, recordé que en los años setenta del siglo pasado, las imágenes que veían los comitecos estaban plenas de verdes, porque las casas tradicionales tenían un patio central donde había muchas plantas con flores y uno o dos árboles, de ornato o frutales; pero, además, tenían un sitio, un enorme traspatio donde los árboles crecían en forma generosa. A los niños les encantaba treparse a los árboles para cortar duraznos, jocotes, lima de pechito, chulules (ah, los riquísimos chulules), aguacates, mandarina, guayabas, naranjas agrias (que eran solicitadas por las mamás para la salmuera de las costillitas de cuch), níspero, limones (que eran solicitados por los papás, no para hacer limonada, sino para ponerle a las latas de cerveza).
Ahora, qué pena, Comitán se parece más a Puebla o la Ciudad de México, porque las paredes le van ganando terreno a los árboles. Ya comentamos el otro día, cómo los sitios de esas casas majestuosas, poco a poco fueron cediendo su espacio y se convirtieron en viviendas. Los hijos, que antes volaban y buscaban hacer su nido en otros lugares, ahora se quedan a vivir con los papás, éstos les donan un pedazo de terreno del sitio para que ahí construyan sus casas. Donde estaba el durazno ahora está el cuarto del pichito, el terreno de la guayaba se convirtió en sala y el árbol de lima fue tumbado porque ahí ahora los dueños tienen el sanitario y la regadera.
Vi esta imagen, saqué el celular y tomé la fotografía, desde el autobús. Digo que no recuerdo si fue en una calle en la salida a Puebla o ya fue en una calle a la llegada a la Angelópolis, pero digo que esta imagen es común en ambas ciudades. Las dos ciudades han crecido en forma desaforada, mucho más la capital de la nación. Este crecimiento poblacional ha exigido que los terrenos donde había árboles se conviertan en multifamiliares. Los reglamentos de construcción están más interesados en marcar que los edificios tengan estacionamientos que áreas verdes. Las áreas verdes de las ciudades son tratadas con desprecio, como si lo importante fuera la vivienda y no el entorno.
Siempre que pienso en ello digo que en nuestro país hay rasgos culturales que son minimizados por el hambre económica. Al dueño de un terreno le importa aprovecharlo al máximo en viviendas, porque ello significa dinero en rentas. Mientras más departamentos más capital económico.
¿Cuántas veces no hemos visto cómo en la noche alguien manda a talar dos árboles que estorban lo que será la entrada al estacionamiento de un edificio?
Hace algunos días, los mandatarios de los países más ricos del mundo se reunieron para analizar el problema del Calentamiento Global. Los expertos explicaron que las medidas acordadas fueron “tibias”, por lo que el futuro se vislumbra que “hervirá”. Los científicos responsables advierten que si el mundo continúa ignorando la señal de alarma y minimiza los efectos del Calentamiento, el porvenir será dramático para la raza humana. ¿Ya viste imágenes donde se dice que si los glaciares se deshielan provocarán grandes inundaciones? La península yucateca desaparecerá bajo el agua. ¡Dios mío! Pero, si apenas en los años setenta del siglo pasado cuando alguien decía que el fin del mundo estaba cerca nosotros respondíamos, con acento yucateco: “No importa, me voy a Mérida”. ¡No!, dicen actualmente los expertos, Mérida se inundará antes del fin del mundo.
En la fotografía que tomé vi cercado el árbol, como si estuviera en una jaula, con apenas una puertita abierta. Imaginé que era ese árbol y pensé que si mis ojos estuvieran viendo hacia el edificio pintado de amarillo mi vida sería triste. Mi tristeza no sería compensada con las caritas de los niños que aparecieran en las ventanas o el eventual paso de una chica yendo al baño con sólo una tolla cubriéndole el cuerpo. Pensé que, si fuera ese árbol, al dios de la naturaleza, le pediría que me colocara los ojos al frente, aunque viera esas varillas coronadas con botellas de plástico o el negro panzón que conserva el agua, cuando menos tendría frente a mí una calle donde pasan autos, tráileres y autobuses (aunque avienten nubes negras contaminantes). Vería a la gente caminando por las banquetas o haciendo fila en la tortillería; escucharía las pláticas, los gritos de los niños, los pasos lentos de los ancianos. Vería la vida en forma más abierta. La vida que se concentra en los departamentos es muy parcial. A veces, en las ventanas de los departamentos sólo se ve a un anciano que está en silla de ruedas y que no hace otra cosa que ver hacia afuera.
La necesidad de vivienda fue delimitando las áreas verdes; la necesidad de construir vías para el tránsito hizo que muchos árboles cayeran para dar paso a calles y avenidas que luego fueron insuficientes y necesitaron dobles pisos. ¡Señor de todos los cielos! Esos puentes viales son una gran amenaza para la convivencia. ¿Imaginás lo que sienten las personas que viven en un departamento de quinto piso y tienen ante su mirada una avenida donde transitan miles de autos al día y encima de esa avenida otra donde otros miles de autos avanzan en la misma dirección? ¿Cuándo comenzarán a hacer terceros pisos viales?
Antes, la mirada se perdía en el horizonte, estaba matizada con verdes de los árboles y azules de los cielos. Hoy, los árboles van desapareciendo y los cielos son de color gris contaminado.
Todo lo que acá se ve es signo de los tiempos. La gente necesita un espacio para vivir. Los constructores diseñan viviendas verticales. No es posible construir a la antigua, como se hacía en Comitán cuando los terrenos eran amplios y permitían casas de una sola planta. ¡No! Ahora los multifamiliares son los espacios que se construyen. La gente vive en departamentos minúsculos. A veces desde la ventana sólo se ve el departamento del vecino, quien, en muchas ocasiones, cierra la cortina, para no sentirse intimidado. En esos espacios no hay la suficiente intimidad.
Cuando estudié en la UNAM, en los años setenta, me tocó vivir en varias casas de huéspedes; en la primera, la ventana del cuarto daba a un patio posterior donde había un árbol enorme, mi vista no extrañó tanto a Comitán. El cuarto que le tocó a mi amigo Miguel (que en paz descanse) daba a la calle y en el edificio de enfrente vivía la actriz Alma Muriel (que en paz descanse, también). Esta presencia hacía más atractiva la vida. A veces, ella salía a barrer el frente del edificio. ¡Era maravilloso ver a esa famosa actriz en un acto tan cotidiano, tan de mujer normal, tan alejada de la estrella que era! Luego viví en un departamento donde la ventana de mi cuarto daba hacia un llamado cubo de luz (que en realidad era cubo de sombra) y no veía más que una señora sentada ante una máquina de coser. Dejé mi etapa de departamentos y viví en dos casas que sí tenían patios, aunque la cantidad de huéspedes era tanta que las áreas verdes se convertían en cuartos hechos de madera. Extrañaba las casas comitecas. Ya te platiqué que la casa donde viví de niño (a media cuadra del parque central) era una casa enorme con un majestuoso patio central rodeado de cuatro corredores y un sitio donde me pasaba las horas jugando a los carritos y a los vaqueros. La casa que mandaron a construir mis papás (ahora es un hotel) era también muy grande y mis papás la llenaron con árboles. Hoy vivo en una casa pequeña, gracias a mi Paty y a mi mamá, mi mirada se topa con muchas macetas llenas de plantas. Ellas, amorosamente, han sembrado verde en medio del gris del cemento, pero no tenemos árboles, ni uno solo. Llegan colibríes a chupar miel de las flores, pero no hay una sola rama para que se columpien los pájaros.
Posdata: el mundo se está quedando sin árboles. Las selvas están siendo taladas en forma indiscriminada. Nuestro Comitán pierde también su esencia. No hemos comprendido a cabalidad que debemos hacer una burbuja verde que detenga el Calentamiento. ¿Cuándo dejaremos de privilegiar el auto? ¿Cuándo se hará peatonal todo el centro para disminuir los contaminantes del aire?
viernes, 19 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON UNA LÍNEA DE 1964
Querida Mariana: ahora todo está en la Nube. Es un término genial, porque esta bodega no existe en el cielo sino en algún lugar de la Tierra. Esta Nube permite que todo el conocimiento actual esté a disposición de medio mundo en el Internet, y digo medio mundo porque como siempre ha sido en la historia hay un conocimiento que sólo está accesible para algunos.
De niño siempre que escuché la palabra nube busqué en el cielo. Tal vez ahora algunos niños escuchan la palabra y piensan en ese reservorio genial. Todo está en la nube. ¿También las fotos íntimas que se mandan los muchachos? No lo sé, algunos dicen que sí. Por eso, muchas chicas evitan enviar los famosos packs.
¿Por qué escribo esto? Porque hoy en la mañana tomé un libro de los tres que reúnen los ensayos que Rosario Castellanos escribió en Excélsior y pensé que el cacho de nube que tuvimos los lectores del siglo pasado fueron las bibliotecas y las hemerotecas, lugares donde se conservan los libros y los periódicos.
Hoy, un lector de libros electrónicos puede conservar más de cinco mil libros. ¿Mirás qué prodigio? Cinco mil libros impresos necesitan un bonche de libreros, gracias a la tecnología, en un chunche que mide no más de treinta centímetros por lado, llevás en tu mano toda una biblioteca que está a tu disposición a la hora que querás. ¿Se acabó la batería? La cargás y listo.
En esta temporada de pandemia me volví amigo de esta maravilla tecnológica. Soy, lo sabés, un amante del libro impreso, desde que tenía pocos años de edad he tenido revistas, periódicos y libros impresos en mis manos. Estos chunches han alimentado mi vida, han sido los más fieles amigos, en todos los tiempos, pero, una mañana ingrata, apareció la pandemia y todo mundo debió desinfectar en casa lo que llegaba de afuera. ¿Cómo evitar el riesgo de contagio? Pues con los libros electrónicos. Estos garantizan la sanidad completa. Entonces bajé la aplicación Kindle en mi computadora y compré el primer libro electrónico. Llevo haciéndolo más de veinte meses. No es lo mismo, por supuesto que no. Todas las ventajas del libro impreso se evaporan en el libro electrónico, pero, en este tiempo pandémico, le encontré las ventajas. Ya dije una, esencial en épocas donde el virus se pega a todos los objetos; otra ventaja es la instantaneidad, esto es genial, si el libro está disponible en versión digital, el libro me llega en minutos, minutos. No salgo, el libro llega a mi Kindle en forma automática. Claro, esto ha cancelado mi gusto de recorrer los pasillos llenos de libros, de hojear los que me interesaban, de pasar a la caja y salir con dos o tres libros en una bolsa.
En el Kindle pico en la pestaña que dice Biblioteca y encuentro los que he comprado. Ahí está Juan Gabriel Vázquez, Guadalupe Olalde, Aurora Bernárdez, Carlos Polimeni, Le Clézio, Thomas Mann, Héctor Abad, Rebeca Orozco, Élmer Mendoza, Rodrigo García (hijo de Gabo), Ernest Hemingway, Rosa Montero, Guillermo Arriaga, Federico Reyes Heroles, Juan Villoro y Joyce Carol Oates. Estos autores me han acompañado en el confinamiento, lo han hecho un poco más leve, más llevadero. Ellos más los impresos que están en mi librero. He releído varios. Ahora leo un libro de Amós Oz. Ayer encontré en Prime, plataforma de cine, una película basada en dicho libro: “Una historia de amor y oscuridad”, quise verla pero hallé, qué mala pata, que está doblada. Ah, me molesta ver películas dobladas. Por más bueno que sea el doblaje la actuación pierde más de la mitad. Pero, hoy en la mañana, decidí que me guardaré mi coraje y la iré viendo de a poquitos. Asumo que algunas escenas deben estar filmadas en Jerusalén, lugar donde estuvo Rosario Castellanos, en los años setenta, cuando fue Embajadora de México en Israel.
El libro que tomé hoy en la mañana lo abrí como mazo de cartas y leí una línea que Rosario escribió en noviembre de 1964. Esta línea la escribió en México, tal vez en su casa, frente al Bosque de Chapultepec. La línea dice: “El poeta, dijo Rilke alguna vez, es el que se encarga de hablar a Dios de los hombres y a los hombres de Dios…”
Posdata: me encantan estos tiempos (si no fuera por la mierda pandemia, todo sería más luminoso), porque los lectores tenemos la posibilidad de gozar los libros impresos y los libros electrónicos.
Rosario no contó con esta maravilla. No sé qué habría pensado, ella cinéfila de hueso colorado, si alguien le hubiese dicho que podría ver cientos de películas de todo el mundo, desde la comodidad de su casa. No sé qué habría pensado al enterarse que hay chunches electrónicos que conservan más de cinco mil libros y pueden conseguirse en minutos después del correspondiente pago con tarjeta.
La tecnología de estos tiempos es una bendición, abre ventanas donde antes sólo había muros.
jueves, 18 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, DONDE SE DICE QUE EL MUNDO PLATICA
Querida Mariana: en diciembre de 2019 estuve en Tuxtla Gutiérrez, fui a un conversatorio. Pronto hará dos años. En ese momento Chiapas no sabía lo que estaba por llegar. Esa noche estuve al lado del gran cronista de Tuxtla, el siempre recordado José Luis Castro. El maestro José Luis falleció por contagio de Covid-19, en febrero de 2021. Fue una muerte lamentable, él era un gran conocedor no sólo de la historia de Tuxtla, sino de Chiapas en general. Esa noche comencé diciendo que estaba en ese conversatorio que, en Comitán, llamaríamos platicatorio, porque en nuestro pueblo más que conversar ¡nos encanta platicar!, lo más solemne lo volvemos fiesta; un poco como si honráramos a Julio Cortázar, genial escritor, quien decía que no escribía con traje, sino en mangas de camisa. La palabra conversar suena más estirada que platicar. ¿Conversamos? ¡No, platiquemos!
Por eso, porque la plática se da en forma menos hinchada, ARENILLA-Revista inicia una serie de “Platicatorios” que compartiremos con nuestra audiencia, porque sabemos que disfrutarán una buena platicada.
Estos tiempos de pandemia, donde han desaparecido tantos amigos, tanta gente valiosa de la cultura de Chiapas, forzó a reunirnos en forma no presencial. Por fortuna, tenemos a nuestro alcance chunches electrónicos que permiten reunirnos en forma virtual.
Esta serie de “Platicatorios” se realiza en forma virtual. Nuestro invitado está en su espacio y nosotros permanecemos en casa.
En nuestro primer Podcast aparece Ornán Gómez, maestro, escritor y gran promotor de la lectura, gran lector él mismo. Ornán se comunicó desde su espacio en Comitán. Pero subsecuentes invitados abrieron las ventanas desde otros lugares: el escultor Luis Aguilar Castañeda platicó con nosotros desde su espacio en Playa del Carmen, Quintana Roo. Cuando nuestra audiencia escuche y vea este podcast será testigo de una plática con aroma a atol de granillo comiteco y a sal del mar del Atlántico. En la plática con la poeta Marvey Altuzar se colará algo del sonido de la gran Ciudad de México; y en la plática con Ricardo Castro, excelso fotógrafo de aves, algo del vuelo de un quetzal bendecirá la mirada. Aurorita Avendaño sí abrió su ventana comiteca, los sonidos del aire de nuestro pueblo volaron como papalotes alborotados. La relación de invitados, que hoy comparto con vos, apenas es un cachito de todos los podcasts que preparamos. Esta propuesta reafirma el motivo central de nuestro trabajo: llevar lo mejor de nuestra tierra a los lectores de todo el mundo; confirma la certeza de la existencia de grandes talentos en esta tierra bendita.
La plática nos une, hace que la distancia se acorte, que podamos unir nuestros espíritus en tiempos donde la unión de los cuerpos tiene una complejidad no advertida. La plática nos hace bendecir el recuerdo de los que ya no están con nosotros, por causa de esta absurda pandemia.
La plática nos llena de ilusión, nos dice que juntos podemos vencer este muro lleno de alambres de púas. Hubo un tiempo que Alemania estuvo separada por un muro, dejó aislados de la Alemania Oriental a los alemanes del lado occidental. Se vieron a distancia. Así nos vemos ahora, porque el anhelo de una vida menos distante alimenta la esperanza de que un día, igual que en Alemania, el muro se derrumbe.
Si nos cuidamos y tenemos paciencia, una mañana volveremos a abrazarnos. Nos reuniremos alrededor de la fogata y con una taza de café (con pan) volveremos a gozar la hermosa capacidad de platicar, de vernos de frente, de escuchar nuestras risas, de aspirar los aromas de los cuerpos llenos de vida.
En Comitán amamos la plática, desde siempre la hemos consentido, porque ella es la que reúne, la que convoca a amigos y familiares cercanos y auténticos. La plática tiene sabor y aroma, sabe a frijolito colorado, a chicharrón de hebra, a butifarra, a pan compuesto; la plática sabe a atol de granillo, a hueso de tío Jul. Huele a mistela, a flor de tenocté, a juncia fresca, a arco iris madrugador. Y también sabe a hamburguesa, a baguete, a vino blanco chileno, a sushi; y huele al agua del Sena al atardecer, a axila de mujer francesa, a la niebla inglesa y a la huella de un canguro de Australia o al rugido de un león africano. La plática es hilo de vida que une. Por eso invitamos a todo mundo, a platicar, a escuchar y vivir estos “platicatorios”.
Posdata: comenzamos con el pie derecho con el escritor Ornán Gómez y así seguiremos, siempre con el pie derecho, él jala al izquierdo para avanzar. Trabajamos para la sociedad, lo hacemos sin ponernos el frac, siempre lo hacemos en mangas de camisa.
Esta pandemia se ha llevado a muchos amigos, a mucha gente valiosa; no dejemos que nos arrebate la capacidad de platicar, de invocar la vida, de iluminarla a través de la palabra inteligente, sabrosa, cachonda, divertida, inédita. ¡Que todo mundo le entre al platicatorio!
miércoles, 17 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON UN SITIO PRODIGIOSO
Querida Mariana: esta fotografía es sensacional. Perdón, no tengo el dato del autor. Así recuerdo el templo de La Trinitaria a finales de los años setenta.
Me encantan los templos con las fachadas neutras. Una vez fui a San José Coneta (que también es parte del municipio de La Trinitaria) y vi que el majestuoso templo no tiene pintura. No sé cómo fue la fachada original de esos maravillosos templos del siglo XVI, es tema para expertos, pero entiendo que no estaban pintados como ahora los pintan.
El templo de Santo Domingo, también en los años setenta, tenía mucha semejanza con este fantástico templo de la Santísima Trinidad, su fachada era neutra.
Cuando fui a finales de los años setenta hallé el centro de La Trinitaria como acá se ve. Lo primero que pensé fue lo que ya dije: el color neutro del templo coincidía con el templo del santo patrono de Comitán. Hoy, ambos templos están pintados con tonos ocres. Sin duda, hay alguna razón especial para que así sea.
Lo segundo que pensé fue en la coincidencia de espacios del atrio de la Santísima Trinidad y de una lateral del templo de Guadalupe, en Comitán. Ambos espacios contaban con canchas de básquetbol. Las personas acudían para aventarse una cascarita.
¿Otra coincidencia? Bueno, el edificio pintado de verde y la casa en rosa desaparecieron en algún momento para construir lo que se llama Parque Hundido, igual que sucedió con las casas que existían en la llamada manzana de la discordia, que también sirvió para ampliar el parque central de Comitán.
Digo que esta fotografía es sensacional porque nos entrega un hilo maravilloso de un pasado más o menos reciente y transformado. Así como en Comitán hay personas que recuerdan con nostalgia los locales que había en la manzana derruida, sin duda que en La Trinitaria también hay personas que recuerdan estas construcciones que marcaron su vida.
En la película “La estrategia del caracol”, del gran cineasta colombiano Sergio Cabrera, un grupo de vecinos que será desalojado hace una “estrategia” para llevar puertas, ventanas, vigas, tramos de muros, sin que el dueño se dé cuenta. La película termina con la imagen del grupo de inquilinos y montones de los elementos constructivos rescatados, en lo alto de una montaña de su ciudad: Bogotá. Ahí levantarán la vecindad de nuevo, con los mismos materiales que tuvieron las habitaciones donde vivieron durante muchos años. El dueño de la casa original ni siquiera se queda con el cascarón, porque el broche de oro de la “estrategia” fue dinamitar la casa. Lo único que queda es el terreno. Alguien pregunta a los vecinos por qué hicieron eso y uno de ellos responde: por dignidad. La cinta es sensacional, es un canto a la vida, demuestra que los seres humanos estamos tocados con los espacios que habitamos. Cuando en los años noventa vivía en Puebla y viajaba en forma constante a la Ciudad de México, un sentimiento de desconsuelo me invadía al viajar en el autobús debajo de esas enormes serpientes de cemento que son puentes vehiculares y ahora oscurecen los espacios y jardines.
Así era el centro de La Trinitaria en los años setenta. ¿Se ganó o se perdió? Se ganó un espacio libre, arbolado; se perdió un espacio que era referente para el carácter de quienes habitaron en ese tiempo. En toda transformación hay aspectos positivos y aspectos negativos. A cada instante perdemos y ganamos.
En los años setenta, acá se ve, los autos se estacionaban en el atrio del templo. En Comitán sucedía lo mismo, muchos fieles llegaban y se estacionaban en batería frente al templo para ir a misa.
Los templos mostraban fachadas neutras. ¿Ganamos con el color? ¿Qué perdimos?
La mañana que fui a La Trinitaria di la vuelta al edificio verde y, casi enfrente del templo, me senté en una gradita y saqué la libreta de dibujo, lápices y goma de borrar; comencé a hacer un boceto de la fachada. Diez minutos después tres muchachitos trinitarenses estaban sentados a mi lado, viendo y comentando los trazos. Tal vez alguno de esos niños aún recuerda el instante. Fue un momento prodigioso, lleno de luz. El ritmo de La Trinitaria en ese momento era más sencillo, el día transcurría con la placidez que acá se observa: las personas que están sentadas en las bancas (tres debajo de la sombra del árbol y una frente a ellas) dejan que el día camine sin prisa. ¿Prisa? ¿Para lograr qué, para alcanzar qué? A mí me encanta La Trinitaria. Antes de la pandemia viajaba con frecuencia para caminarla, para bebérmela poco a poco. Iba a saludar a doña Margarita y compraba caramelos y en el súper del centro compraba chimbos riquísimos y me sentaba en una de las bancas del parque, procurando quedar casi en el mismo lugar donde estuve una mañana de los años setenta e hice un apunte de esta prodigiosa fachada y estuve rodeado de tres niños que, sorprendidos, emocionados, comentaban mis trazos.
martes, 16 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, DONDE SE DICE QUE YO SÍ CONOCÍ A LOLITA ALBORES (Parte 13)
Querida Mariana: Imaginarte autorizó a la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar para que se publicara un libro con las crónicas de doña Lolita Albores. Ahora, este libro electrónico está a disposición de todo mundo, en forma gratuita. Con ello se difunde el conocimiento que doña Lolita compartió.
En esta serie de cartas (ya vamos en el número 13) he compartido la crónica “Sí conocí a Rosario Castellanos Figueroa”, que doña Lolita escribió en agosto de 2002. Pronto se cumplirán veinte años de este texto, donde la autora describió su relación con la famosa escritora.
Después de ofrecernos testimonios de lo que los papás hacían con los restos mortales de Minchito, doña Lolita escribió lo siguiente:
“Rosario y su papá se entendían muy bien cuando hablaban de escritores y de política, leía cada uno su periódico y cambiaban opiniones; doña Adriana quedaba aislada y por eso cuando yo estaba con ella se sentía contenta de tener con quien hablar de cosas más sencillas. No era de categoría inferior como muchos dicen”.
Doña Lolita da testimonio de una relación de pareja típica de mediados del siglo XX. Las mujeres comitecas no tenían mayor acceso al conocimiento. El papá de Rosario tuvo estudios profesionales en el extranjero, mientras doña Adriana permanecía en el pueblo. Por supuesto que ello significó una diferencia intelectual. El mundo de don César era más amplio que el de su esposa que no tuvo más que lo visto en el Comitán de la primera mitad del siglo XX.
En varios textos, Rosario describió el porvenir que le esperaba si se quedaba con lo que la sociedad comiteca le brindaba. Ella no quería ese futuro. Sus inquietudes intelectuales, que se manifestaron desde sus primeros años, le demandaban acercarse a otras ventanas.
Doña Lolita dice que “Rosario y su papá se entendían muy bien cuando hablaban de escritores y de política”. Esto marca también una distancia; es decir, se entendían bien cuando el tema era algo intelectual. No se dice, pero don César hubiese sido más feliz que, en lugar de platicar con Rosario, lo hiciera con el hijo, a quien le tenía reservado un mundo más amplio. De todas maneras, en el testimonio de doña Lolita se advierte algo como una pared, hecha de papel periódico. Podemos imaginar la escena, Rosario está sentada en un sofá y lee una sección del periódico, mientras su papá hace lo mismo en otro sillón. Ambos se apropian de elementos culturales, en tanto doña Adriana está en la cocina preparando la comida. Doña Lolita los ve, pepena esos gajos que luego nos entregó en sus textos. Si Rosario encuentra algo de su interés, baja el periódico y lo comenta con su papá, éste también deja la sección del periódico y hace comentarios al tema. Se entienden, por supuesto que sí, hablan el mismo idioma; tal vez no coinciden en su opinión, pero dialogan acerca de “escritores y de política”. Por momentos dejan su mundo interior, bajan el periódico (que es como asomarse a la ventana donde aparece el otro) y comparten ideas y reflexiones. Agotado el tema, Rosario vuelve a tomar la sección y levanta la pared de papel, lo mismo hace don César, hasta que doña Adriana avisa que ya está lista la comida, que pasen a la mesa.
Doña Lolita usa la palabra “aislada” para definir la condición de doña Adriana. Entre don César y su hija hay un puente que se tiende por ratos, tal vez algo como esos puentes de hamaca que hay en la tierra caliente, puentes que permiten el paso a la otra orilla, aunque no tengan gran resistencia, porque están hechos de madera húmeda y de cuerdas que se deshilachan con el tiempo.
En el plano intelectual hay una gran distancia en el conocimiento que posee el ingeniero Castellanos y la ignorancia que, en dichos temas, es la cuerda diaria de doña Adriana. Rosario ya estudia en la universidad, así que ella se apropia de conocimientos que le permiten ver con mayor amplitud el mundo.
Posdata: por eso, doña Lolita advierte que doña Adriana se sentía bien con ella, porque hablaban de cosas más sencillas. Ah, ya imagino esa plática, fuera de un ambiente solemne, doña Lolita, con su carácter festivo, bien comiteca, y doña Adriana, que no cantaba mal las rancheras, porque ha quedado de manifiesto que mucho de la ironía que usó Rosario en tus textos lo pepenó de su mamá, otra auténtica comiteca. Pero, bueno, de esto hablamos en otra carta, si te parece.
lunes, 15 de noviembre de 2021
POR EL CAMINO DE LA BELLEZA
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un clavo chueco, y mujeres que son como un cuadro sobre la pared.
La mujer cuadro sobre la pared está llena de colores, su rostro es una mezcla de todos los artistas que en el mundo han sido. A veces, cuando está molesta tuerce la boca como un retrato de mujer pintado por Picasso; cuando está plena, su rostro asume la delicadeza de un paisaje de Monet; cuando está triste su mirada tiene el brillo de un claroscuro de Rembrandt; y cuando está contenta sus labios se abren como una sandía de Tamayo o como una manzana de Martha Chapa. A veces, cuando no cuida su dieta y no se levanta a correr en el deportivo, se ve al espejo y encuentra ciertos trazos oblongos de Rubens o de Botero.
La mujer cuadro sobre la pared se sabe exquisita, creación divina. Posee la misma luz que emana del Louvre o del Guggenheim o del Museo de Arte Moderno, en Chapultepec.
Tiene gusto sublime, escucha música de Mozart, acude al ballet, ve cine de Orson Wells y, cuando está con espíritu de hamaca, cintas de Woody Allen.
¿Lee? Por supuesto que sí. Lee revistas de arte y de diseño, descuelga nubes para el sueño y patina sobre patios escarchados.
Ve televisión. Le encanta ver documentales donde el color es parte esencial de la trama; es decir, programas de cocina regional, de cultivo de malva, de novedades astronómicas o de ríos que se descuelgan en cascadas.
Le encanta que la admiren, que los amantes expertos y los neófitos se paren frente a ella y descubran todas sus líneas, texturas y tonalidades; le gusta ser vista por los jóvenes, así ellos se acercan al misterio de la belleza. Es feliz cuando los niños se asombran ante su mirada y les provoca el mismo enamoramiento que tienen ante su maestra del jardín.
Es una mujer total, completa, de espíritu holístico. Es mujer plena, poseedora de todos los dones de la humanidad: de la brisa, de la arena del mar, de la niebla del bosque, del cenzontle sobre la rama, de la nube posada sobre la cima de la montaña, del chocolate, de la vidriera llena de libros o de juguetes, de muñecas de porcelana. Su risa está llena de olanes, de imágenes religiosas, de oratorios, de hamacas, de camas donde la mamá lee cuentos a sus hijas o de camas donde los amantes descubren el aura del tiempo. Su mirada está llena de islas, de barcos sobre el mar, de banderas ondeando; sus muslos están llenos de viento, de hojas verdes, de caminos y sembradíos de maíz. Su vientre es un nacedero de agua limpia, de nido, de canto de tiuca, de vuelo de colibrí. La mujer cuadro sobre la pared es de la misma familia de la enredadera sobre la pared, de la teja sobre la techumbre, del foco que pende del cielo, de la estrella de la madrugada.
Siempre, aunque no sea visible, lleva en la frente el letrero “No tocar”. Las obras de arte no deben tocarse ni con el pétalo de una rosa; pero cuando encuentra un amado que es fino, admirador del arte, deshace el letrero y pide, a gritos, que la bajen de la pared y la tiendan sobre una alfombra y le demuestren cómo el arte revitaliza la mano y la lengua y la mirada de quien admira lo excelso. Sí, ella está apenas un ladrillo debajo de la excelencia, sus ojos contienen todas las telarañas del asombro y de la albahaca.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que diseñan las circunvoluciones del odio y mujeres que modelan las figuras que se llaman esperanza.
domingo, 14 de noviembre de 2021
ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXXVIII)
Crecí en medio de flores, cajas de refrescos y cartones de cerveza; crecí al lado de muchos billetes que eran propiedad de los comitecos. La casa era grande, tenía un patio central, un sitio, cuatro corredores con pilares de madera (tal vez de cedro) y muchas habitaciones, varias de éstas tenían decenas de cajas de refrescos y cartones de cerveza. Mi papá era distribuidor de la Coca Cola y de la Cerveza Carta Blanca. Yo manejaba mi carro de pedales, color gris claro, casi casi como el que manejaba Santo, el Enmascarado de Plata. En mi recorrido veía flores a un lado y cajas y cajones en el otro lado. La venta de refrescos nos daba el sustento y las flores aliviaban el espíritu. La vida siempre es así. Lo importante, dicen los que saben, es hacer un balance preciso entre ambas sustancias.
En la novela “Rayuela”, de Julio Cortázar, hay, entre muchas imágenes inolvidables, una que siempre me remite a mi infancia. En la novela, Horacio Oliveira, argentino que recién llega a Buenos Aires desde Francia, vive en un departamento frente al departamento de Manolo Traveler, quien es amigo de Horacio y radica en su país de origen. Para comunicarse, ambos tienden un tablón de una ventana a otra, que está por encima de la calle. Es una imagen surrealista. Siempre que la leo siento el vértigo que provoca la altura. Horacio necesita clavos, se los pide a Traveler y éste hace un atado para aventarlos y entre por la ventana. Al final deciden tender tablones que unen a la mitad para que una chica de nombre Talita se monte a caballo sobre el tablón y avance poco a poco para darle los clavos a Horacio. Al leer el capítulo siento el vacío y el riesgo de que los tablones no resistan el peso de Talita.
Un lector racional sabe que la solución era más simple, bajar, cruzar la calle, tocar y recibir el paquete, pero esta racionalidad impide entrar al fantástico mundo de la literatura.
Aunque, como han dicho algunos teóricos, la literatura tiene su mejor materia prima en la realidad, porque no sé qué pensarían los comitecos en los años sesenta cuando veían un camión de ocho toneladas estacionado frente a mi casa de infancia y advertían que los empleados tendían dos tablones que se sustentaban sobre la redila del camión por un lado y por el barandal del balcón por el otro lado. El barandal tenía la altura justa. Parecía que lo habían hecho a propósito para tal fin. El puente quedaba al aire sobre la banqueta, la persona que caminaba por ahí, lo hacía mientras un empleado pasaba, desde el camión, una caja de madera con veinticuatro refrescos mientras otro la recibía para colocarla en la bodega que estaba en ese cuarto que daba a la calle. Así hasta que el total de cajas pasaba de un lado a otro; al final el empleado de la bodega comenzaba a pasar las cajas con envases vacíos. Al final, el camión que había llegado con botellas llenas regresaba a Tuxtla con botellas vacías. Así cada semana. Nunca hubo una cinta de seguridad que impidiera el paso de peatones. En más de una ocasión vi a alguien caminar por esa banqueta, subir la mirada, ver lo que arriba pasaba y continuar con su caminata, pasando por debajo de ese riesgo latente. Nunca, gracias a Dios, sucedió un accidente, siempre estuvo la mano de Dios ayudando a pasar las cajas de los camiones a la bodega de casa. Esta práctica concluyó cuando nos pasamos a vivir a la casa que mandaron a construir mis papás. Ahí hubo una cochera amplia en largo y ancho. El camión con el producto entraba hasta el fondo, donde estaba instalada la bodega y el vaciado del camión era más seguro, por supuesto, menos literario.
En estos tiempos ese puente por encima de los peatones sería prácticamente imposible. La autoridad de tránsito impediría que un camión se estacionara durante horas frente a la casa, en una calle central, y la autoridad de protección civil de inmediato evitaría que tal riesgo se presentara.
Hablo de los años sesenta, la vida era más tranquila en Comitán. No obstante, cuando recuerdo la escena de “Rayuela” y la hago coincidir con mi experiencia, una culebrita fría recorre todo mi cuerpo. ¿Y si al pasar un peatón se hubiera quebrado el tablón y la caja llena de envases de cristal se hubiera ido al vacío cayendo sobre su cabeza?
sábado, 13 de noviembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON UN RECUERDO SENSACIONAL
Querida Mariana: ah, los años sesenta. Ya están un poco lejos, pero siguen estando en la memoria luminosa de quienes son de mi generación.
¡No! Nada de chavos rucos. Los muchachos que están en esta fotografía nacieron en la década de los años cincuenta, del siglo XX.
Hay palabras simpáticas que no corresponden a la realidad. Chavo ruco es una insolente contradicción. Por supuesto, es el juego que propone. Un chavo es una persona de poca edad física y un ruco (término despectivo) es una persona que ya rebasó la edad adulta.
Quienes están en esta foto no son chavos rucos; y no es así, porque en la actualidad ya no son chavos; ya superan la edad de sesenta y tres años, tal vez algunos rascan ya los setenta; es decir, ya están en una etapa adulta. Bueno, no todos. Como en cualquier foto generacional de estudiantes, hay dos o tres que ya se despidieron de este mundo, ya no llegaron a vivir los años de la pandemia; pero, por fortuna, la mayoría ahí está, viviendo, aportando luz a la sociedad.
Por su carácter, algunos siguen conservando rasgos de juventud y otros ya no. Hay gente que es seria, reservada, introvertida; hay otras personas que son jocosas, alegres, divertidas.
Cuando un joven ve que un adulto trepa a un columpio o se desliza en una resbaladilla señala y dice a sus amigos: “¡Miren, un chavo ruco!” No. El juego no tiene edad. Si esa persona adulta sube a un columpio y se impulsa con sus pies y sube tantito por el aire, no significa que se piense niño. Lo que hace es recuperar un sentimiento que le provocó goce. A esta edad, por supuesto, debe tener más cuidado, porque cuando era niño un somatón sólo provocaba uno o dos raspones; una caída a los sesenta y tantos años de edad puede tener consecuencias mayores, porque (es ley natural) el cuerpo se desgasta con el paso del tiempo.
Esta fotografía fue tomada una mañana de los años sesenta, tal vez en 1968, en un corredor del edificio donde actualmente está el Centro Cultural Rosario Castellanos. Quien robó cámara fue Mario Bonifaz, el chavo (acá sí cabe el término) que no era parte del grupo, con camisa y pantalón de color blanco, ve hacia el piso y está recargado en uno de los pilares de madera del edificio. Mario es sobrino del maestro Óscar Bonifaz, quien es el catedrático que aparece a mitad del grupo de muchachos. Si la foto es de 1968, año más, año menos, el maestro tiene 42 o 43 años en la foto, ahora se prepara en su casa comiteca a celebrar su centenario en el 2025, año que Comitán festejará el centenario de Rosario Castellanos.
Comparto esta fotografía con vos, porque acá hay alguien que conocés, mi querida amiga, la maestra María Elena Vázquez. Claro, acá aparece en calidad de alumna. ¿Ya soñaba en ese momento que sería maestra? No lo sé. No sé qué soñaban estos muchachos en ese instante y si en 2021 se sienten satisfechos con lo que lograron. Porque, salvo dos o tres inquietos, la mayoría de personas que tiene más de sesenta y cinco años ya no sueña con iniciar proyectos, casi todos se dedican a pepenar la luz del mundo y seguir impulsando el deseo que cumplieron a través de los años.
¿Ya viste en dónde está? Te daré una pista: es la chica más sonriente. ¡Claro! Es inconfundible su carácter, ella sigue sonriendo, colocando una sonrisa afectuosa a la madrugada de todos los días.
¿Cómo? ¡Sí!, es ella, ahora (entiendo) ya está jubilada, pero sigue pegando adobes, porque atiende su súper “Abarrotes San Luis”, casi enfrente del templo de Guadalupe. Ahí vende frutas, leche Lala, Sabritas, pan, dulces, velas, veladoras, galletas, agua y doscientos veintidós chunches más, incluido el traguito y las cervezas. A ella no le preguntaría cómo va su vida, porque siempre que la saludo la veo como se ve acá en la foto.
¡Sí! Ella es quien está en el tercer sitio de la fila donde está Bonifaz. Contá a la derecha, una, dos y ¡ahí está la carita con la gran sonrisa! La carita como si estuviera en una ventana, iluminando el mundo. Si te fijás, sus compañeras están seriecitas, muy en su papel de modelos para la foto histórica. Mi amiga también tuvo conciencia del instante luminoso y no modificó su personalidad, pero ni una pizca de membrillo, ¡no!, ella no se puso seriecita para la foto, se mostró con su carácter festivo de siempre. Así sigue. Desde su pequeña parcela sigue iluminando a este pueblo. Siembra flores en el frente de su negocio, jardín que tiene su matriz en el patio de la casa; coloca macetones en la banqueta, para que el peatón reciba una caricia en la mirada; coloca una banquita para que el peatón haga una pausa y deje de lado el trajín de la vida; manda a pintar frases en las paredes, para que el peatón se lleve la palabra luminosa. Es una buena vecina.
Parecería que ella se adueñó de palabras escritas por Paul MacCartney en la canción “Live and let die” (vive y deja morir): “Cuando eras joven y tu corazón era un libro abierto solías decir: vivir y dejar vivir (…) cuando tienes un trabajo que hacer, tienes que hacerlo bien…”
Y digo Paul MacCartney porque estos muchachos nacidos en los años cincuenta vivieron y disfrutaron la aparición de uno de los grupos musicales más geniales de todos los tiempos: Los Beatles. Paul fue integrante del genial cuarteto inglés. Sir Paul sigue en los escenarios, ¿cuál ruco? Joven eterno, casi casi como nuestro paisano, el maestro Temo Alcázar, quien ya tiene más de ochenta años de edad y sigue siendo un hombre con gran vitalidad. Bendición por siempre para el “Eterno joven de Comitán”.
Varios de estos muchachos inauguraron los años setenta yendo a estudiar carreras profesionales a la Ciudad de México, en el Poli o en la UNAM.
¿Ya te diste cuenta que ahora los profesionales provienen de otras universidades? Los jóvenes actuales estudian sus carreras en nuestra ciudad o en San Cristóbal de Las Casas o en la capital chiapaneca o son egresados de universidades de Guadalajara, Puebla, Mérida o Xalapa. ¿Quién viaja ahora a la Ciudad de México a realizar estudios profesionales? ¿Qué muchacho sueña con estudiar en la UNAM? En aquellos dorados tiempos muchísimos muchachos soñaban con estudiar en la máxima casa de estudios del país, decían adiós al pueblo, a sus novios o novias, a sus papás, viajaban a la gran Ciudad de México y un día enviaban un telegrama a la casa comiteca con el aviso: “pasé el examen de admisión. Soy puma”. Cuatro años después regresaban con un título y colocaban una placa de bronce en la fachada de la casa, donde abrían su consultorio, para que los pacientes supieran que el médico general era egresado de la UNAM.
Mi querida amiga, la maestra María Elena no viajó tan lejos, siempre ha sido un pajarito volador de estos territorios, sabe que no siempre quien viaja más lejos pepena más cosas.
¿1968? Un año más, un año menos. ¿58 muchachos? Uno más, uno menos. Un grupo maravilloso. Reconozco varias caritas, ellos nacieron dos o tres años antes que yo. Nacimos en los años cincuenta, años que abrieron la ventana al México moderno. En 1950 llegó la televisión a la Ciudad de México. La aparición de este chunche significó un acontecimiento histórico. Primero había sido el radio, un día, ese genial aparato, había entrado a todas las casas del país estimulando la imaginación de miles y miles de radioescuchas. El mundo prendía la radio, escuchaba las noticias, radionovelas y bailaba al ritmo del cha cha cha. En los años cincuenta llegó otra señora magnífica, más “pro”, porque tenía una pantalla donde ya no era necesario imaginar la acción y los personajes de la radionovela, la telenovela ya presentaba los escenarios y los rostros de los grandes artistas nacionales.
Plenitud es la palabra más justa para los mayores, para quienes ya han cumplido gran parte de la cuota. Bonifaz tiene 96 años de edad. No todas las personas llegan a festejar tal edad. Muchos se hacen polvo mucho antes, pero cuando el barco, después de procelosas tormentas, llega a buen puerto, a la edad de cincuenta, el viajero baja y camina en forma más sosegada por la playa. Es momento de tomar un coco con ginebra; de sentir la caricia de la arena en los pies; de recostarse en una hamaca colgada en palmeras; de extasiarse con el cielo nocturno; es tiempo de recoger estrellas de mar; de correr al lado de los nietos, de subirse a un columpio e impulsarse; es la hora de sonreír ante el espejo de la vida, con una sonrisa amable y afectuosa, como la de mi querida amiga; es hora de suspirar y mirar el horizonte cada vez más cercano.
Posdata: ¿chavos rucos? ¡No! Adultos agradecidos con la vida. No todo mundo sube hasta el sexto, séptimo, octavo, noveno piso. Muchos jóvenes encuentran su azotea apenas arriba del segundo piso.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)