sábado, 11 de diciembre de 2021
CARTA A MARIANA, CON LIBROS VIEJOS
Querida Mariana: me gustaba visitar las librerías de viejo. Así se llaman las librerías que venden libros de segunda mano. ¿Cómo consiguen los libros? Compran bibliotecas particulares completas. Hay personas que son amantes de los libros, durante toda su vida compran cientos y cientos de libros, los mandan a encuadernar y llenan estantes de piso a techo. Pero, es ley natural, un día, esos bibliófilos mueren y, en muchos casos, los herederos no tienen la misma pasión por los libros. ¿Qué hacer con todo ese librerío que impide vender la propiedad? Lo más sencillo es hacer una llamada telefónica con las personas que se dedican a comprar libros viejos. Los libros pasan de estar en bibliotecas particulares a librerías de viejo donde se ponen a disposición de los compradores.
En muchos casos, los compradores de bibliotecas particulares obtienen hallazgos: primeras ediciones, libros autografiados por sus autores (a veces, escritores famosísimos) y libros de ediciones agotadas.
Me gustaba visitar las librerías de viejo. Lo hacía con emoción en mis años de adolescencia. Cuando estudié en la UNAM y luego en la UVM, en la Ciudad de México, iba los sábados al centro de la ciudad y entraba a esos establecimientos. Como su nombre lo indica, los pasillos tenían un aroma a suéter de abuelo, a recámara de abuela. Por lo regular, estas librerías eran oscuras y húmedas, pero llenas de un musgo afectuoso. Por el contrario, las librerías de libros nuevos olían a Pinol y eran espacios con gran claridad.
También me gustaba visitar las librerías de libros nuevos, por supuesto. Pero, las librerías de viejo tenían su encanto. He leído algunas novelas y algunos cuentos donde los personajes entran a una librería, los personajes inolvidables son los que entran a librerías de viejo, porque en estos espacios, los propietarios son parte de la escenografía: son viejos, con barba, sentados detrás de un mueble de madera igual de viejo. Las librerías de libros nuevos tienen empleados pulcros, con camisas bien planchadas, sin barba, bien peinados y con loción francesa (o alguna imitación).
El otro día te conté que en casa (ahora en pandemia) escucho los sonidos de la calle: el camión que vende los garrafones de agua o el del gas, pero la otra mañana quedé sorprendido porque apareció el altavoz de un comprador de viejo: colchones, estufas, lavadoras, libros, revistas…
Le bajé a la televisión. ¿Había escuchado bien? En toda mi vida, jamás había escuchado que alguien, en Comitán, ofreciera comprar libros o revistas. Los ropavejeros comitecos compran colchones y refrigeradores inservibles, pero ¿libros? Pues sí, oí bien. El carro que pasaba frente a la casa ofrecía comprar libros y revistas.
Imaginé una caja de cartón llena de libros sobre la camioneta, al lado de colchones manchados, rumbo a la bodega al aire libre donde apilan los chunches viejos. Pensé que estos libros no tendrán el final digno de una librería de viejo, casi casi los vi al lado de hatos de cartones rumbo a la despulpadora donde terminarán convertidos en papel de reciclaje.
Ahora, las grandes editoriales hacen un proceso similar. Lanzan a la venta una novedad comercial con una gran campaña publicitaria y después de algunos meses retiran los ejemplares de las librerías y reciclan el papel para la siguiente novedad. Ya no es como antes, cuando los ejemplares tardaban años en los estantes, pasaban de la mesa de novedades a la de los lanzamientos del año, luego a la mesa de los más buscados y, por fin, a la bodega donde se humedecían, pero podían ser rescatados cuando algún lector coleccionista los buscaba.
¿Hubo alguna librería de viejo en Comitán? No recuerdo la existencia de una. Algunos compas han abierto bazares donde, al lado de camisas, lámparas, carritos de juguete, platos, vasos, cubiertos, chalinas y zapatos viejos, aparecen algunos libros en venta. Una vez pasé por una avenida cerca de Microondas y vi que una mujer había puesto un baratillo en la banqueta, me detuve, bajé del auto, saludé y curioseé, eran diez o doce libros, más o menos conservados (recordé mi emoción al visitar las librerías de viejo) y hallé el libro “En esto creo”, de Carlos Fuentes, edición de Seix Barral. El libro estaba a la venta en ¡veinte pesos! Era la ganga del año. Saqué un billete de veinte (más manoseado que el libro) y lo compré. Cuando subí al auto pensé que ese libro era como esos autos que revenden con el aviso de “Sólo un dueño”. Este librincillo estaba casi nuevo, apenas con una mancha en unas páginas (asumí que lo habían tenido en la mesa y el café se había regado. Ya no le di más vueltas, porque la mancha podía ser de otro líquido).
Por lo regular, las librerías de viejo tienen ejemplares que han pasado por dos o cuatro manos, ¡no más! En tu casa vos tenés bastantes libros. Igual que yo, y millones de lectores en el mundo, ¡no prestás!, por eso, esos libros sólo han pasado por tus manos (sagradas manos) y han sido manoseados por tu novio, o de vez en cuando por tu mamá, ¡no más! Son libros sin tanto manoseo. Lo mismo sucede con las grandes bibliotecas del mundo. Cuando son vendidas pasan de los estantes de cedro de la residencia particular a los estantes de pino de la librería de viejo. Cuando compraba libros viejos los hojeaba sin problema, no pensaba que podían tener microbios. No lo pensaba. Ahora, con la pandemia encima (lo sabés) ya me volví más ish, ni nuevos recibo en casa. Todo lo que leído en los dos últimos años han sido libros electrónicos que compro en Amazon y recibo minutos después de hacer el pedido. Sigo amando los libros impresos y todos los días releo algunos de casa. Estoy a punto de terminar uno de Amos Oz (su mami le decía Amós, como el nombre bíblico, así me gusta pronunciarlo) y comenzaré con uno de Orhan Pamuk.
Nunca he deshojado un libro. Julio Cortázar y Aurora Bernárdez viajaron en tren una vez, antes de subir al vagón, Julio compró una novela sin mayor trascendencia. Al sentarse, Julio abrió el libro y leyó las dos primeras páginas, cortó la hoja y se la pasó a Aurora, en cuanto Aurora terminó la soltó en la ventana. Así realizaron la lectura: hoja leída, hoja echada al vuelo.
Amo los libros, pero no soy obsesivo. No he vendido mis bibliotecas. Cuando por alguna mudanza me vi en la necesidad de plantearme la pregunta qué hacer con los libros o empaqué algunos ejemplares para que viajaran en el camión o hice una llamada telefónica a un amigo: ¿quéres unos libros? Siempre, el amigo respondía que sí, y dos segundos después (es una exageración) llegaba a casa con cajas de cartón para trasladar los libros y subía las cajas a su auto, feliz por el obsequio navideño anticipadísimo.
Varios amigos del Colegio Mariano N. Ruiz han donado sus bibliotecas para servicio de los estudiantes. Esas donaciones las he vivido como si fueran para mí. Muchos de los libros que por ahí extravié en mudanzas volvieron a través de esas donaciones. Cuando necesité leerlos me bastó estirar la mano en los estantes de la biblioteca del colegio.
¿Por qué nunca había escuchado que un comprador de chunches viejos incluyera libros en su relación de compra? Tal vez la pandemia obliga a las personas a vender todo lo imaginable. ¿Hay alguna necesidad económica? La señora obliga al marido a vender “ese papel que para nada sirve, que sirva para la medicina de tu mamá”. Y por unas cuantas monedas, los libros sirven para poner algo de ungüento. Lo que tardó años en construirse se deshace en minutos.
En el libro de Amós que digo, aparece una librería que también es biblioteca; al lado de la calle hay estantes y mesas con libros a la venta, pero en la parte posterior hay una biblioteca que renta libros. Las novedades están expuestas al frente y los libros viejos en otro lado. El niño Amós rentaba libros. Este local era extraordinario. He platicado cómo en los años sesenta, en la feria de Santo Domingo (que se celebraba en el antiguo parque central), un hombre que vestía un saco sucio, levantaba una pequeña caseta con madera y tela, y rentaba revistas ilustradas (“cuentos” le decíamos a lo que ahora son cómics). Los cuentos estaban colgados en lazos (como si fueran ropa para secar) y los muchachitos elegíamos uno o dos, pagábamos y nos sentábamos en pequeñas sillas para leer. ¡Era un deleite! Lo que más me gustaba de la feria (aparte de comer jaleas que vendían las “zacatecas”) era sentarme al lado de otros voraces lectores y disfrutar los cuentos ajados, viejos, que, ellos sí, habían sido manoseados por decenas de chiquitíos en todos los lugares donde viajaban los “ferieros”.
Posdata: en Comitán nunca ha existido una librería de viejo, jamás había escuchado que un comprador de chunches viejos avisara que también compra libros y revistas. En Comitán hubo un tiempo que llegaba un señor con saco viejo y rentaba cómics. Por cinco centavos, los amantes de los cuentos, en la calle del parque central del pueblo, viajábamos al mar con Chanoc o al espacio con Flash Gordon.