martes, 28 de diciembre de 2021

MUJER LLENA DE BURBUJAS

A veces divido el mundo en dos: ayer lo dividí en: mujeres que tienen aroma a “Charrito” y mujeres que tienen aroma a champán. Alfonso dice que conoció a una mujer champán en Comitán, la pregunta que le hizo fue: ¿vos has visto alguna vez a un hombre que termine arando de bolo por beberme? ¡No!, respondió de inmediato. Alfonso no dijo más, pero debió decir que jamás había estado en ambientes donde los meseros ofrecen una copa de champán y un panecillo con caviar. La mujer champán es discreta, sugerente, exclusiva, es burbujeante, despierta la línea de la vida sin torcerla. La mujer champán está hecha de uvas, el vino de consagrar también está hecho de uva, pero hay una gran diferencia. La mujer champán es resultado de tres uvas exquisitas. En Comitán usamos la palabra supia para nombrar el olor pestilente que expide una persona que tomó trago un día antes. El amado de la mujer champán jamás apesta, el aroma después de haber decantado a su amada es seductor, el mismo que expide la flor que atrae al colibrí. La mujer champán convierte en sepia el burdo supia, en sepia de nostalgia, de recuerdo sublime. Está hecha de la misma uva con que se prepara el vino de consagrar, pero ella no participa en rituales comunitarios, ¡no!, ella siempre es la imagen central de la ceremonia más íntima, la que se da entre dos esencias. Es embriagante, espumosa, osita llena de espuma de mar, de aire, de luz. Como la poesía, no todo mundo sabe beberla. Sólo los expertos conocedores del infinito saben reconocer sus dones, los brillos que alimentan la madrugada. Es mujer cuyos blasones están impregnados de Nobleza, con mayúscula. No necesariamente navega en lagos Reales ni sus hilos tienen la pureza del oro. En ocasiones se mueve en territorios donde el vulgo se arracima, donde el aroma dominante no tiene el sepia del agua clara; pero, su línea de luz la distingue, la hace levitar, volar sobre una nube que está por encima de los que se orinan en los postes, las que se dejan manosear por debajo de las mesas, las que no saben que tienen alas; las que no distinguen las puertas abiertas de las jaulas donde permanecen. La mujer champán es exquisita, el color de su piel tiene la transparencia del alba, del ámbar, de la pureza del ángel. Sólo hace maridaje con caviar, con las esencias divinas, las que están hechas con notas de Bach, con colores de Rembrandt; su bordado está hecho con palabras dictadas por Saramago y por Vargas Llosa; su manto tiene la transparencia del que cubre el rostro del misterio. En sus ojos se posa el ave de la bienaventuranza, sus manos están llenas de la rosa de Martí, del aire de Sabines, de la cebolla de Neruda, de la rayuela de Cortázar, del farolito de Lara. Cuando ama el mar se abre en dos y el Moisés de su vientre mece la criatura del viento, la más sutil, la más amada, la que, como ola, se revuelca en la arena. No duda en alguno de sus pasos, ni titubea a la hora de rezar ante la montaña sagrada. Reconoce, en cada uno de sus movimientos, lo lejano del sol y la luna y la cercanía entre sus pechos y la mano que los acaricia, los labios que los chupan, la lengua que los lame, el miembro que los bendice. Ella llama pan al pan y sirviente al vino de consagrar, porque todas las demás bebidas deben postrarse ante ella, como el siervo se hinca ante su reina. El día (la tarde) que Alfonso probó unas gotas soberbias de la mujer champán, en Comitán, reconoció la diferencia entre los conceptos parecidos: cielo y suelo. Supo que hay años luz de diferencia entre ella y la mujer Charrito, la que exhala supia, la que, en lugar de mar de aire, es mero charco de agua infecta, vil bache ahogado en cualquier calle. A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que saben a romeritos y mujeres que huelen a romero.