lunes, 15 de agosto de 2016

SIN PALABRAS




En el Facebook publican etiquetas graciosas, del estilo de: “Dejá vos lo guapo, ¡soy comiteco!”. Si alguien me forzara a definirme de esta manera diría: “Dejá vos la cara de piedra, soy callado”.
Si analizo por qué no tuve novia cuando fui adolescente llego a la conclusión de que no fui como Ramiro. Si Ramiro le echaba el ojo a una muchacha bonita, un día después ya andaba dando vueltas en el parque con ella. Ramiro poseía una gran capacidad para llamar la atención de la interfecta a través de una conversación agradable e ingeniosa.
Mi timidez estaba sustentada en que yo no sabía de qué hablar con una chica. O tal vez era al contrario, mi casi mudez provocaba que yo dudara en acercarme a ellas. Una vez vencí mi temor, que me hacía sudar como si estuviese en un yacusi, y me acerqué a la muchacha que me gustaba (desde siempre). “¿Te puedo acompañar?”. Sí, dijo ella, caminaba por el parque con rumbo a su casa, que estaba a tres cuadras. Ahora que lo escribo creo que no fui desleal, cumplí a cabalidad lo que prometí: La acompañé. Claro, lo hice sin decir palabra alguna. Mientras caminábamos juntos, yo, sintiendo un calor inusual en mi rostro, pensaba qué decirle. Lo más fácil hubiese sido preguntar cómo le iba en la escuela, pero eso (según yo) caía en el terreno de las preguntas comunes y Ramiro me había instruido en el arte de conversar, diciendo que lo más efectivo era contar alguna anécdota simpática, algo que hiciera reír a mi acompañante. Pero yo, ¿qué podía contar? No tenía anécdotas graciosas. Estaba convencido de que era un inútil para contarlas. Cuando estaba en el círculo de mis amigos, cuando en la conversación aparecía un tema que me recordaba alguna anécdota personal comenzaba a contarla, pero diez segundos después veía que la atención de mis amigos se diluía y yo, ya sintiéndome como clavadista mexicano en juegos olímpicos, me aventaba a la alberca, procurando terminar mi narración lo más pronto posible. Por la rapidez que le imprimía a mi relato, cuando estaba a punto de entrar al agua (siguiendo el ejemplo del clavadista) no lograba la vertical y mis calificaciones oscilaban entre cuatros y cincos, igual que los paisanos participantes en la olimpiada.
Aquella vez que me atreví, comencé a sudar más y más. Si en algún momento logré descubrir algún tema como plática ya el sudor había provocado mi mudez. Dos cuadras soporté acompañarla, porque percibí que ella también iba muy incómoda. Era una imagen poco prometedora ver a dos muchachos que caminaban cada vez más pronto para que el tormento mutuo cesara. Así que, al llegar a la esquina de la segunda cuadra, dije: “Adiós” y quedé parado, mientras ella continuó caminando. La vi alejarse, esperando que ella volviera su mirada y con ello me dijera que no todo había terminado, pero ella echó a correr, sin voltear para nada.
En camino de regreso al parque traté de recordar si ella había respondido a mi despedida, pero caí en la cuenta que ella nada había dicho. Es decir, mi intento de ligue había consistido en dos oraciones de mi parte: “¿Te puedo acompañar?” y “Adiós”, mientras ella sólo había mencionado un “Sí”, por cierto no muy emocionado.
Desde siempre he sido callado. Ahora lo soy más. Y lo soy más porque tal comportamiento lo he ido perfeccionando con base al oficio que practico: la lectura.
Ahora entiendo por qué la lectura y el cine han sido los grandes entretenimientos y pasiones de mi vida. Ambas actividades demandan mi atención sin exigir que yo diga alguna palabra.
Las relaciones sociales no están hechas para mí. Cuando debo atender a algún funcionario trato de eludir mi responsabilidad y si tal prodigio no me es dado hago una relación de preguntas comunes: “¿Cómo le va?”, “¿Hace calor en Tuxtla?”, “¿Cómo ve el asunto del magisterio?”, y las lanzo en cuanto recibo al personaje. Pido a Dios (lo pido con todo mi corazón) que la persona se extienda en sus respuestas, procurando que no se agoten a la primera vuelta. Pido también (con todas mis fuerzas) que se acerque alguien para formar el tercio que tanto odian los enamorados y que yo lo veo como mi tabla de salvación.
Quienes me conocen saben que soy un lector empedernido. Siempre me acompaño con un libro en las manos. A veces, para disimular mi complejo, antes de abrir el libro le pregunto: “¿Te puedo acompañar?”. Siempre, indefectiblemente, escucho que me dice sí. Lo abro y él (que Dios bendiga al libro) comienza a platicar conmigo. Nunca se agota. Pienso en que los libros son como Ramiro, son entes que saben conversar de manera agradable y no se agotan nunca, nunca.

sábado, 13 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, CON AROMA A COMITECO




Querida Mariana: en esta carta la palabra comiteco no alude al originario de Comitán sino a la bebida mítica que así se llama.
Hace como dos años acudí a una reunión. Ahí estaba, entre otros amigos funcionarios, un compañero que no me conocía de tiempo atrás. La mesa estaba llena de botanas: chorizos, tostadas con asiento, chicharrón de hebra, quesillo, butifarras y demás delicias de la gastronomía comiteca. Cuando se acercó el mesero y ofreció bebidas todo mundo pidió cervezas, güisqui, ron y otras bebidas alcohólicas. Yo pedí un vaso con agua y un limón que exprimí para hacer una limonada sin azúcar. “¿Con hielo?”, preguntó el mesero. No, dije, no bebo con hielo. El compañero ocasional estaba frente a mí, vi que metía su mano en la bolsa del pantalón, sacaba su cartera y de ésta dos billetes de quinientos pesos que puso sobre la mesa. Pregunté qué apostaban. Sergio, quien hace más de veinte años fue mi alumno en secundaria, se paró y ordenó que todos callaran, dijo: “Acá, fulano de tal, apostó mil pesos a que Molinari jamás ha bebido trago”. Todo mundo soltó la carcajada, fulano de tal miró a uno y otro lado de la mesa, con cara de ardilla desorientada. Yo, con pena, le dije: “Gracias por su generosidad, pero debo notificarle que ya perdió sus mil pesos”. Hubo aplausos, Sergio tomó los dos billetes, pidió a la marimba que tocara una diana y cuando la diana terminó, soltó los dos billetes sobre la mesa, como si la apuesta iniciara y dijo: “La otra de Buchanan’s corre por cuenta de fulano de tal”, de nuevo todos aplaudieron y gritaron, y los marimbistas volvieron a ejecutar una diana.
Sí, los demás compas me conocían perfectamente. Fulano creyó que siempre había sido un abstemio. ¡No! En mi juventud conocí todas las cantinas de Comitán.
Ahora te cuento esto porque leyendo el libro “Vida de un escritor”, de Gay Talese, me enteré que en Nueva York hubo un restaurante que quebró porque su propietario era “el mejor cliente” de su propio restaurante. Acá en Comitán yo fui testigo de un comportamiento semejante. A don Armando, papá de un querido amigo, se le ocurrió una tarde invertir su paga, tiempo y trabajo en la atención de un bar: “El apolo”, que estaba ubicado a media cuadra de donde ahora está la biblioteca pública regional Rosario Castellanos. Cuando Comitán se enteró de la noticia, la mayoría de bebedores estuvo de acuerdo que le iría muy bien, porque don Armando tenía muchos amigos y su esposa, doña Chelo, tenía una mano para los guisos que los paladares más exigentes se rendían ante su sazón. Así fue en efecto, los primeros días. Los bebedores comitecos abarrotaron el local y salieron (medios bolos) hablando exquisiteces de las exquisiteces que preparaba doña Chelo. Una tarde, la noticia corrió como reguero de pólvora: don Armando y doña Chelo estaban traspasando el local. ¿Por qué? Alguien (nunca falta) comentó que el negocio estaba a punto de la quiebra. ¿Cómo era posible si todos los días “El apolo” estaba a reventar y los comensales más que satisfechos? Entonces se supo que a don Armando le había dado el mal del ilustre restaurantero de Nueva York. Don Armando, ya que estaban llenas todas las mesas, se sentaba en una y departía con el grupo de amigos que la ocupaba. A las seis de la tarde, las cervezas y una que otra cuba ya habían hecho estragos en el organismo del dueño, casi anfitrión, y a la hora de pedir la cuenta, él movía las manos como espantando moscas y decía que no, que no era nada, que él invitaba. ¡Padre mío! Ahí, como en coladera, se iba la ganancia del día.
Lo de don Armando es una simple anécdota de las cantinas, porque en estos establecimientos se da la síntesis de la vida. Ahí aparece la risa más desbocada, como caballo a mitad de una pradera; el enojo más atrevido, como piedra filosa que cae en alud; así como el dolor de elefante en su santuario. En la cantina se celebran victorias y se lamentan derrotas. Y yo, no podía ser de otra manera, viví toda esa gama de emociones. Como cualquier bebedor lloré de alegría y de dolor y, en ocasiones, hubo necesidad de que el mesero llegara a decirme que ya era hora de cerrar y me ayudó a subir a un taxi para que me llevaran a casa.
Todo mundo conoce las anécdotas de la cantina de tío Tavo, cantinero que ofrecía las famosas macharnudas exigiendo que el bebedor dijera de cuántas cuadras la quería. Cuenta el mito que, en efecto, si el bebedor la pedía de diez cuadras, cuando éste salía a la calle caminaba diez cuadras y quedaba rendido, agotado, reclinado sobre una puerta. Por eso, los expertos recomendaban que el bebedor midiera bien la distancia del bar a su casa y pidiera la bebida con dos cuadras de sobra, para que le diera tiempo de llegar a botarse en su cama.
Pero un rasgo admirable en tío Tavo era su horario. Como a las cuatro y media de la tarde avisaba que ya iba a cerrar porque era hora de comer. A las cuatro y media (todo mundo lo sabe) es la hora que los comensales comienzan a agarrar fuerza en la bebida, es la hora en que ya todo mundo bebió cervezas y aparece el amigo con la idea de pedir una botella a consumo (que los bebedores saben que es la mayor mentira del mundo, porque siempre la botella se agota). Los bebedores que no conocían el protocolo de tío Tavo se molestaban, pero él no les hacía caso, casi casi los corría, cerraba el bar e iba a su casa a comer, como Dios manda. A las siete de la noche volvía a abrir. Con este horario era muy difícil que alguien se emborrachara en su local. Tío Tavo era un verdadero sacerdote de Baco (en su casa tenía un letrero que decía: “Laboratorio del Dios Baco”). Propiciaba el encuentro entre amigos, la plática mordaz, el comentario gracioso. Jamás se dio la tragedia del llanto o el filo de la violencia. Por eso todo mundo pedía ¡larga vida a tío Tavo! Hoy su memoria sigue brillando en la sucesión, pues sus herederos ofrecen la famosa bebida y ya la convirtieron en franquicia. Claro, su protocolo ya no es respetado.
Otro dueño de bar – restaurante famoso fue el propietario de Puerto Arturo, local que estaba en una lateral del bulevar y al lado del edificio que mandó a construir y que se llamó Salón Paty, en honor a su hija. Una vez fuimos los amigos a tomar unas cervezas. Nos pusimos de acuerdo que no fueran más de tres, porque todos teníamos compromisos para la tarde, Quique debía ver a su novia, Javier iba a firmar un documento con su papá, y Jorge y yo habíamos decidido ir al cine a ver Ben-Hur, con la actuación de Charlton Heston. En teoría nuestro plan estaba resultando tal como lo habíamos pronosticado. Pedimos la tercera ronda de cervezas y la cuenta. El mesero nos llevó las cervezas y mixiotes, como botana. En ese tiempo sólo don Arturo preparaba esa comida, que es más común en regiones del centro de México. La plática fluyó sabrosa, casi al ritmo en que fluyó el río de la cebada y el lúpulo en nuestras gargantas. Acabamos la bebida, la comida y Jorge llamó al mesero para exigir lo que ya habíamos pedido con antelación: ¡la cuenta! Pero, ¡oh, sorpresa!, el mesero no llegó con la nota de consumo, sino con una charola con cuatro cervezas más y dos platos con chicharrón de hebra y frijoles refritos. “Que dice don Arturo que éstas son por cuenta de la casa”, y las dejó sobre la mesa con su mejor sonrisa. ¡Pucha, qué generosidad del dueño! Todos coincidimos que seríamos unos desgraciados si despreciábamos tan noble acto, así que, sin dar tregua, comenzamos a beber las cervezas.
Sí, mi niña, ya descubriste la estrategia, ¿verdad? Al terminar la cerveza invitada nos sentimos comprometidos a pedir la quinta y después de la quinta, ya bien picados, pedimos la botella a consumo, que se agotó a la par que nosotros agotamos nuestros planes y nuestra paga. Ben-Hur nos valió un soberano cacahuate, el papá de Javier lo castigó, y la novia de Quique estuvo a punto de mandarlo a volar a Uninajab sin boleto de regreso.
Te he contado anécdotas de La Jungla, cantina que estaba en la calle que va al Club Campestre. No sé si la afición desmedida de Quique por el equipo de Jaguares sea porque él presenció el nacimiento de ese equipo o porque crecimos en medio de la Jungla, al ritmo de canciones de Fernando Valadez. Porque, si debo ser sincero, en dos o tres tardes salimos rugiendo de bolos de la famosa cantina.

Posdata: Gay Talese ha sido un consumado visitante de los restaurantes más famosos de Nueva York y del mundo, de ahí ha pepenado miles de anécdotas y comportamientos. La gente en los restaurantes adopta otra personalidad. Lo mismo sucede en las cantinas. Hay varias cantinas comitecas que son nombradas con emoción, bien por el entorno o por la riqueza de las botanas que sirven. Yo recuerdo los primeros tiempos del Camino Secreto, cuando bajábamos hasta el fondo del sitio de la casa y nos servían cervezas bien frías en una mesa que colocaban al amparo de la sombra de un árbol de aguacate. Ahí platicábamos bien galán. Algún pájaro se atrevía a cagar nuestras botanas o nuestras camisas, pero eso no cortaba en absoluto la carcajada fresca de la vida.
En las cantinas está concentrada la vida y la muerte. Larga vida a las cantinas que eluden esta última y sólo dan cabida a la camaradería y al feliz convivio.

viernes, 12 de agosto de 2016

SENTADO EN UN BUTAC





Carlos Barrò Barrò, en el Facebook, me dijo: “Cuando el respaldo de las butacas era de cuero de carnero le llamábamos badana”. Yo no sabía. A la hora que Carlos lo dijo escuché la palabra badana por primera vez. Busqué en el diccionario y hallé que el término procede del árabe clásico y significa forro. ¡Ah, qué bien aplicado el término! Me sentí chento al saber que los antiguos comitecos usaron esta palabra que, sin duda, fue influencia del tiempo en que los musulmanes invadieron España. Cuando los españoles conquistaron América trajeron el término debajo del brazo y por acá se quedó. Como en Comitán -ya nos lo explicó Óscar Bonifaz- usamos muchos arcaísmos (basta poner de ejemplo el voseo que aún pervive, en buena hora) los mayores, al sentarse en un “butac” de cuero de carnero, decían que se sentaban en una badana.
Ahora, la palabra ya no se usa con la frecuencia de antes. La deben usar sólo quienes poseen un butac, que, de igual manera, ya no es un asiento frecuente.
Cuando viajo en auto a La Independencia, por el camino de San José Obrero, veo una casa con corredor, lleno de plantas. Desde mi auto veo la casa, porque ésta no tiene barda, está delimitada por una cerca de alambre y troncos. Si es en la tarde que viajo, invariablemente veo a un señor sentado en su butac mirando hacia la carretera. Debe ser que después de las actividades de la mañana (no sé, la limpia del terreno donde sembró frijol, por ejemplo) el señor descansa viendo pasar los carros, que debe ser una actividad entretenida.
Don Roberto, en Comitán, se sienta en el frente de su negocio y mira el paso de los carros y de los caminantes, todos los días. Ahí espera la llegada de un cliente. Don Roberto, por desgracia, no se sienta en una badana sino en el piso de su tienda que está apenas elevado por encima de la banqueta, lo que hace que el horizonte de su mirada siempre quede a la altura de las nalgas de los caminantes, lo cual le debe dar una vista agradable en el caso de una muchacha bonita, pero una vista fea en caso de muchachos con pantalones guangos de mezclilla. En fin, él así deja pasar sus mañanas y sus tardes, así deja pasar su vida.
Y digo que don Roberto no tiene la fortuna del señor de San José Obrero, porque éste (el señor, no San José) tiene la fortuna de estirar sus piernas y llevar sus manos detrás de su nuca y sentirse casi casi príncipe. Porque, Carlos lo sabe muy bien, el butac forrado con cuero es un asiento muy cómodo. No es un asiento adecuado para personas de edad mayor, porque la persona debe sentarse muy por debajo del nivel de cualquier silla normal. Pararse de un butac no es cosa sencilla, pero la gente que logra hacerlo obtiene sensaciones agradables. No sé si ergonómicamente sea lo más recomendable para la columna, no lo sé. Lo único que sé es que el cuerpo se extiende con generosidad y la posición permite no sólo ver traseros de las gentes y pasos de los autos sino, esto es lo afortunado, mirar las copas de los árboles, los techos de teja de las casas y el cielo. El cielo donde no transitan camiones que vomitan ruido y humo sino aves parlanchinas o calladas que van en busca de alimento para sus crías. Esto es lo que el señor de San José Obrero tiene como escenario. Parece que es un escenario mejor que el que tiene don Roberto. Pero don Roberto es feliz y más feliz debe ser el señor de San José. Porque los hombres que se dan la oportunidad de sentarse a sólo mirar ¡son felices!
Cuando Carlos escribió la palabra badana la busqué de inmediato en el diccionario, y cuando supe que Carlos estaba en lo correcto recordé que en el mercadito (al lado de la Central de Abasto) había visto a un señor sentado en un butac en su puesto de mayoreo donde vende fruta de temporada. Subí a mi auto y fui al mercadito y hallé al señor, sentado en su badana, y le pedí permiso para tomar una foto. “¿A mí?”, me preguntó y noté que se molestaba tantito. Expliqué que me interesaba tomarle una foto a la badana. Él dijo que no tenía inconveniente, se paró, hizo a un lado una caja que tenía enfrente y me dijo: “Es todo suyo”. No, pensé, no es todo mío, también es parte del recuerdo de Carlos, así que ¡acá va! Como si fuese una melodía va: Badana para Carlos, con ritmo de diablitos que llevan cajas de madera llenas de cebolla y gritos de hombres con turbantes hechos con jerga: “Va el golpe, va el golpe”.

miércoles, 10 de agosto de 2016

BRISA DE MONTEBELLO





¿Qué es la brisa? Desperté con esta pregunta, puedo decir que casi casi la hallé sobre la almohada. Tal vez fue así porque una noche anterior escuché que la radio “Brisas de Montebello” cumple trece años.
¿Qué dirán los triscaidecafóbicos, que son los supersticiosos que evitan todo lo que tenga que ver con el número trece?
Cuando en Comitán se inauguró la XEUI, la primera radio comercial del pueblo, fue un suceso. Uan multitud llegó a las instalaciones y contempló el equipo que lograba el prodigio. En las casas, la gente movió el dial de los radios, que permanecía casi inalterable en la frecuencia de la XEW, y escucharon la producción local. Claro, las voces no podían compararse, las de la W tenían más experiencia y estaban educadas; pero, poco a poco, los comitecos aceptaron “su” estación y a sus locutores. Y esto fue así porque el cantadito del pueblo estaba en las bocinas de la radio, era un signo de identidad.
¿Qué sucedió en La Trinitaria, hace trece años, cuando se inauguró la radio en su localidad? La Trinitaria es, todavía, una villa. A mí me encanta ir, porque camino sus calles como si caminara en un set cinematográfico donde filman películas de mediados del siglo XX. A veces doy vuelta en una esquina y aparece una imagen en blanco y negro, sólo sucede un instante, sólo sucede en mi mente, pero ello es propiciado por la tranquilidad con que el tiempo camina en el pueblo. Aún se pueden ver los sitios llenos de árboles frutales, donde en el piso las gallinas picotean y los conejos permanecen en jaulas elevadas. No todas las casas tienen bardas, muchas conservan muretes de piedra o líneas de alambre que delimitan el sitio de la calle. Pero que nadie se vaya por un camino de polvo, no, La Trinitaria vive a plenitud el siglo XXI en cuanto a comunicaciones se refiere. La presencia de la radio da aval a esto último.
No sé qué ocurrió el día que en La Trinitaria se inauguró “Brisas de Montebello”. Imagino que las personas aquilataron el acontecimiento y, hasta la fecha, se sienten orgullosos, porque esa radio permite ubicar al pueblo en el centro del universo.
¿Alguien de allá imaginó algún día que su voz podría escucharse en cualquier parte del mundo? El otro día oí que un grupo de niños zapalutecos (Zapaluta era el nombre antiguo, y era un nombre muy bello) –Adrián, Paulina, Sofía y July- invitaban a la audiencia a escucharlos a través del programa “Mis vacaciones en la radio”. Imaginé a estos vacacionistas jugando a hacer castillos de arena en el aire y soplando para que esa brisa llegara a muchas orillas. ¿Alguna vez alguien imaginó que podía lograr esta quimera desde un pueblo que siempre se ha visto como olvidado? La radio permitió que La Trinitaria tenga una ventana que todos los días permite ver hacia afuera y, sobre todo, permite que los demás caminantes, hurguen en el interior de esa casa que es una casa afectuosa, desde siempre.
¿Las autoridades locales valoran la importancia de que en su municipio exista una estación de radio como “Brisas de Montebello?”.
¡Ah, cuántos pueblos quisieran una radio que les permitiera comunicarse con el mundo! No todos tienen la oportunidad de mostrar su cultura de manera tan amplia.
¿Qué es la brisa? Romualdo dice que la brisa está dividida en brisa marina y brisa terrícola. ¿Sabe Romualdo que, en La Trinitaria, la brisa es de juncia, de agua, de sol? ¿Hay brisa fresca de sol? ¡Sí, sí hay brisa fresca de sol! Es la brisa que, desde hace trece años, ilumina los hogares de todo el mundo a través de las ondas de esa radio.
¿El trece es número de mal augurio? No en este caso. En Comitán decimos que cuando alguien cumple trece años comienza a andar en los catorce. “Brisas de Montebello” ya anda en los catorce y deseamos que su camino no se detenga, que continúe dando brisa al mundo, porque la brisa es fresca y es señal de que la gente saque su “butac” en la banqueta, tome una limonada y mire pasar el tiempo, que, en La Trinitaria, camina como si no tuviera prisa de algo, como si la vida no fuera más que un círculo de armonía, un círculo con aroma a caramelo de miel, hecho con las prodigiosas manos de doña Margarita.

martes, 9 de agosto de 2016

TODO LO QUE NO FUI




No fui gimnasta ni taquero. Perdón, puede haber confusión en el último término, porque en México usamos la palabra taquero para referirnos a quien prepara tacos, como al que los consume. “Marcos es bien taquero”, decimos y con ello decimos que Marcos le entra con corazón a los de ídem, a los de nana, a los de cuerito, a los de maciza y a los de buche. “Marcos es un taquero de lujo”, y con ello decimos que Marcos prepara unos tacos de barbacoa como nadie. México, entonces, es un país taquero porque abunda en gente que los prepara y en gente que los consume. Las personas comen tacos en restaurantes de lujo o en los puestos de las esquinas (en Comitán, hay un taquero que tiene el mote de “El asqueroso”, ya podrán imaginar la clase de tacos que prepara; no obstante, la mesa que coloca todas las mañanas a un lado de la banqueta, sobre la calle, siempre está lleno de personas que, a cada rato y después de cada bocado, mueven las manos como si fuesen peces fuera del agua, por el picante excesivo). Si uno pregunta cómo están los tacos de venado todo mundo dice que están ricos (El asqueroso siempre ofrece sus tacos así: “¡Acá están sus tacos de venado!”, en realidad los tacos son de carne de res).
No fui trailero ni merolico. No obstante que no fui merolico, me gusta pararme en las plazas a ver y escuchar a los merolicos. Mientras me pongo atrás de la raya, porque el merolico está trabajando, yo estoy pendiente de que no roben mi cartera. Se sabe que los merolicos tienen paleros que son como actores entrenados para avalar el producto que ofrecen o para robar las carteras a los espectadores que están embobados con el espectáculo. Es encantador ver cómo un merolico suelta aquello de: “Que no le digan que no le cuenten, porque a lo mejor le mienten” y ofrece, a través de un discurso motivante, la cura de la diabetes a través de un jarabe milagroso que, ¡en el nombre de Dios!, está endulzado con azúcar.
No fui corredor de autos ni alpinista. Aunque, a veces, sueño con ir a la central de autobuses y pedir un boleto de ida sin vuelta a la Argentina, sólo para subir a alguna montaña de Los Andes. Romeo dice que mi sueño es irreal desde el principio, porque no existe terminal alguna que ofrezca un boleto hasta Buenos Aires, pero yo digo que implementar una compañía con tal servicio sería un negocio redondo. Conozco a algunos amigos que han ido a la Basílica de Guadalupe en un tour. Suben, a las seis de la mañana, con la bufanda enredada en el cuello, en la Casa de la Cultura (porque el camión no tiene una estación apropiada) y viajan en grupo compuesto por cuarenta compañeros. Llegan a la Basílica, cumplen con su manda, se persignan ante la famosa tilma de Juan Diego (perdón, San Juan Diego), dejan una limosna de cien pesos (se entiende que ante la Virgen no pueden salir con su monedita de diez, ¿qué diría la Morenita?) y luego suben de nuevo al camión y realizan un viaje de esparcimiento por Veracruz, donde visitan el malecón y el acuario.
¿Puedo hacer una digresión? Ahora que escribí la palabra morenita, para referirme a la Virgen de Guadalupe, entendí por qué a Andrés Manuel se le ocurrió bautizar a su partido político con el nombre de Morena. Está buscado de tal manera que el Movimiento de Regeneración Nacional pueda asociarse a la imagen de la virgen que tres cuartas partes de mexicanos adoran.
No fui tenista ni nadador olímpico. No aprendí a nadar y sólo una vez he estado en una cancha de tenis y esto fue en Ciudad Universitaria, de la UNAM, una mañana que con Quique y con Coquis Pulido “fuimos” a jugar. Lo entrecomillo porque ellos fueron quienes jugaron (lo hicieron desde pequeños en el Club Campestre de Comitán), mientras yo me dediqué a ver cómo la pelota pasaba por encima de la red y el viento a través de ésta y me preguntaba qué pasaría si el juego consistiera en pasar la pelota a través de los cuadros de la red. Bueno, con decir que ni siquiera aprendí a nadar.
No fui basquetbolista ni corredor de cien metros planos. Por esto, nunca soñé con ir a una olimpiada y ahora en lugar de estar en Brasil veo los juegos en Comitán, a través de la televisión. Leo mientras la acción sucede. Sólo cuando el comentarista anuncia algo importante veo la pantalla.
Sé que las olimpiadas ocurren cada cuatro años, no es cosa de todos los días. Pero amo el juego que juego todos los días, desde hace más de cuarenta y cinco años: la lectura. Por esto, para no perderme el juego bonito de Brasil me siento frente al televisor y hago como que veo la pantalla; hago como que juego el juego de millones de telespectadores en el mundo, pero en realidad lo que hago es leer sin tregua ni descanso, porque la disciplina, así me lo enseña ese maravilloso tenista argentino llamado Martín Del Potro, logra llegar al Everest que cada uno aspira. Quique dice que Del Potro jugó tenis acá en Comitán, en alguna ocasión. Tal vez los Sánchez tienen algún registro fotográfico de ese momento impar.
No fui pescador ni carnicero; no fui médico ni bailarín. Soy un hombre sencillo que ejerce oficios sencillos, que nada tienen que ver con las alturas ni con el fondo del mar. Soy hombre de oficios terrenales, por eso digo que soy: pepenador de arenillas y de sueños que alguien, hace mucho tiempo, botó.

lunes, 8 de agosto de 2016

LOS AMBULANTES SEMI FIJOS





Me confundo cuando alguien dice: vendedores ambulantes. En Comitán, a los ambulantes los veo casi semifijos. Decir vendedores ambulantes en este pueblo es como decir nómadas a los sedentarios. ¡Qué confusión!
Los “ambulantes” llegan cada mañana y hacen uso de “su” espacio. Hay decenas de ejemplos, desde la señora, a quien le escurre el sudor en su cara, que es casi dueña de una esquina del parque central donde vende chicharrines; hasta el limosnero, viejo que se ayuda con un bordón porque tiene una herida en el pie que apenas disimula con una venda sucia, y al que uno de sus hijos lleva todas las mañanas y lo bota como si fuera un bulto de maíz o de frijol con gorgojo.
¡Ay, pobre de aquel que osara hacer la competencia en ese espacio de su propiedad!
No son ambulantes, se adueñan de espacios. ¿Cómo le hacen? No lo sé. Un día aparecen ahí y es casi para siempre. El otro día platiqué con una señora que vende elotes asados en una esquina y me dijo que su mamá había vendido elotes en ese mismo espacio, muy orgullosa me dijo: “Yo sigo la tradición”; es decir, ¡heredó la esquina elotera!
Cuando uno habla o escribe de vendedores ambulantes siempre sale alguien con la cantaleta de: “Todo mundo necesita trabajar para ganar el pan”. Es cierto, yo trabajo por lo mismo. Claro, no gano lo que gana el viejo limosnero de la esquina de Bancomer. Esto último tiene que ver con la misma cantaleta de que en este país los salarios profesionales son raquíticos (salvo los de los diputados y los de la casta sublime). Pero, más tarda alguien en salir en defensa de los, llamémosles semifijos, propietarios de esos espacios públicos, cuando alguien de la iniciativa privada también da argumentos válidos a favor de una competencia leal. Porque, todo mundo lo sabe, los semifijos, propietarios contumaces de espacios públicos, no pagan impuestos, no pagan luz, no pagan agua y no pagan renta. Los comerciantes fijos también trabajan para ganar el pan, y estos ven mermados sus ingresos porque sí pagan luz, agua, renta e impuestos.
En Comitán ha habido excesos. Una tarde, en una calle lateral a la central de abasto, llegó un grupo de “ambulantes” y, sobre la banqueta, construyó improvisados locales con madera y lámina de zinc y se instaló en lo que los compradores llamaron “El mercadito ambulante”. ¿Cuál ambulante, por el amor de Dios? Ya no eran eso, ni semi, sino retefijos. Los peatones debían caminar sobre la calle, porque la banqueta era espacio privilegiado para ellos. Hubo necesidad de que una noche la autoridad llegara con bulldozers y recuperara el espacio público por excelencia: la banqueta.
Cuando la autoridad no cumple con su obligación los “ambulantes” se adueñan de banquetas, plazas y, en ocasiones, ¡qué absurdo!, calles completas.
¿Qué hacer ante el problema de los ambulantes semi fijos retefijos? No sé. Pero, supongo, hay expertos urbanistas que, en el mundo, han hallado soluciones a este problema que crece como ronchas en piel expuesta al sol del verano.
El problema en Comitán cada vez es más severo. Es comprensible, pero no se justifica. En un país que no estimula la producción todo mundo busca dedicarse al comercio improvisado. En Chiapas, uno de los estados con menor índice de desarrollo educativo, las personas carecen de conocimientos y de voluntad para ser emprendedores. De ahí que las calles se llenan de gente que ofrece discos piratas; ropa y calzado chinos, que se deshacen a pocas semanas; frutas y vegetales fertilizados con químicos dañiños; tacos de carne asada en plena calle, con la consiguiente contaminación ambiental; y algunos que disfrazan los changarros porque quién sabe qué venden, unos dicen que no venden sólo polvojuan sino polvo del que usa Juan.
¿Qué hacer? No sé. Cuando era niño me sorprendí en un viaje que realicé con mi mamá a la Ciudad de México. Mi abuela Esperanza me levantó una mañana y me dijo que iríamos al mercado sobre ruedas. ¿Qué? Me paré de inmediato. Imaginé que iríamos en patines o en algún chunche con rueditas. ¡No, no! Así se llamaba el mercado. Cada semana un grupo de vendedores llegaba a un lugar determinado y ofrecía una variedad de productos. Productos que se encontraban en cualquier mercado. A mí me sorprendió esa imagen. Recordé el libro de historia de primaria que traía una imagen del mercado de Tlatelolco, en la época prehispánica. Me maravillé ante la cantidad de sabores, olores y colores de ese mercado improvisado. Al día siguiente pasamos por la misma calle y el mercado había desaparecido. Todo estaba limpio, impoluto. Mi abuelita me explicó que los vendedores estaban en otra parte de la ciudad. Regresarían a Tacubaya el miércoles siguiente, como todos los miércoles del año. Era un mercado ambulante.
Por fortuna, siempre he tenido un trabajo fijo. El Colegio Mariano ha sido mi casa desde 1981 (¡treinta y cinco años!). Pero también fui ambulante cuando radiqué en Puebla. Ambulante, no semi fijo ni retefijo. En la Plaza Los Sapos, todos los domingos montan un bazar de antigüedades y objetos de arte. La líder me permitió ofrecer y vender mis cajitas. Fue una verdadera experiencia. Desde las ocho de la mañana, mi Paty y yo montábamos el changarrito que no abarcaba más de un metro cuadrado y ahí estábamos hasta las cinco o seis de la tarde. Muchos turistas, nacionales y extranjeros, caminan por ese espacio todos los fines de semana. Es un verdadero mercado ambulante de chunches. Ahí vendí muchas cajitas (a turistas extranjeros sobre todo, por eso digo que mi obra no está expuesta en museos, pero sí en muchas residencias de Francia, Estados Unidos, Canadá, Japón y muchos países más, porque mis compradores me decían, con emoción, que hasta allá llevarían mi obra. Una japonesa que radicaba en USA me contó que en Japón la tortuga es considerada un animal simbólico. Al final me sugirió -casi me recomendó- que fuera a Estados Unidos, allá, dijo, mi obra sería un éxito). En ocasiones caminé por el andador de Los Sapos los días lunes y hallé un espacio limpio, agradable, armonioso.
Es decir, existen opciones para dar espacios a los ambulantes sin que se conviertan en semifijos, retefijos; sin que ellos comiencen a creerse dueños de los espacios públicos, que, como su nombre lo indica, son espacios sin propietario para que los ciudadanos podamos convivir. Creo que la palabra convivencia es la que no se ha comprendido en su totalidad. No podemos convivir de manera decente cuando el automovilista ignorante se estaciona en la entrada de mi cochera y hace caso omiso del letrero que indica que ahí es la entrada de un auto; no podemos convivir cuando la maceta que me obsequió la vecina y en la que mi mamá sembró una planta es usada como basurero por el inútil que ahí bota el vaso de unicel. No podemos convivir de manera decente en Comitán cuando los ambulantes se convierten en sedentarios y se creen dueños de lo que, por esencia, es de la colectividad.
¿Qué se puede hacer? Es posible hacer muchas acciones que dignifiquen la convivencia, pero falta que las autoridades y los expertos diseñen mejores lugares para vivir en armonía.
¿Cuándo?

domingo, 7 de agosto de 2016

EL DÍA QUE MURIÓ LA CHAYO




Rosario murió un 7 de agosto. Mario preguntó: “¿Qué Rosario, vos?”. Yolanda respondió: “Castellanos, quién más”.
En Comitán, cuando se menciona el apellido Castellanos muchos piensan en varios personajes. El Castellanos, se sabe, es un apellido de abolengo. Algunos piensan en don Matías, quien se hizo yerno de Belisario Domínguez, al casarse con doña Milita, hija del héroe comiteco. Los comitecos recuerdan a doña Milita como una mujer amable; la recuerdan más que por el museo de arte que lleva su nombre, porque, a decir verdad, el nombre es muy pomposo: Hermila Domínguez de Castellanos. Los comitecos, afectuosos siempre, a la hija de Belisario la nombran Milita y al propio Belisario le dicen tío Belis, casi casi como si medio mundo quisiera emparentarse con él.
Pero, cuando se menciona el nombre de Rosario, la mayoría de comitecos (con excepción de Mario y de algunos otros despistados) sabe que se habla de la Castellanos, la escritora, la que le dio fama mundial a este pueblo a través de su novela Balún-Canán. Porque ya Jorge Alcocer Vidaurreta, crítico literario, dijo que su novela bien pudo llamarse con otro título. ¿Por qué Rosario eligió titular a su novela con el nombre antiguo de Comitán? Si bien es cierto que su novela está ambientada en este pueblo, también es cierto que el nombre (cualquier editor lo sabe) no es muy atractivo para provocar entusiasmo en los posibles lectores. ¿Pensó Rosario escribir un clásico a la manera del Chilam-Balam o del Popol Vuh? Bueno, con el paso del tiempo, la novela logró tal trascendencia que, en efecto, miles de lectores la identifican y pronuncian ese nombre antiquísimo.
Rosario logró poner en boca de medio mundo de un tercio de países del mundo el nombre de Balún-Canán, que en el propio Comitán se pronuncia de vez en vez. ¿Cómo suena Balún-Canán en japonés? ¿Cómo suena en francés?
Cuando en Comitán, en alguna plática brinca el nombre de Rosario debe, necesariamente, agregarse el apellido, porque, de lo contrario, se piensa que alguien se refiere a la Castellanos. Una vez, en una fiesta de quince años, oí una conversación que fue más o menos en el sentido siguiente: La señora, con gargantilla de oro y escote que dejaba ver buena parte de sus generosos pechos, se limpió los labios con la servilleta de tela y dijo: “¿Ya supieron que la Rosario anduvo metida en líos de pantalones?”. De inmediato los tres acompañantes de la mesa pusimos cara de sorpresa y se nos quitó cuando Elena, delgada, con un vestido de coctel color verde, del mismo color de sus ojos, dijo que eso no era posible. “Su marido fue el que anduvo metido en líos de faldas. Ricardo era un coscolino”. La otra mujer (que, igual que la primera, tenía un escote generoso, tan generoso que yo no sabía para dónde ver cuando ella me hablaba) asintió y yo hice lo mismo. La primera mujer rió y dijo que no hablaba de la escritora, ella hablaba de (y acá dio el apellido de la coscolina). “Ah, pues por ahí hubieras comenzado”, dijo Elena, y la tercera mujer la apoyó diciendo: “Claro, ¿cómo querés que adivinemos de quién se trata si no decís santo y seña?”. Todo mundo estuvo de acuerdo que la Rosario, apellido tal, había andado en líos de pantalones, pero parecía (el chisme se extendió, mientras varias parejas bailaban al ritmo de la marimba) que ya había regresado al redil.
No faltan los afectuosos (llevados, dirían los jóvenes) que a Rosario le dicen La Chayo, porque en Comitán es costumbre, también, anteponer el la al nombre de la mujer, o el el al nombre del hombre, así decimos: “La Meche compró el libro de la Rosario, “Balún-Canán”. Mudenca, ni lo va a entender”, o “El Isaías quiere con la Refugio. Mudenco, ni le van a hacer caso”.
Cuando en Comitán alguien dice que Rosario murió un 7 de agosto, medio mundo de acá sabe de qué Rosario se habla.
Ella murió lejos de acá. Pajarito que comía alpiste adentro de una jaula prestada. Pajarito que nunca pudo volar libre.

sábado, 6 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA EL CUENTO DEL UZIKÓN





Querida Mariana: ¿Te gustaba oír cuentos, cuando eras niña? A mí sí. El tío Arturo era un zapatero remendón que, de vez en vez, llegaba a casa. No sé de dónde llegaba. Un día, sin aviso previo, se asomaba a la casa, con una maleta de cuero y una caja de madera para bolear zapatos. El tío Arturo no era mi tío consanguíneo, pero mi papá me había enseñado a decirle así, a verlo como mi tío y yo lo quería y me daba gusto cuando lo veía llegar. Él (no recuerdo bien), por espacio de cinco o seis días se quedaba en casa. Mi papá le asignaba un cuarto y él, mientras silbaba una canción de Pedro Infante, sacaba sus camisas y pantalones de la maleta y los colgaba en un travesaño de madera.
Él me contaba cuentos. Digo que no sé (ya nunca lo sabré) de dónde llegaba. Tengo la impresión que su casa original estaba en la Costa de Chiapas, no sé, en Arriaga o en Tonalá o en Huixtla, porque era bajito y de color moreno. Su oficio era el de zapatero remendón y viajaba a diferentes ciudades del estado ofreciendo sus servicios. De Comitán siempre viajaba a San Cristóbal y una vez escuché que había pasado a Motozintla.
Mientras estaba en casa su rutina era sencilla. Se levantaba a las seis, silbaba la de Pedro Infante, mientras tendía la cama, luego iba a la cocina y le pedía una taza de café a Sara. Ésta le servía su café y le preparaba un desayuno con huevos rancheros y frijoles de la olla, regados con queso fresco y acompañados con tostadas. El tío pasaba al oratorio, se persignaba y luego iba a despedirse de mis papás. “Luego vengo”, decía, tomaba su caja de lustrar y lo veíamos salir a la calle. Volvía a las cuatro o cinco de la tarde. Entraba a la sala donde mi papá escuchaba música francesa y decía: “Ya venguí” (que era un juego lingüístico propiciado por su “Luego vengo”, dicho en la mañana). Contaba cómo le había ido, mientras Sara le preparaba la comida. A las cinco o seis me llamaba al corredor de la casa, se tumbaba en una silla forrada con una zalea de venado y me contaba cuentos y fábulas. A mí me encantaba oír sus narraciones. Él se paraba con las manos hacia arriba o se tumbaba en el piso enladrillado, dependiendo de si el protagonista del cuento iba arriba de un barco o nadaba para alcanzar la orilla de la isla antes de que el tiburón lo atrapara. Oía sus cuentos con deleite. Por esto lamentaba la mañana que entraba al comedor y decía: “Ya no vengo” y abrazaba a mi papá y daba la mano a mi mamá. Yo sentía una nube difícil de disolver en mi garganta.
El otro día me acordé del tío Alfredo, porque Sofi me dijo: “Contanos un cuento, tío”. “Sí -agregó Samuel- pero que no sea de gatos, ni de ratones, ni de ardillas, ni de…”, y siguió con una extensa relación de animales, como si su maestro de primaria le hubiese pedido nombrar a todos los animales que subieron al Arca de Noé.
Ya, está bien, dije. Y entonces les conté el cuento del animal que no alcanzó a subir al Arca. ¿Habían pensado en él? Y no estoy hablando del mamut o del dinosaurio o del pterodáctilo. No. Hablo de un animal que tiene tres patas y para correr se ayuda con su cola, lo que le provoca un movimiento simpático como de barco a mitad de una tormenta.
Como nunca subió al Arca su nombre se perdió de la misma manera que se han perdido muchos nombres y conceptos a través de la historia. ¿Le ponemos un nombre? Llamémosle uzikón, porque, según el Libro de las Cosas no Vistas, tenía un hocico más grande que un ornitorrinco, comía hierbas y dormía buena parte del día. Lo que lo distinguía de los demás es que era un animal que poseía un nivel de vaticinio exagerado. Se sabe que los animales pronostican, con gran precisión, los fenómenos naturales. Cuentan que cuando ocurre un tsunami, los animales de tierra huyen hacia la montaña, guiados por las aves que los sobrevuelan.
Bueno, pues el uzikón no escuchó la advertencia que Dios hizo a Noé. Él (el uzikón), una tarde, bajó al pueblo a buscar desechos en el sitio de la casa de un pastor. Se agachó (no es un animal muy alto, cuentan que tiene la alzada de un perro doberman) para pasar por el alambrado, espantó a un hato de ovejas que comía pasto y buscó su comida favorita: las hierbas suecas. No halló nada, pero advirtió que las ovejas habían cambiado tantito, sus hocicos tenían un color rojizo fuego. El uzikón se acercó al jefe de la manada y preguntó por qué tenían el hocico rojo. La oveja dijo que no sabía. Entonces, el uzikón miró cómo el sol comenzaba a ocultarse detrás de las montañas y el color del sol no tenía el color naranja de siempre, su color era del mismo color rojo fuego de las narices de las ovejas. Tuvo un presentimiento, supo que algo grande ocurriría. Dejó a las ovejas y caminó hacia el bosque donde halló a dos ardillas que, afanosas, cortaban nueces. Nada dijo, se acercó, tocó el hombro de una de ellas y cuando ésta se volteó vio lo que ya sabía: la nariz la tenía de color rojo fuego.
¿Qué estaba provocando ese fenómeno? Se sentó sobre su cola, y subió dos de sus piernas sobre la tercera y pensó, pensó. ¿Por qué los animales tenían la nariz roja? ¡En ese momento brincó como si su cola estuviera en medio de brasas! ¿Él también tenía el hocico rojo? Se tocó y tuvo que retirar su mano porque su hocico casi quemaba. Corrió hacia donde estaba un caballo comiendo pasto y le preguntó si su hocico tenía un color rojo quemado. Claro, dijo el caballo, sin dejar de comer, todos los animales de la tierra tienen la nariz roja. Mírame a mí. Y el uzikón vio que, en efecto, el caballo tenía la trompa roja roja. ¿Por qué?, preguntó el uzikón. No sé, no sé, dijo el caballo y déjame en paz porque debo comer antes del viaje. ¿Del viaje? ¿De qué viaje hablas? Pues del viaje que emprenderemos con Noé. ¿No te has enterado? No, dijo el uzikón. Y el caballo contó la historia que todo mundo sabe.
El caballo recomendó al uzikón que fuera por su uzikona porque los animales debían viajar en parejas, para garantizar la pervivencia de las especies.
¿Cuál pareja? El uzikón no tenía pareja, ni padres, ni hijos. Uzikón era un animal único, de una especie única.
El caballo relinchó de asombro. Dijo que eso tenía que saberlo Noé, y le dijo a uzikón que no se moviera, que volvía pronto. Dejó de comer y cabalgó con rumbo a donde Noé construía el Arca. Mientras su cabellera volaba al ritmo de sus patas pensó que esa era una noticia sorprendente, pensó que el primer animal que debía subir era ese animal trompudo, de tres patas.
Mientras tanto, uzikón seguía pensando en el fenómeno que ocasionaba el cambio de color en los animales. ¿Qué podía…? ¡Ya, ya!, gritó, miró hacia todos lados para compartir su descubrimiento, pero, con tristeza, vio que en la campiña no había ningún animal visible.
¡Claro! Ese color que tenían todos y el aumento de temperatura sólo tenía una explicación: el volcán haría explosión, su magma estaba a punto de rebosar el cráter.
¡Eso era! Noé estaba construyendo una cápsula que evitaría que los animales se chamuscaran. Así que siguió las huellas del caballo para, como había dicho el equino, ser el primero en subir a la nave. Ah, pero qué desilusión tuvo cuando vio que la cápsula que había imaginado como una nave interplanetaria hecha con placas de hormigón, totalmente sellada, era una barca con una casita de campo, a la mitad. ¿Cómo era posible que Noé fuera tan inocente? Esa nave no podría evitar que el fuego los abrasara.
El caballo, cuando lo alcanzó, le explicó que Dios había dicho que no era una lluvia de fuego sino lluvia de agua, sería un diluvio que tardaría muchos días y noches.
Uzikón, que ya había pensado que Noé era un viejo chocho e incapaz, le dijo al caballo que, de todos modos, esa nave era inútil. Podría navegar a la perfección, pero ¿cómo evitaría que se inundara, si, como había dicho, llovería días y noches interminables? El caballo dijo que, probablemente el barco tenía esclusas, pero el uzikón le reviró con un: “Si es así, el agua de los mares se meterá y lo inundará”. El caballo dudó, relinchó quedo, y dijo que lo dejara de fastidiar, él tenía que seguir comiendo, porque en el Arca no tendrían nada que comer.
Uzikón no dijo más, pero pensó que el Arca de Noé sería un matadero seguro, porque todos los animales, después de veinte días, se morirían de inanición debido a que no habría comida suficiente para todos.
Por esto, niños (dije), por esto es que el uzikón no subió a El Arca.
Sofi me abrazó y dijo que el cuento le había gustado mucho. Samuel nada dijo, alzó los hombros y propuso a los primos jugar a las escondidas.

Posdata: Dos días después, Samuel se acercó y me preguntó: “¿Y qué pasó con uzikón? ¿Se murió ahogado?”. No, le dije. Uzikón vive cerca del volcán Tacaná. Mientras Noé construía El Arca, él construyó una cápsula hermética con un material a prueba del fuego, lo subió, tarde tras tarde, a lo más alto del volcán. Estaba a punto de alcanzar el borde del cráter y aventarse al magma cuando vio que el diluvio comenzó. El agua no lo alcanzó porque estaba en lo más alto. Cuando el agua bajó vio que el fenómeno había concluido y supo que el caballo tenía razón, que la lluvia había sido de agua y no de fuego.
A veces silbó la canción de Pedro Infante que silbaba el tío.

viernes, 5 de agosto de 2016

JUEGO DE PALABRAS




Armando juega el juego de las palabras. A veces intenta rimas simpáticas o grotescas, dependiendo del caso.
Armando es un niño que tiene, no sé, siete u ocho años. Es un niño atrevido, lo que los sicólogos llaman precoz. Ojalá, en el futuro, sólo sea precoz de su mente, para que sus novias no se vayan a sentir frustradas.
El otro día, mientras esperábamos que le sirvieran un vaso de esquites, en los puestos de la Casa de la Cultura, me dijo que le gustan todas las palabras que empiezan con p. A mí me sorprendió cuando me dijo que la letra p es como un tambor o como una trompeta que da sonoridad a las palabras. Me dijo que una palabra que comienza con s, por ejemplo sala o senado, suena como si fuera una culebra (una serpiente) desplazándose sobre la arena del Sahara. En cambio, dijo, mientras recibía el vaso de unicel con los esquites y yo pagaba los veinte pesos, las palabras que comienzan con la letra p suenan como si un emisario, en la antigua Roma, a mitad de un palacio, tocara una trompeta para alertar la presencia del César.
Por eso, me dijo, la palabra palabra comienza con p, porque cada vez que pronunciamos una es como si tocáramos una trompeta para decir a la gente que se romperá el silencio. ¿Imaginás -me preguntó- si las palabras no se llamaran así? ¿Imaginás que en lugar de p comenzaran con la letra s? En lugar de llamar palabras a las palabras las llamaríamos salabras y esto, me dijo (mientras nos sentábamos en las gradas de la Casa de la Cultura y saboreaba los granos de maíz tierno con su complemento exacto de polvojuan), sonaría como muy salado, como muy soso. En cambio, como la palabra palabra comienza con p suena alegre, vivaz, llena de energía y de luz.
Y entonces entró al terreno que yo intuía. Dijo, mascando sus esquites y mirando hacia el parque donde un par de muchachas bonitas caminaba, que, por esto, la palabra puta o la palabra pendejo son tan escandalosas. Y yo imaginé al emisario Armando, en la antigua Roma, leyendo un edicto en voz alta.
Sí, Armando tiene razón. Todo mundo sabe que hay letras y palabras que son más sonoras. Bueno, los lingüistas nos han enseñado que en las mismas vocales hay unas que son fuertes y otras que son débiles. De la misma manera hay palabras fuertes y palabras debiluchas, tilibrices. Y no se trata de los conceptos sino de los sonidos. La palabra tambor suena fuerte, porque empieza con t y se acompaña con dos vocales fuertes; en cambio, la palabra Luis suena como si un pájaro no terminara de cantar su canto, luis, luis, luis, luis…
Armando, ya lo dije, es un niño precoz. Él, me dijo esa tarde, mientras abría la boca para que cayeran los últimos granos del vaso que golpeaba con su mano en la parte inferior, nunca mienta madres. Cuando alguien le cae mal, canta, en voz baja, el siguiente cuarteto que inventó:
A la p le agrego u
y a la t le agrego a,
pa’que suene como tú,
Saludame a tu mamá.
Así, en comiteco: saludame a tu mamá, sin la tilde de la esdrújula, como para quitarle un poco de fuerza al saludo mienta madre.

miércoles, 3 de agosto de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DE ARI PERALTA





Ari es abogada, pero también es periodista. ¿O se vale decir que es más periodista que abogada? Y digo esto último porque nunca la he visto en litigios y sí la he visto en mil doscientos treinta y dos actos deportivos o culturales. Ella cubre la nota deportiva (el deporte es una de sus pasiones), pero también cubre las notas donde artistas e intelectuales participan. El periodismo, entonces, es otra de sus pasiones, pero una más es la fotografía. No es fácil aliar estas dos últimas actividades; es decir, el periodismo y la fotografía. Yo conozco columnistas y reporteros que son asistidos por compañeros fotógrafos para tener la nota completa: el texto y la fotografía. Ari se basta por sí misma: ella hace la entrevista, redacta el texto y toma la fotografía. En ocasiones (¿lo digo?) me gustan más sus fotografías que sus textos. Y esto me sucede porque, dando sustento a aquella sentencia que dice: “Una imagen dice más que mil palabras”, la lente de Ari dice más, mucho más que mil nubes o mil árboles, por eso sus fotos son cielos y son bosques.
Acá, en esta fotografía, está su amiga Lupita Nájera (amiga mía, también). Tuve el privilegio de conocer a Lupita cuando fue Directora de Turismo, del Ayuntamiento comiteco. Si digo que Lupita es una mujer linda, sencilla, talentosa y responsable, no descubro el hilo negro, porque medio mundo de Comitán sabe que sus virtudes son muchas. Debo decir entonces que para mí fue un privilegio verla trabajar en favor de Comitán. ¿Cómo le hacen las mujeres talentosas para hacer que el tiempo rinda más, que las veinticuatro horas se conviertan en ríos productivos sin que rebosen las orillas? No lo sé. Algún día, alguna tarde, en que encuentre a Lupita caminando por el parque central se lo preguntaré.
Lupita y Ari me hicieron el privilegio de asistir a la inauguración de la exposición de algunas de mis obras que están a la venta (un amigo me dijo: “Sos un mudo, ¿por qué solo exponés cuatro cajitas y cinco dibujos?”). Ambas vieron las cajitas y los dibujos. Pero, Ari (Lupita comentó: “Siempre capturando el momento, Ari, gracias”), como siempre, además de la grabadora y de la libreta de apuntes, llevaba su cámara, porque ésta le permite “capturar” instantes de vida.
Y acá, Ari capturó lo que Lupita captura en el instante de ver una de mis cajitas (de madera de pino, pintadas en acrílico). ¿Qué pensaba Lupita en ese momento? No lo sé, no puedo imaginarlo. Pero sí puedo decir lo que la foto de Ari me trasmite, porque su genio hizo que las cajitas levitaran. ¿Lo ven? La caja que está en primer plano (difuminada por la magia de su lente) pareciera subir hacia el techo, hacia el cielo, mientras la otra (la que Lupita observa) también levita frente a la espectadora. Y Lupita, con su mirada, trata de pepenar algo de las imágenes ahí mostradas, porque la cajita está subiendo, como si fuese un asteroide, como si fuese un planeta bailando a mitad del espacio.
Las veo levitar. Siempre he visto a mis cajitas levitar y he visto levitar a muchas personas que se acercan y modifican su mirada en cuanto las ven. Lo he dicho, muchos espectadores pasan y siguen su camino (con una mirada fastidiada, como si pensaran: ¿Qué gracia le encuentran a esto?), pero he visto a muchos que se detienen, observan y, también, ¡oh, prodigio!, levitan. Acá, Lupita (siempre gentil), ¡levita! A ella la vi levitar y hacer magia con el tiempo. Cuando me tocó ser compañero de trabajo la vi entregada al ciento por ciento, haciéndolo por Comitán.
Y Ari, ¿dónde está? ¿En dónde estuvo para tomar esta fotografía que es una fotografía como vuelo de pájaro? ¿Vuelo de pájaro dije? Sí, sin duda. Ella está por encima de la cajita del primer plano, ella, también, ¡levita! Las fotos de Ari, casi siempre, me elevan tantito del suelo. Lupita tiene razón: Ari siempre captura el momento: el momento en que el portero se lanza debajo del travesaño para atrapar el balón; el momento en que el motociclista sube por encima de un montón de arena y grava; el momento en que el basquetbolista se lleva las manos a la rodilla porque cayó mal a la hora de elevarse para el enceste. Ari capta el momento, es pepenadora de instantes. Ella captura el momento en que Lupita vuelve a ser niña e imagina las fábulas e historias que (sin decir una palabra) Molinari cuenta.
Mi amigo me preguntó que por qué sólo cuatro cajitas y cinco dibujos. ¡Y las cajitas tan pequeñas y los dibujos tan igual! Nada dije, porque ahí estaban las imágenes para hablar por mí, pero sí pensé que, probablemente, mi amigo no sabe que lo que vemos del universo apenas es una mínima parte, una brevísima parte, un átomo de una mota de polvo, de polvo estelar.
Tal vez tengo algo de Ari: yo también capturo instantes, yo también trato de hacer que los espectadores leviten, tantito, un poco como para decir que los asteroides no siempre colisionan contra planetas, sino que, a veces, iluminan el corazón.
¿Debo decirlo? Creo que no. Ya todo mundo se dio cuenta que robé esta fotografía a Ari, sólo para aterrizarla en un texto que nunca alcanza a decir todo lo que Ari dijo en esta fotografía, donde su amiga tiende un puente a través de su mirada. Si, como dicen los que saben, la mirada refleja el alma, Ari supo captar la tersura del alma de Lupita. ¡Por siempre!

martes, 2 de agosto de 2016

EXPOSICIÓN





Me gusta dibujar. Me inscribo en la corriente del arte figurativo. He conocido amigos que dibujan muy bien. Puedo decir que he conocido a muchos Miguel Ángel en potencia. Cuando estudié arquitectura en la Universidad del Valle de México tuve dos compañeros cuyos dibujos eran sublimes. No pertenezco a la categoría de los grandes dibujantes, pero sí debo confesar que mis trabajos llaman la atención. Ya escribí una vez cómo en el bazar de Los Sapos, en la ciudad de Puebla, una mujer se detuvo ante mi obra y me dijo: “Pintas como los dioses. No lo vayas a decir, pero pintas mejor que mi güero”. Su güero era su pareja, un connotado cartonista e ilustrador que nació en Holanda y radica en México. ¿Por qué cuento esto? Porque no soy un excelso dibujante, pero mi obra tiene alguna luz que seduce a algunos. He visto cómo ante mi obra muchos pasan sin hacerle caso y otros se detienen, observan, y encuentran algo que les resulta atractivo.
Me gusta dibujar, porque, como niño, me divierto mucho. Actualmente realizo una serie de dibujos que está llena de animales (racionales e irracionales). Nunca he sido amante de los animales, pero desde siempre he sido muy respetuoso con ellos. Sé que, como dicen los sabios, los seres que respetan a los animales son más humanos y yo trato, en la medida de mis posibilidades, llegar a ser un humano respetuoso de la vida.
Mi pretensión es el juego y, a la hora de compartir, transmitir alguna sensación estética. Me emociona ver la reacción de los niños cuando, con su dedito, buscan a encontrar los animalitos que están enredados en mi propuesta plástica.
Debo decir que, si, a las cuatro de la madrugada, una cucaracha se me atraviesa en el camino de la recámara al baño, la aplasto. Le pongo el pie encima y mi pie lo muevo para destripar a la cucaracha, de tal modo que no quede viva. Si un zancudo está jodiendo, agarro una raqueta que, con energía, hace que el bicho quede chamuscado hasta la próxima vida. Como si fuera uno de los grandes tenistas del US open le doy un smash y lo hago talco (rogando a Dios que no reviva y me infecte con el zika). Pero, de ahí en fuera, soy respetuoso de la vida de los animales. Desde hace más de diez años soy vegetariano, así que no como carne de animalitos.
El número más reciente de Letras Libres muestra una reflexión acerca de la violencia que los seres humanos ejercemos en contra de los animales. No se trata sólo de la matanza pública y descarnada de toros en las plazas, sino también del maltrato que, por ejemplo, reciben los millones de pollos que son criados en granjas industriales. Yo desconocía que los pollos actuales son engordados de manera no natural, por lo que sus piernas no soportan el peso y dos semanas antes de que sean sacrificados tienen problemas musculares e intensos dolores. Su sobrevivencia es miserable. Todo ello es provocado por los humanos inconscientes.
Dibujo. Dibujo porque esta actividad me permite jugar como jugaba cuando era niño, cuando me tiraba boca arriba en el pasto y, con los brazos detrás de la nuca, miraba el cielo y buscaba formas a las nubes. Ahora hago lo mismo. Ante la hoja en blanco comienzo a dibujar sombras y, ¡prodigio!, hay un instante en que aparece la forma de un animalito. Yo no hago más que completar la figura. Me encanta cuando los niños se paran ante un cuadro que dibujé o pinté y, como si buscaran en el cielo, encuentran nubes con formas de animales.
Por ello, ahora estoy contento. El martes 2 de agosto, a las cinco de la tarde, se inaugura la exposición “El arte a través de las pupilas”, en la galería Nanishaw. Ahí estarán expuestos algunos dibujos y cajitas que pinto. Los dibujos forman parte de la serie “El sueño de la cueva de Altamira, en el siglo XXI”, y las cajitas, de la serie: “Los animales tenemos que con-vivir”; es decir, todo alude al mundo animal, recordando que antes que el ser humano llegara a la tierra, esos seres ya la habitaban y, como dice un teórico, en algo que parece paradójico, permitían que el mundo fuera más humanista sin la presencia de humanos.
El escultor Luis Aguilar me dijo que quien expone se expone. Es cierto. He expuesto en varias partes de la república el trabajo que ahora, por primera vez, expongo en mi pueblo. María Elena Jiménez, dueña de la galería Nanishaw e incansable promotora cultural, me invitó a exponer mi obra. Lo hago con agradecimiento y con gusto. Es un deber moral compartir la creación con los paisanos. Quienes acudan a verla, estoy seguro, hallarán algún motivo estético que será como ungüento en su espíritu y hallarán algún motivo de reflexión acerca de los modos en que convivimos con nuestros hermanos mayores: los animales.
Me gusta dibujar. Me gusta compartir. ¡Que la vida sea!

lunes, 1 de agosto de 2016

EL CARA DE PIEDRA





Un alumno de la universidad, con lentes oscuros que siempre lleva puestos, se acercó, puso su libreta en el escritorio y dijo: “¿Puedo hacerle una pregunta que no tiene nada que ver con la clase?”. La pregunta, asumo, fue porque siempre les digo que en el aula sólo respondo cuestionamientos que tengan que ver con la materia (y eso siempre que sepa la respuesta). Como ya era el último día de clases dije que sí, que aventara la pregunta, a ver si la cachaba. “¿Por qué siempre está usted con su cara de bravo?”, me soltó la pregunta, así como si le quitara la cadena al doberman, guardián de la casa.
Quienes me conocen saben que siempre ando con mi cara de piedra, pero no estoy enojado, ni, mucho menos, bravo (Samy decía que no podía estar bravo porque este término lo usaba para referirse a un doberman, y él era una persona, no un chucho).
¿Por qué a la gente le preocupa mucho la persona que no sonríe? Recuerdo mucho un noticiario donde un reportero (del canal 13) se paró en una esquina de Reforma, en la Ciudad de México, y poniéndole el micrófono en la cara al peatón le preguntaba: ¿Por qué no sonríe? ¿Por qué va serio? Uno de los entrevistados le dijo: “Porque no estoy loco. Mientras camino pienso en mis asuntos y mis asuntos, jovencito, son cosa seria. ¡Quítese! Lo suyo es una pregunta tonta”.
Yo no puedo ser algo más de lo que soy. Entiendo que hay gente que trae la sonrisa por naturaleza. Hay empresas que, a la hora de contratar a algún empleado, solicitan: “con sonrisa natural”; es decir, a las empresas les interesa que sus trabajadores que tengan carisma, para que puedan vender. Claro, se agradece mucho cuando uno se topa (en el restaurante, en la ventanilla de atención al público, en la oficina del palacio municipal) a una persona que nos recibe con una sonrisa. Pero yo, la mera verdad, prefiero un cara de piedra, pero que sea eficiente en su trabajo. Porque (lo juro) me he topado con muchachitas bonitas que me sonríen, pero no resuelven mi problema. Luego las veo como maniquís con sonrisas bobas.
Nací con la cara de piedra. Miro el mundo con seriedad cuando camino, cuando estoy sentado (ahora mismo que escribo esta Arenilla), cuando leo, cuando miro un atardecer, cuando estoy en el parque y miro las parejas paseando al amparo de la tarde. A veces cierro los ojos y siento la caricia del viento (en el bosque, frente al mar, en lo alto de un edificio, a mitad del parque). En ese momento, en que trato de unirme a la naturaleza, mi cara no se mueve. Sé que mi espíritu es el que revolotea y se mece como si estuviera en un columpio. Parece que mi sonrisa es muy íntima y no es para los otros, parece que mi sonrisa natural es para mí, para fortalecer mi espíritu; es como ungüento para mis ríos interiores.
Cuando una compañera de trabajo llega a la oficina y me dice que me contará un chiste ya sé que no reiré, ya sé que sólo ella, cuando se acerque el final del chiste, se botará de la risa. Y esto es así porque ella no tiene la gracia de contar los chistes, pero (¡bendita mujer!) siempre insiste en contarlos. No río, perdón, cuando no encuentro el chiste y muchas cosas con las que me topo a diario no tienen chiste. Río, eso sí, cuando, en la mesa de un restaurante, estoy con Quique y cuenta una anécdota con todos los ingredientes que la anécdota debe tener, la cuenta sin pretensiones, la cuenta como si el aire fuera algo tan sencillo como es el vuelo de una mariposa; sonreí cuando una niña (que participó en el taller de verano “Nubes con papel de china”), el último día del taller se acercó, me abrazó, me dio un papel, y con su dedito sentenció: “Léalo cuando ya me haya ido”. Bendita niña, digo yo, porque a pesar de mi cara de piedra me dio su afecto.
A la gente parece importarle mucho que el otro sonría. Por eso, digo yo, los políticos cuando buscan un puesto de elección van sonriendo por todos lados, se toman fotografías con los niños, con los jóvenes y con los viejos, siempre con una risa que pareciera anuncio de dentífrico. Y los votantes se sienten felices, porque a su lado tienen a una persona sonriendo y ellas mismas sonríen porque, creen, que la gente que sonríe hace mucho bien al mundo. ¡Pobres! Ellos creen que los cara de piedra son eso: piedras, y las piedras son grises, oscuras, inertes. Creen que las piedras sólo sirven para cuando alguien está muy cansado y no le queda más que hacer una pausa y sentarse sobre ellas. Por eso van detrás de los políticos sonrientes. ¡Pobres!
La niña del taller de verano, espontánea, me abrazó y dijo que me extrañará, que nos extrañará; es decir, extrañará llegar al taller que coordinamos Paty, Lucy y yo, porque ella aprendió y se divirtió enormidades. Ella, niña bendita, sonreía y, mientras ella me protegía con sus bracitos, yo me columpiaba feliz, cerraba los ojos y daba gracias a la vida porque, a pesar de tener cara de piedra, ser piedra, ella advirtió los bosques interiores que siempre habitan en el corazón de muchas personas. Es facultad de los niños.
Siempre he pensado que los niños ríen con risas espontáneas y los adultos con sonrisas fingidas. Cuentan el chiste del empleado que siempre ríe cuando su jefe cuenta chistes y éste los cuenta, siempre, como mi compañera de trabajo.
¿Qué podía responderle a mi alumno que, preocupado, me preguntó por qué siempre estoy con mi cara de bravo? ¡Nada! Lo vi (con mi cara de piedra) y dejé que mi silencio le vomitara mi respuesta. Después de dos minutos de silencio pétreo, él tomó su libreta y se fue. Pensando, sin duda, que comprobó su teoría de que tengo la cara de bravo, de doberman enchilado.
Ahora yo preguntaría: ¿Por qué hay niñas de ocho años que aceptan a sus maestros cara de piedra y muchachos de veintidós que, a la fuerza, quieren maestros sonrientes?