jueves, 30 de diciembre de 2021

CARTA A MARIANA, CON PALABRA LLEGADA DE OTRO CONTINENTE

Querida Mariana: en cuarto grado de primaria debíamos aprender los nombres de los continentes. En un mapa colgado en una de las paredes del salón estaban los nombres de los continentes: cinco. Era un mapa muy colorido, cada país de los diferentes continentes tenía un color. México tenía un color amarillo bien bonito. Pasábamos al frente, con las manos sudadas en la espalda y, como loritos, decíamos: continente americano, continente europeo, continente asiático, continente africano, Oceanía y Antártida. El maestro ponía un diez en la lista, nombraba a otro compañero y el sustentante regresaba al pupitre, se sentaba y repasaba las manos en el pantalón para secarse. Ese era el mundo, la Tierra, hecha de continentes, mares e islas. Dios mío, el mundo era inmenso. Comitán era apenas un puntito en el mapa, del tamaño de la cabeza de un alfiler. En los libros aprendíamos que en otras partes comían otros manjares. Aprendimos, por ejemplo, que en la Antártida había pingüinos. En Comitán había gatos, perros, gallinas, gallos, burros (muchos), caballos, tacuatzes, colibríes, zopilotes (muchos, ahora ya no hay tantos), pero no había pingüinos, tan bonitos, tan de simpático caminar. En África había leones y tigres. En Comitán había una cabeza de león en una pequeña fuente del parque central que tenía un tubito y de ahí escupía agua. El león del África ni tenía tubitos escupe agua y estaba completo y era un depredador que comía gacelas, que eran unos animales bellísimos, pero que, a pesar de su rapidez para correr, terminaba siendo la cena del león abusivo. El león del África real nada tenía que ver con el que veíamos en la pantalla del Cine Comitán, al inicio de las películas, el león de la Metro (así lo conocíamos porque era la entrada de las cintas de la Metro Goldwyn Mayer) era un león cansado, huevón, que sólo se concretaba a rugir, pero sin moverse, como si ya estuviera satisfecho de haber tragado a una cebra bonita. En cuarto de primaria aprendimos que más allá de Chacaljocom había más mundo, más allá de Tuxtla, más allá de México. Si alguien trepaba a un barco en Veracruz podía llegar a otro continente, al europeo, por ejemplo, que estaba todo pintado de azul, o al africano, que estaba pintado de rojo. Era un viaje de muchas horas de mareo y de vómito. Pensábamos que era mejor estar tranquilo en casa y conformarse con el león de la fuente del parque central (que ahora está todo sholco en el Tanque de Los Caballos) o con el león bostezador de la Metro. África estaba muy lejos. Lo que sí estaba cerca eran los africanos. No, no me refiero a los nativos de aquel continente, sino a los dulces que comíamos cuando había gasto y que eran deliciosos, siguen siendo exquisitos. ¿De dónde nos llegó el nombre de este dulce? Pues del África, de dónde más. ¿Por qué se llaman así? Ah, eso sí es un misterio. ¿Desde cuándo comenzó a llamarse así? Segundo misterio. Nosotros, así como aprendimos que había un continente africano, aprendimos que si íbamos a la tienda de doña Carmen Pijuy y pedíamos dos africanos, ella abría una alacena y, con una pinza, sacaba dos dulces del color del sol, de un amarillo que, en lugar de llamarse africano el dulce, bien podía llamarse asiático. Doña Carmen colocaba los africanos en una bolsa de papel estraza y nosotros dábamos la moneda a cambio. ¡Qué delicia! El africano, el dulce digo, es de una consistencia etérea, es abombadito. Si vos lo partís hallás que está vacío en el interior y la miel del dulce forma estalactitas y estalagmitas doradas, hilos amelcochados. Así como aprendimos que el continente pintado en rojo se llamaba africano, así, nuestras mamás y nanas nos enseñaron que ese exquisito dulce se llamaba Africano, y nosotros, sin tener culpas de antropofagia, decíamos con deleite: me comí dos africanos y nuestros ojos se estiraban como pozos de luz. Posdata: el africano está hecho con yema y azúcar. Jamás he entendido (ni entenderé) cómo es que le crece la pancita y queda hueco en el interior. Busco en mi memoria un dulce semejante y no lo hallo, bueno, sí, el turrón es primo hermano abombado, blanco, y, en el extremo cromático están los chocolates que también están huecos en el interior, pero rellenos de miel envinada. Tal vez algunas bolitas de los núegados se acercan a la consistencia de los africanos, pero no logran tal perfección. Por fortuna, los africanos los siguen haciendo en el pueblo. Algún día, algún hacedor de estos prodigios me platicará el proceso para lograr tal deleite, en sabor, en color y en consistencia. Ah, el africano se deshace, la estructura se deshace con generosidad adentro de la boca y toca las paredes de nuestras cuevas salivales, ahí el sabor se potencializa, cientos de granitos brincan con la misma emoción con la que nosotros los recibimos. Los nativos de aquel continente no saben que son tan ricos, tan buscados. Bueno, siempre existe el comentario entre algunas amigas que aseguran que los mexicanos no tienen nada qué hacer frente a los africanos. Ya no digo más. ¿Vos has comido africanos? ¿Algún africano te ha comido? Dije que ya no digo más.